Giménez Botey o la forma contra el vacío | Por José Emilio Pacheco

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Con autorización de Cristina Pacheco, publicamos este valioso rescate, un motivo para conmemorar ocho años de la muerte del polígrafo mexicano.

"Para escribir estas páginas, no tengo otro título que el de amigo de Giménez Botey", dijo José Emilio Pacheco. (Ilustración: Boligán)
José Emilio Pacheco
Ciudad de México /

Agradecemos la autorización de Cristina Pacheco para publicar este ensayo desconocido del polígrafo mexicano, como recuerdo en el octavo aniversario de su fallecimiento, ocurrido el 26 de enero de 2014. Lo acompaña una nota del autor de este hallazgo y creador del sitio Textos a la deriva.


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Desde que hace treinta años presentó su primera exposición en Barcelona, José María Giménez Botey mostró, con otras cualidades, un don que a pocos artistas les fue dado: el valor para emprender de tiempo en tiempo el balance y liquidación de una etapa antes de iniciar un nuevo tramo de ese elocuente camino que es su obra total. No es común a los hombres que supieron del éxito en su primera juventud, esa capacidad de renuncia y autocrítica que libera de toda falsa complacencia y ahonda, en cambio, el poder de expresión. Cuando se para a contemplar lo andado, Giménez Botey prueba todo lo contrario del desaliento o de la extenuación: simplemente quiere saber de dónde viene para saber a dónde irá. Y ello nunca ha significado un repudio al estilo anterior. Todo lo contrario: esa actitud es un ejemplo de fidelidad y honradez en un artista que es enemigo de copiarse a sí mismo y repetir sus hallazgos. Tras la poda y el renuevo, Giménez Botey ha dado siempre obras que recogen (y modifican) lo mejor de su inmediata trayectoria, que ahondan y enriquecen su temática, ponen a prueba su pasión creadora.

En este libro Giménez Botey ha querido reunir, antológicamente, su obra de escultor que nos permite observar esa admirable continuidad nutrida siempre en la renovación. Otros juzgarán el valor de estas esculturas. Por modesto que sea, un prólogo me ha parecido siempre un abuso de confianza, sobre todo si pretende blandir una “crítica” que anteceda y se imponga a la opinión de quien va a contemplar. Además, para escribir estas páginas, no tengo otro título que el de amigo de Giménez Botey y solo quiero anotar algunas muy generales impresiones en torno de una obra ya juzgada, ya “hecha” (y también en progreso) que no precisa de nuevas alabanzas.


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Como ningún otro arte, la escultura se enfrenta —cuerpo a cuerpo— con la ávida presencia de la materia. Giménez Botey sabe que esos materiales informes son sus aliados y sus enemigos. Y que en cada batalla se juega el todo por el todo. El escultor nació y creció en la fábrica de piedra de ornamento de su padre en Barcelona. Me ha contado que la primera relación de su mirada y su tacto con el mundo exterior, fue por medio de la arena y la arcilla que se amontonaban en el patio y escurrían entre sus dedos. Antes que la palabra, al niño le fue revelado el don de dar forma a lo que no la tiene y de unir lo disperso. Cierto, de esa coincidencia entre la aptitud natural y las circunstancias físicas de los primeros años, puede nacer el artista o simplemente el buen artesano. Pero ya se nos ha dicho que el artista se hace a partir del artesano; y en todo momento, además, tiene que ser un artesano —si no lo es, difícilmente (pero hay casos) llegará a ser grande en su arte—. A fin de probar que el arte moderno no es de mandarines, sino un arte humano, social, Cassou citaba precisamente este ejemplo de los artistas mediterráneos —como Picasso, nada menos— que ha encontrado en su trabajo el placer noble y elemental del artesano. Particularmente en la escultura, la artesanía es, digamos, el solfeo, la gramática, el andamiaje que proporciona algunas cualidades que nunca están de más: el tener los pies en la tierra, la conciencia de los límites y las posibilidades, todo en fin lo que antes se llamó “la alegría de los oficios” —alegría inexistente en la era de la máquina, la explotación, la especialización y el gran dinero: circunstancias que llevaron a Hugo von Hofmannsthal a presentir que la verdadera realidad de estos años reside en el arte y que lo otro, lo exterior, es la irrealidad, el caos, la no-vida, pues nos hemos olvidado de la vida por lo que no debería ser más que el medio para vivir y no debería valer sino como instrumento.


