En 1998, George Steiner dictó, en México, una serie de conferencias, entre ellas una en la sala del Palacio de Bellas Artes, que lució colmada de un público atento y entusiasta. Steiner (menudo, con el brazo izquierdo lisiado, a medias sonriente) estaba hospedado en el hotel Camino Real, el moderno edificio imaginado por el arquitecto Ricardo Legorreta. Una tarde, con un amigo común, salimos a caminar con Steiner por los alrededores. Ya en la calle, en una esquina próxima, él de repente se entreparó y comentó: “Me siento como en mi casa”. La razón de ese reconocimiento inopinado era que había leído las placas con los nombres de las calles y descubierto que se llamaban Leibnitz, Shakespeare, Kepler, Hegel, Schiller, Lamartine, Lope de Vega, Gutenberg. Esos apellidos, y lo que significaban e irradiaban, configuraban, en efecto, la casa matriz de Steiner, y verlos allí, en una zona de la ciudad, era encontrarse con un sentido de pertenencia y una patria compartida. “Existe —escribió Steiner en La idea de Europa— una relación esencial entre la humanidad europea y su paisaje”; y, para explicar la sentencia, añadía que “las calles, las plazas recorridas a pie por los hombres, mujeres y niños europeos llevan, centenas de veces, nombres de estadistas, militares, poetas, artistas, compositores, científicos y filósofos”.
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La anécdota mexicana es reveladora. Steiner fue, hasta hoy y después de hoy, en el mundo cultural, y con una trayectoria profesional que comienza en las décadas siguientes a la segunda posguerra mundial, una de las figuras con mayor autoridad intelectual y más fama internacional. Cancelado en buena medida el ciclo de la influencia francesa en el universo de las ideas (de Claude Lévi-Strauss a Michel Foucault y de Roland Barthes a Jacques Derrida), reducido el círculo de los literatos italianos (de Mario Praz a Claudio Magris y de Giorgio Agamben a Umberto Eco) y vueltos vestigios los nombres alemanes mayores (del lejano y renombrado Theodor Adorno al cercano y polémico Reich-Ranick), Steiner aseguró la continuidad de la tradición crítica anglosajona que, en el arco de la historia literaria contemporánea, abarca de Mathew Arnold y T. S. Eliot a Lionel Trilling y Edmund Wilson. Desde ese lugar privilegiado, sobrevivió a la moda y a las novelerías, sin rendirse a dos seducciones peligrosas: el oportunismo literario, que conforma sociedades de bombos mutuos, y los reclamos del aquí y ahora de la coyuntura política, madre del compromiso malentendido. Se mostró, también, como algo más, que el episodio mexicano subraya: manifestó, en sus numerosos libros, la voluntad deliberada, afirmativa, de ser un europeo y, por extensión, el miembro (el expositor, difusor y defensor) de una civilización. La idea de Europa es, en este sentido, explícita: “paisaje humanizado por pies y manos”, Europa “es el lugar donde el jardín de Goethe es casi colindante con Buchenwald, donde la casa de Corneille es contigua a la plaza en la que Juana de Arco fue horriblemente ejecutada”; más, y con acento más dramático: “un europeo culto queda atrapado en la telaraña de un in memoriam a la vez luminoso y asfixiante”. A un tiempo con cierto terror y alguna melancolía, y a la vista de los ataques a la idea europea que se han reiterado en fechas recientes, la pregunta que se impone es si esos profundos rasgos diferenciadores, recortados por Steiner, se conservan todavía vigentes o si ya están amenazados de deformación y olvido. ¿Habrá sido él, Steiner, el último en honrarlos? El tiempo responderá. Passons, pues.
