El miércoles 17 de diciembre de 2014, el señor de los gatos estaba en una cama del segundo piso del Hospital Español. Esa noche, Laura Almela y yo nos debatimos en el estacionamiento si el nuevo ingreso de Juan se trataba de otra recaída más o si aquello daba visos de mayores consecuencias. Estábamos en el umbral de un viaje muy corto al extranjero con nuestros dos hijos y nuestro regreso estaba previsto para el día 23.
Una enfermedad de más de diez años convierte las recaídas a un hospital en una especie de viaje circular donde se reviven situaciones y decorados una y otra vez. Pero ese día, Juan había pasado una tarde turbulenta; agresivo con el personal médico, inestable, y hasta airado, pero con la cabeza casi en su sitio. Su enojo e inquietud no dejaban de estar ligados a nuestro viaje, y así nos apersonamos en el hospital antes de una salida inminente. A ocho horas del vuelo, mis hijos y yo no sabíamos que esa noche nos estábamos despidiendo para siempre del yayo, pues Laura tomó la decisión correcta: permanecer en México.
Los tres que nos despedimos conservamos imágenes muy particulares: Lucía lo abrazó y Juan se fue serenando. Ella reposó su cabeza en el pecho de su yayo y él le repitió “miau” en varias ocasiones, a intervalos que a veces se hacían muy largos. “Miau” era la palabra con la que él solía saludar en lengua gatuna, otro de los nueve idiomas que llegó a dominar a lo largo de su vida. “Miau”, “miau”, eso recuerda Lucía de su viejo y amoroso abuelo en un cuadro muy ajeno al señor Deniz que escribía ensayos con estilete de polemista y poemas donde cualquier asomo de melodrama quedaba desterrado. Uno en casa, su imperio celosamente resguardado de la mirada ajena durante casi toda su vida, salvo para algunos de sus amigos más íntimos (David Huerta y Verónica Murguía, Fernando Fernández, Eduardo Mateo); otro, el agudo e irreverente poeta y ensayista que decidió ocultar a los suyos su oficio hasta donde le fue posible.
Cuando Elsa, Josefina, Laura, Lucía y David Juan se fueron a respirar, me quedé a solas con Juan y volvió a sublevarse. Se incorporó en la cama, me pedía que le acercara su ropa, jalaba —hasta donde le daban sus pocas fuerzas— las mangueras que lo mantenían canalizado a su unidad de portasueros, y me repitió con insistencia: “¡trae el auto, David, acerca el auto, a Providencia, vámonos de aquí, a Providencia!” El callejón sin salida, frente a un deseo imposible de cumplir, solo podía desembocar en una fuga ilusoria propia del cine o de un artificio literario de Borges que, por lo demás, como supremo maestro, ya había decretado el fin inevitable de nuestras fugas: “And yet, and yet… Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos… El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río”.
Aun así, aunque la fuga pendía de un hilo, todo aquello parecía el comienzo de una serie de fotogramas: la sala a oscuras, el resplandor de las luces urbanas —Juan me había pedido correr la cortina contra la norma nocturna del hospital—, los aparatos médicos parpadeando números de luz, un hombre sano, un poeta enfermo y otros tres dolientes postrados en sus respectivas camas, sin mayor reacción a las voces que agitaban su instante al interior de uno de los cubículos. Juan, en su mejor estilo que ni siquiera en aquellas circunstancias se le fue, había bautizado a sus compañeros de cuarto. “El Fantasmón” era una especie de canarito desnutrido que verdaderamente se perdía en su ropón blanco; en algún momento llegó a caminar hacia el baño y parecía, en efecto, flotar. “El Pepón”, por el contrario, era robusto, magnífica su cara cuadrada y rojiza, su cabellera de león negro; padecía de ácido úrico y me llegué a enterar que los cristales casi le habían perforado el dedo gordo del pie. Tal padecimiento no obstó para que en el transcurso del día su hija le llevara, a escondidas, unas rebanadas de jamón serrano. Y el tercer enfermo de aquella compañía que rodeaba a Juan Almela, debo confesar que ya perdió hasta el apodo bajo la fuerza del olvido, aunque en realidad creo que desde entonces ya casi lo había perdido todo. Nadie iba a verlo, se envolvía en su manta y le daba la espalda al resto mirando la pared, siempre quieto y en espera impasible. Así, ¿huir a dónde, cómo? Qué ganas de arrear con todos y pensar que el tigre no destroza al tigre o que el fuego no nos consume porque somos el fuego mismo. Esa noche el tiempo simplemente siguió su curso, y ya no sé cómo logré serenar a Juan, pero recuerdo que cuando las mujeres y mi hijo regresaron, el señor de los gatos se había dormido. Solo “El Pepón” se quejaba quedito, “aahhh”, pausa, “aahhhhy”, pausa larga, con grititos en sordina muy remotos, como teniendo consideración por los demás, como si su dolor fuera irreal y pudiera engañarlo con el recuerdo de las buenas rebanadas de jamón serrano que había engullido aquella tarde desafiando al ácido úrico.
