Gentrificar(se)

Viajar sola

Vivir en zonas gentrificadas parece maldición para quien disfruta hacer vida cotidiana de barrio en cafés, restaurantes, cines, museos, bares y parques.

Poster de la serie 'Gentefied'. (Netflix)
Liliana Chávez
Austin, Texas /

“Aquí había una buena taquería mexicana, pero este barrio it’s just not the same, todo por la ¿cómo se dice? La gentrification”, me dice el conductor chicano del Uber al pasar por el East César Chávez neighborhood, el barrio históricamente mexicano de Austin, para dejarme finalmente en Central Austin, un barrio igualmente trendy, pero más cercano a la Universidad de Texas, a donde vine a hacer investigación por dos semanas.

Tenía razón el conductor en no encontrar la palabra en español; “gentrificación” es una de esas palabras que los hispanohablantes hemos tenido que robar del inglés como si nuestro idioma no aceptara el fenómeno como algo que también nos sucede. La RAE lo define como un “proceso de renovación de una zona urbana, generalmente popular o deteriorada, que implica el desplazamiento de su población original por parte de otra de un mayor poder adquisitivo”.

Vivir en zonas gentrificadas parece maldición propia: sin proponérmelo he vivido en las últimas décadas rodeada de hípsters, que a veces dudo si no lo seré (según el Urban Dictionary una señal de serlo es la negación a serlo). Y es que es difícil escapar a la conversión cuando un@ viaja o vive sol@ y disfrutas de hacer vida cotidiana de barrio en cafés, tienditas de la esquina, restaurantes, cines, museos, bares y parques (que extrañamente da la casualidad de que es el mismo tipo de ocio que tienen los hípsters). La suya ha sido una conquista lenta, pero segura en los barrios de las grandes capitales mundiales: de Kensington Market en Toronto a Hackney en Londres, Le Marais en París, Prenzlauer Berg en Berlín o la Roma-Condesa en la Ciudad de México, encontrar lo auténtico en cada destino se ha convertido en una acción que realmente implica esfuerzo… sobre todo si es un día de verano tejano a 35 grados a la sombra y no tienes carro. Así que en mi primer día en Austin desayuné un breakfast taco en un food truck atendido por una gringa, cené en un bar de cervezas artesanales pretensiosamente irlandés e hice el súper en un bio-market comunitario donde tardé media hora en dar con los verdaderos lácteos, nunca encontré carne y compré un embutido vegano por error (las apariencias engañan cada vez más).

Un hombre pasea a su perro en el Chicano Park. (Foto: Liliana Chávez)

Al menos para los global citizens, las zonas gentrificadas representan la última forma capitalista de sentirse en/parte del mundo (¿qué mundo?, that is the question); hacer comunidad pasa ahora por una economía alternativa que cada vez es más la norma que la excepción. Sin embargo, esta viajera recién llegada de la meca del hipsterismo occidental se mantuvo en resistencia en Austin y, aún a riesgo de caer fulminada por un golpe de calor, para esta columna decidió aventurarse por las calles del East César Chávez, decidida a encontrar rastros de la “auténtica” cultura tejana, cuna del Tex-Mex, los vaqueros, la barbacue, Selena, Gloria Anzaldúa y el activista de derechos humanos César Chávez (que no es mi pariente, por si se lo preguntaban).

“Suba por esta calle hasta la César Chávez y luego dé vuelta a la derecha, ahí está el Chapala, está bueno, ahí vamos a comer con la familia”, me recomendó un jardinero del Chicano Park que comía su lunch en una banca a la sombra. Después de caminar kilómetros bajo el sol a la orilla del río Colorado, al lado de sudados trotadores sin camisa y sin encontrar nada que saciara mi adquirida snobés europea por sentarme en la terraza de algún café a contemplar la vida pasar (o al menos a dichos trotadores desde una posición más cómoda), esta recomendación me pareció señal divina.

Para llegar al Chapala, sin embargo, había que pasar varios obstáculos hipster tentadores: como un café con molidos al instante, una heladería vegana, un minisúper que volvía gourmet todo lo que podía encontrarse en cualquier abarrotes mexicano, otro bar de cerveza artesanal… Finalmente, pálido entre tantas fachadas maquilladas según las últimas tendencias de diseño urbano, estaba ese lugar por el que el las modas no habían pasado más que para dejar en la fachada un colorido y nada discreto mural de una Selena salida de ultratumbas para lucir un cubrebocas (signo de la inmortalidad de la reina del Tex-Mex, claro está). Al entrar me sentí en un capítulo de Gentefied, la serie de Netflix que cuenta la historia de un restaurante familiar mexicano a punto de ser desplazado por grandes inversionistas en Venice, California. El diseño de interiores del lugar podría ser el de cualquier fonda a la orilla de una carretera norteña mexicana: mesas con cubierta de plástico con crujientes totopos caseros al centro, cuadros anónimos de paisajes mexicanos romantizados, altar a la Virgen de Guadalupe en una esquina, televisión en canal deportivo, música norteña con éxitos de hoy y siempre. Como esta no es una columna gourmet, no me preocuparé por dar mi más subjetiva opinión sobre la comida (considere usted que esta cronista no había probado comida más mexicana que ésta desde la navidad pasada).

En muchos de mis viajes hay un momento en el cual, de la manera más inesperada y fugaz, me doy cuenta de que estoy lejos de casa. Por unos minutos, a veces sólo segundos, mi mente hace un cálculo nada confiable de la distancia entre mi actual punto cardinal y el de ese desierto inhóspito en que nací y entonces lanza esa extraña sensación a mi cuerpo: estás lejos de casa. Me ha sucedido al cruzar un puente del Sena, bajar de un tren en medio del campo escocés, tomar el sol en una playa del Caribe no mexicano, correr por Central Park, comer caracoles en la plaza Jemma el-Fnaa o al aplaudir en la ópera de Viena. Pero esta vez, en esa mesa de plástico bajo un viejo ventilador, mientras daba una mordida a una tortilla de harina y observaba a través de una ventana con esa herrería de rebuscada estética tan familiar, el nada embellecido estacionamiento de cemento hirviente, lleno de pick-ups y matorrales amarillentos, viví uno de esos inesperados momentos viajeros, aunque sorpresivamente a la inversa: me sentí cerca de casa. A pesar de toda la complejidad histórica y personal de este espacio de mezclas sin límites (las borderlands, como las llamó la escritora chicana Gloria Anzaldúa), para tod@ nativ@ de este lado o del otro, la frontera siempre es nuestra casa.

ÁSS

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