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Recordemos que, nacido en París, Steiner hizo carrera en Estados Unidos y, después, regresó al viejo continente para allí residir hasta sus dichosos 90 años. Dicho lo anterior, es necesaria una precisión: la definición que mejor cabe a Steiner es la de haber sido, como buen europeo militante, un cosmopolita —un transterritorial, o un extraterritorial, como lo apunta con claridad un libro suyo, precisamente titulado Extraterritorial en la versión española hecha por Barral Editores en 1972—. Políglota (Después de Babel, se sabe, ensaya la historia de la traducción como actividad que excede a la mera dimensión de una geografía determinada o a la ambición colonizadora de un imperio específico), su curiosidad intelectual era enorme y su eje articulador tenía un doble filo: en efecto, fue, por su herencia cultural, un hombre de la civilización occidental y, por su ascendencia ancestral, un judío. Sus ciudades capitales eran Atenas-Roma y Jerusalén. “Ser europeo —aseguró— es tratar de negociar, moral, intelectual y existencialmente los ideales y las aseveraciones rivales, la praxis de la ciudad de Sócrates y de la de Isaías”. Se trató de una pertenencia que, como se verá un poco más adelante, mucho reverbera en su complejo de ideas.
En Los libros que nunca he escrito, hay un ensayo, “Sión”, que aclara el vínculo entre lo latino y lo judío, entre el universalismo y la tribu. Erizadas de prismas superpuestos y de contradicciones combinadas, esas ligazones filiales fueron uno de los motivos recurrentes de Steiner. Él era consciente de esta marca suya, la aceptó con respeto y asumió sus consecuencias. Celoso de su vida privada, a la que mantuvo fuera del escrutinio público (hay una rara excepción en un ensayo titulado “Los idiomas de Eros”, en el que se relata un encuentro sexual, presumiblemente personal, que da pie a curiosas elucubraciones de carácter erótico motivadas por el empleo de las lenguas), exhibía en cambio su voz y su firma en todo cuanto escribía, refrendando sin temblores sus pareceres. Así lo hace —importa insistir en ello— negándose a someterse a las presiones de la liza política más inmediatista o a aventurarse en opiniones lastradas por el calendario ideológico. Para él, que al adoptar tales actitudes se sumaba a cierta vertiente de origen judío reacia a la impertinencia política, existen “discrepancias intrínsecas entre la democracia y las excelencias de la vida intelectual”, como lo afirma en “Petición de principios”, un texto que es un modelo de argumentación cuidadosa y congruente sobre una cuestión tan vidriosa. Passons, una vez más.
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En inglés, la palabra scholar designa a un erudito especializado. En francés, la expresión homme de lettres se refiere a quien abarca, en varias brazadas, distintas disciplinas que se organizan en torno a la actividad intelectual y literaria. A una y otra categoría perteneció Steiner. A una y otra categoría enalteció con un quehacer que fue un modelo de rigor intelectual y que además se adentró sin timideces dubitativas en lo que se conoce, en los estudios académicos, como literatura comparada. Que esta enumeración de singularidades no propicie una imagen parcial o equivocada de Steiner. No fue un sabihondo ni un retórico. Fue, sin duda, un integrante de la República de las Letras y, muy especialmente, un crítico de las ideas literarias y culturales que de forma deliberada, en una etapa de su desarrollo, decidió descender al llano. De ahí que primero, en los años cincuenta, integrara la redacción de The Economist y más tarde, entre 1967 y 1997, escribiera críticas y reseñas de manera continuada para The New Yorker. Ambas revistas comparten, más allá de sus diferencias, una característica común: se dirigen a un lector instruido y atento, de mirada curiosa, que es capaz de reconocer sobreentendidos y con el que se comulga en un pacto que sella las complicidades. Entre los periodistas de The Economist (que es una referencia del mundo político con inclinaciones liberales) y entre los de The New Yorker (que es la cartografía de una urbe cuya piedra de toque es el nervio global) actúa una aspiración similar: oxigenar mediante el análisis la circunstancia del presente, esclarecer la evolución y la dinámica de las ideas (y, claro, de la sensibilidad) que conforman un determinado clima histórico y social y escribir intentando ser, con modos enérgicos, de su propio tiempo. Precisamente estos son los trazos que articulan a, y dominan en, Steiner en el The New Yorker, título que recogió gran parte de sus contribuciones en la revista. Y es en esas páginas que asoma, en Steiner, una figura más de su persona dramática: la del crítico que entrega las cartas que circulan entre un autor y sus lectores, que agita las aguas entre uno y otros y que acaba por convertirse en el Secretario de Actas de la República de las Letras. Es el retrato, ese que asoma, de alguien que se quiere un intérprete, un intermediario y un interlocutor. Allí también asoma algo más, algo que contribuye a definir un papel a la vez peligrosamente ingrato y exaltadamente estimulante: aparece, sí, la traza de un crítico que con demasiada frecuencia recibe las bofetadas por sus pareceres y la traza, a la vez, de un crítico que ejerce, desde su tribuna, una abultada dosis de poder.