De una manera u otra, los que nos quedamos en esta orilla podemos ser acusados de alta traición por el que se va. Esa noche no pude acercar el auto, simplemente no pude; es más, horas después, tomé un avión y no volví a ver a Juan.
La muerte de Iván Illich, de Tolstoi, da cuenta, paso a paso, de esa soledad terrible de quien se queda ante el callejón sin salida: el desconcierto, la ira, la rebelión y, finalmente, la aceptación, si es que esta llega, pero inevitablemente la realidad se impone. Lo demás, sin embargo, no es silencio, son relatos, fragmentos de imágenes para ser narradas, para rescatar un pedazo del espejo que estalla y donde apenas podemos reflejar fragmentos de aquello que vivimos o que otros nos cuentan: la certeza de Laura, aferrada a la mano de su padre, de que la oía mientras ella le hablaba aun cuando los médicos ya daban al poeta por “desconectado” y a ella le reiteraban impíamente “ya no la oye”/ “¿y usted cómo lo sabe?... y qué más da si me oye o no, yo quiero hablarle” —como ahora y siempre, le faltó decir entonces—; la dramática llegada de Josefina y Elsa en par, siempre en par; que si Juan movió los párpados al “reconocer” la voz de Fernando Fernández cuando entró a la habitación; el llanto desgarrador de David Huerta sentado en las escaleras del hospital, en fin.
Nunca quise escribir, a pesar de mi convivencia íntima a lo largo de poco más de veinte años, sobre Juan Almela o Gerardo Deniz —Gerardo por su abuelo que le escribió desde la cárcel franquista una carta que empezaba “Nietecito Juan…” y Deniz que significa “mar” en turco, apellido que suplantó el Almela, palabra que evoca la palabra árabe al-Malik, Rey de Reyes, uno de los 99 nombres de Dios en el Islam y que también se asocia al sur de España, a Valencia, a su hermosa abuela Amparo, jovencita de clase alta casada con un turco que finalmente la abandonaría y que, al morir sus padres, heredó una casa que la convertiría en “de alquiler” y donde conocería a Pablo Iglesias Posse, padrastro del padre de Juan y etcétera, etcétera, enredadas genealogías donde abundan los juanes—. Así como Gerardo Deniz se permitía irreverencias y una desacralización permanente, Juan Almela Castell también portaba otros atributos: un hombre pudoroso, honesto y sincero hasta el tuétano, afable, memorioso a puntos inverosímiles —facultad que heredó su hija Laura— y un protector y estricto proveedor de su familia. En ese terreno, el de la estructura familiar, Juan era una persona “de antes” y la vivía de puertas hacia dentro. Por algo dejó Paños menores, su autobiografía, inconclusa por decirlo de alguna manera. El relato irreverente abarca hasta finales de los años cincuenta del siglo pasado con alguna que otra referencia en prospectiva hacia los sesenta. Pero cae el telón antes de que aparezca Juan, el hombre de familia. Claro, él tenía una coartada: le contó mucho del segundo acto a un testigo, Fernando Fernández, cuya magna obra, dedicada a Gerardo Deniz, que encierra a Juan Almela, finalmente ya apareció.