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Los materiales de Giménez Botey surgen de la tierra para encontrar su forma de estar vivos. Tal vez a él le agradaría como referencia a su obra, la idea —presente en casi todos los pueblos primitivos— de que el escultor es el hombre capaz de extraer la forma que guarda, dentro de sí, toda materia. En esta mayéutica de la creación, el artista solo tendría que desbrozarle el camino a una forma natural que pugna por salir y abrirse paso. Nada, pues, habría más grande en el mundo que la capacidad y el oficio de buscar el contorno del vacío, de poblar el gran vacío que sería el mundo sin la obra del hombre.

Pero esas obras cumplen su rebeldía: todo lo que creamos tiene que separarse de nosotros, vivir su propia vida llena de impensables significados. Inútil: una nueva transformación es imposible, cambiar las cosas arrostraría el peligro de destruirlas. Y allí están nuestras obras mirándonos, burlándose desde el jardín irónico en que el deseo de Tántalo ahondaba su distancia de las cosas. No hay más remedio que olvidarlas y seguir adelante.

Por eso, si Giménez Botey ha llegado a ser un escultor moderno (es decir, a marchar en consonancia con su tiempo) lo fue por un proceso, un crecimiento orgánico. Para quebrantar las reglas hay que haberlas dominado, primero, y después sustituirlas por otras nuevas, propias, pues ¿qué sería de la libertad del artista sin una resistencia a vencer?

Enemigo de lo anárquico, Giménez Botey se libró a tiempo de la gran tentación del artista moderno: desechar la tradición antes de haberla conocido y experimentado. Mas la continuación es, por esencia, transformación; la influencia, aumento del caudal.

Aunque el período “clásico” o “académico” de Giménez Botey ya deja ver la seguridad y la invención personales, no creo que (sin pasar por alto el dominio adquirido) en lo futuro se tome demasiado en cuenta para juzgarlo, excepto —y qué más— como la sólida raíz de su plenitud. El escultor vivía aún de una maestría anterior y meditaba antes de elegir uno entre los muchos laberintos que confluyen en la Babel que es el arte moderno.


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A mediados de la década anterior, Giménez Botey empieza a dar de sí sus más rotundas expresiones. Ha tomado su tiempo. Es dueño de sus dones y asimiló el mundo Mediterráneo que ha dejado atrás (pero nunca en su memoria ni en su conciencia) y el mundo de México, al que ahora pertenece. No se extraña ante las influencias: las asume y transforma. Su escultura ha renunciado a la estatuaria, a lo inmediatamente visible, para convertirse en metáfora, en imagen poética. Sus motivos ya no son naturales sino escultóricos; pero el resultado son estos misteriosos seres naturales, nacidos del poderío de su creador. El ritmo le interesa más que nunca y medita sus planos y volúmenes. Esculpe con una seguridad sustentada en la invención plástica. La contención y la mesura son cualidades sobresalientes. Sabe decir y callar, cubrir y dejar huecos. Silencio y grito, contención y desborde el arte es también un dominio del freno y de la espuela, hay cuestas y llanuras.

Pero nuestra necedad se resiste a admitir que el arte moderno no tiene la culpa de que no lo “entendamos”. Por esas oquedades se ha ido, acaso por mucho tiempo, la semejanza que identificaba la expresión del artista con lo que deseábamos ver. Pero en esas oquedades se conserva el tiempo, la cadena de instantes voraces que espían toda materia. De ganar la batalla cada vez que se emprende la creación, la escultura hará que el tiempo forme parte de su ser —que así puede volverse temporal.

Ya que, por otra parte, las esculturas de Giménez Botey no “halagan” los sentidos ni tienen “encanto” de las cosas bonitas. Pero en ellas está la belleza trágica, esa densidad y ese vacío que existe en el impredecible acontecer de nuestro mundo. El escultor, dicen los cánones, debe crear la hermosura. Bien, ¿pero qué es la hermosura? Ese árbol nudoso y lleno de inscripciones, con el tronco roído por la enfermedad y por los siglos, es hermoso ante mí, para mí. No para los que han ordenado que se tale y se convierta en leña o en poste; es decir, sirva, sea útil, cumpla una función, como si existir no abarcara todo eso y aún más.