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En la lectura de los títulos de Steiner se llega a un momento en el que se descubre que la literatura es, en esencia y en sustancia, la construcción de una conciencia, y que leer implica, además de la traducción de un código, la labor todavía más estimulante de leerse a sí mismo puesta en práctica por el lector; a atizar tales faenas enriquecedoras se dedicó sin fatiga Steiner. Es así, por estos caminos, que en gran parte de sus páginas se levanta la arquitectura, comprometida y envolvente a un tiempo, de una pedagogía y una didáctica. Por estas razones, cabe conjeturar, los lectores de The Economist y de The New Yorker, esos modernos incorregibles, le mostraron su fidelidad. Y más: en la entera ouvre de Steiner serpentea una suerte de declaración de principios y hasta la exposición de un arte poética, en las que se valora, como ya se apuntó, una tradición cultural y un rigor creador, pero también y sobre todo la búsqueda de una verdad y la vigencia de una responsabilidad entendidas como rasgos principales del acto doble de conocer y descifrar en un siglo XX tan marcado por la “lógica de la aniquilación”. No debe olvidarse, en este punto, que tal siglo fue el de la trahison des clercs y de las claudicaciones de los maîtres à penser, unos asuntos en los que Steiner (el Steiner, recuérdese, que mantiene a sus ideas políticas en los márgenes) insistía con porfía.
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Reconozcamos el terreno recorrido y recapitulemos sobre la persona dramática que emerge de ese cuadro. La comprobación que nos aguarda es que George Steiner fue dueño del ánimo y la decisión —de la garra, entonces— de un auténtico corredor de fondo. Desde sus primeros libros hasta el último, The Poetry of Thought. From Hellenism to Celan (2012), se manifiesta, ciertamente, una vocación pero también una voluntad. Ni una ni otra conocieron el desfallecimiento. Vocación y voluntad estaban, sí, diríase que lastradas por algo hasta ahora mantenido al margen en estas líneas: el judaísmo. Ser judío era, para Steiner, construir o superar, a cada paso y en todas las encrucijadas, un filtro o una aduana. Diríase que no podía con su cuerpo, con el cuerpo judío, como física y metafísica: la complejidad y la iracundia de ese origen, la angustia y la fosforescencia que trasmite, la historia, los actos y las palabras que desde allí obligan, nunca abonan el equilibrio; son fuerzas que están en un vaivén en el que aceptación y negación continuamente suman y restan y continuamente son referencias fundadoras. No sorprende entonces que, a menudo, y de modo alternante, el discurso de Steiner se oscureciera o se iluminara en estos tránsitos transidos. Así, la arcana tradición profética judía encarnada de nueva cuenta en el marxismo decimonónico, o el hombre primitivo amazónico trazado por Lévi-Strauss como un poseído por la furia contra su propio recuerdo del Edén, o, por fin, el exterminio hitleriano de los judíos descripto por Albert Speer como una potencia maléfica que descubre, “de cierto modo tenebroso”, en la mesiánica coherencia del pueblo judío, “la metáfora inaceptable de un pueblo elegido”, son asuntos todos que deben entenderse como otras tantas estaciones de un propósito y hasta una lógica (¿steinerianas?) que procuran desenterrar y comprender los avatares de una judeidad peregrina. Digamos, con todas las letras, y para terminar, que esa singularidad de Steiner fue parte constitutiva de su persona dramática. Cabe recordar, en efecto, que en toda acción de carácter literario un hombre se gana la amistad y el respeto de los otros hombres mediante la pasión de sus prejuicios y la coercitiva estrechez de sus puntos de vista. Este es fue el caso que ilustró, con su inteligencia sensible, con su penetración elegante, con su curiosidad intelectual insomne, atributos que siempre lo llevaban al corazón de cuanto trataba, el admirable y admirado George Steiner.
ÁSS