Solo en la última recta de su vida, Juan le dio paso a otro que me resultó desconocido. La vejez y la enfermedad parecían romper los diques. Abrió su casa a jóvenes admiradores que juzgaban de botepronto su mundo y algunos hasta salían con bolsas de libros. Llegó a enterarse de la infame turba en las redes insultando porque le otorgaron el Premio Aguascalientes sin haberlo pedido. La falta de dinero y que no pudiera dejar asegurada a su familia le dolía. Se vio envuelto en una red de peticiones de premios que siempre había despreciado. En pocas palabras, la heterodoxia y la vida orillera empezaron a morderle el espíritu, y alguien que siempre despreció el mundillo de la autopromoción y la cultura, “puerca albina maxmordona (sin la dichosa curvatura de la marrana auténtica)”, acaso extrañaba reconocimientos. Ajeno a las formas, presentaciones de libros, a gastar suela en corrillos de salones marmolados o en la academia, Gerardo Deniz quiso siempre equivocarse de otras maneras. “Que ellos sigan la opereta de la toga y el birrete, la venera y la muceta, el congreso y los viáticos”. Tarde, aunque por fortuna en vida, llegó a corregir y ver publicado Erdera —sin librarse de lidiar con una trama de derechos de autor que involucraban a un editor independiente que en algún momento lo hizo firmar cesiones de derechos de hasta 50 años—. En fin, desengaños de un hombre por demás honesto que en los últimos días ya solo parecía confiar en el amor incondicional de sus gatos, aun cuando Josefina, su esposa, seguía sosteniendo con su cuerpecito a un gigante devastado.
En 2008, el yayo perdió su “escritorio de San Antonio” —como le decía Josefina al departamento legendario que rentaba en el edificio junto al hotel El Greco. Juan se sentía naufragar, pero logramos convencerlo de que se mudara a un espacio donde rondan los fantasmas de mi gata Jacinta y donde vi correr a Fortunata tras una pelotita de papel con el departamento vacío tras una separación—. Extraña complicidad que aprendió esa gatita que me regaló Laura Almela cuando nos hicimos íntimos. Yo arrojaba una y otra vez la pelota y Fortunata, después de hacerla rodar por aquí y por allá, la regresaba a mis pies. Y así pasaban las horas.
Como Josefina, que a veces hojea libros de Juan tratando de reconocerse en algún verso y me parte el alma, yo descubrí en “Congéneres” un espacio conocido: Torreón 25, departamento 203, y el poema principia así: “Anhelaba salir, sin decírmelo. Tanto/ que la alcé en vilo/ y desde el balcón tras la cocina/ nos asomamos a la medianoche/ entre escobas, dos lazos de tender/ y un quemador de gas”. El poema dedicado a Koshka, quien fue la primera pasión de una larga lista de ejemplares del mundo felino de Juan Almela, termina así: “Retorné adentro con ella, cerré el balcón sin ruido./ Se posó dulcemente, restregó mis tobillos, cola enhiesta,/ antes de marchar majestuosa hacia nuestra alcoba.// —No es común tal riqueza, opulencia sedosa, después de catorce años amándonos,/ gata mía”.
“Congéneres” parece escrito por Almela en su sencillez, pero el otro, el irreverente Deniz, estuvo dentro de Juan hasta el fin. Hablé de tres que nos fuimos de viaje la madrugada del 18 de diciembre de 2014: una que oyó repetidamente la palabra “miau”, otro que creyó oír la palabra “escapatoria” y no crean que olvidé al tercero, mi hijo David Juan que al cabo Juan se llama, y que se atrevió a pedir, en solitario, un buen consejo para la vida aquella noche de diciembre. El diálogo, según me contaría el chico, corrió así: “Abuelo, dame un consejo, ¿me puedes dar un consejo?” El señor de los gatos, postrado en su cama, respondió: “Dedícate a la pornografía”.
Me he atrevido a romper mi juramento personal de no escribir nunca sobre la intimidad de Juan, pero agosto es su mes en Providencia y el 14 cumpliría 90 años, y como siempre vamos a recordarlo para reencontrarnos, como dice Samuel Butler, “en la boca de los vivos”. Se acercan los preparativos de una fiesta mayor, pues ahí siguen sus restos mortales, como él sin duda lo quería, en una cajita rodeada de gatos de cerámica, madera, resina, de todos los tamaños y colores, el paraíso.
AQ