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Se ha dicho que en los siglos anteriores se creaba (se componía música, se escribían versos, se pintaba y se esculpía) para la eternidad, y que ahora el arte es creado sólo para el presente y el instante. Se ha dicho que roe a la obra contemporánea una avidez de muerte, una aguda conciencia del propio final. Quien, sobre estos aspectos, se erija en juez, es reo de complacencia en sus dones proféticos: no podemos saber, desde el presente, cómo verán el arte de estos días los que lo enjuicien en el año 2000. Pero hay un punto indiscutible: desde un intolerable día de 1945 —¿y hasta cuándo?— todo lo que hacemos trae la conciencia de que lo hagamos por última vez. Giménez Botey puede mirar o no las arenas movedizas del futuro. Lo único cierto es que no se esculpe para conservar su tiempo, su nombre, su experiencia; esculpe para transformar todo lo que le ha tocado vivir en algo que, de tal modo, desprendido de su autor, alcance vida autónoma y, lenguaje al fin, pueda hablarnos a todos y, mañana, sea canto y testimonio, quiero decir: presencia.

Marzo de 1964


Un libro fantasma


Jesús Quintero


Es 1964. José Emilio Pacheco tiene apenas un año de haber inscrito su nombre en los catálogos editoriales con la publicación de su primer poemario, 'Los elementos de la noche' (UNAM), y su libro inicial de relatos, 'El viento distante' (Era). Estos volúmenes han confirmado el empeño del autor con un estilo y rigor también evidentes en su faceta de periodista literario. Precoz y prolífico, Pacheco suma para entonces colaboraciones en la revista 'Estaciones' entre 1957 y 1960; desde 1959 en la 'Revista de la Universidad de México' y en los suplementos comandados por Fernando Benítez —entre 1960 y 1961 en 'México en la cultura', en 'Novedades', y desde 1962 en 'La cultura en México', en 'Siempre!'.

Ese mismo año, y acaso para probarse en un terreno ajeno al literario, Pacheco redacta el prólogo de un libro centrado en la obra de un escultor barcelonés radicado entonces en México. Por su reducido tiraje —400 ejemplares numerados—, el volumen llega solo a manos de coleccionistas y galeristas, pero no a las de los comentaristas bibliográficos ni a las librerías; es decir, 'Giménez Botey: escultura' (México, Editorial Fournier, 1964) es un volumen fantasma, un título que en poco tiempo será eliminado de la bibliografía oficial del polígrafo mexicano.

'Giménez Botey: escultura' (cuya edición estuvo a cargo de Juan B. Climent) es en realidad un catálogo fotográfico en blanco y negro de la obra del artista catalán que en 1934, después de estudios en Barcelona y París, había empezado a ver su nombre en exposiciones colectivas, premios y en la comisión de obras. En 1936, ante el golpe de estado franquista, se incorporó al ejército republicano. Al año siguiente, tras una breve residencia en Estados Unidos, se estableció en México. Aquí empezó a estudiar el mundo prehispánico, se hizo amigo de José Clemente Orozco, Silvestre y José Revueltas, y en el taller de Germán Cueto pasó de lo figurativo a lo abstracto. En 1974 falleció en Barcelona, adonde había regresado ocho años antes.

De la existencia de 'Giménez Botey: escultura' dio noticia Hugo J. Verani desde 1987 en su magnífico 'José Emilio Pacheco ante la crítica' (Era, ampliado en 1994). Sin embargo, la búsqueda de este libro había resultado infructuosa durante no pocos lustros, hasta diciembre pasado, cuando fue localizado el ejemplar número 90 en la excelsa biblioteca del Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca, erigida por el maestro Francisco Toledo.

La exhumación de “Giménez Botey o la forma contra el vacío” amplía un territorio que aún está por ser reunido en un libro: las artes plásticas en la mirada de José Emilio Pacheco. Un índice tentativo tendría que comprender sus textos sobre Helen Escobedo (1964), José Luis Cuevas (1973), Héctor Xavier (1973), Felipe Orlando (1981), Roberto Márquez (1984), Enrique Bostelmann (1987), Pablo Ortiz Monasterio (1996) y Vicente Rojo (2012). Así sea.

AQ

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