Bernardo Esquinca (Guadalajara, 1972) ha construido su mundo narrativo con elementos fantásticos, policiales y de nota roja. Los asesinos seriales son un filón muy peculiar en tres de sus libros más recientes: Carne de ataúd (2016), Asesina íntima (2021) y La región crepuscular (2024). Ellos se centran en el Chalequero —criminal del porfiriato—, la Mataviejitas y Goyo Cárdenas —el estrangulador de Tacuba—, respectivamente.
La región crepuscular se aproxima a la biografía criminal de Gregorio Cárdenas Hernández, un adelantado estudiante de química cuando los estudios se hacían en la Escuela de Ciencias Químicas, aledaña a la vía del ferrocarril que hacía esquina con la calle de Mar del Norte, en la colonia San Álvaro, más que en Tacuba.
Goyo Cárdenas fue un personaje mitificado por la cultura popular y barrial que difícilmente hace distingos entre un personaje edificante y una persona que habita el mundo delincuencial. El revuelo que causó en las planas rojas de los diarios de 1942, su trato como conejillo de indias en el manicomio de La Castañeda y la utilización de su persona como centro de teorías criminológicas que se hicieron públicas, le dieron relieve al personaje. Él mismo contribuyó a ello: asumió conductas lunáticas, estudió Derecho dentro de la cárcel de Lecumberri, consiguió esposa entre las personas que entraban de visita al penal y formó con ella una familia. Y, lo que faltaba: su caso fue utilizado por políticos del momento quienes, el día que abandonó Lecumberri, lo esperaron con cámaras de televisión para mostrarlo como un ejemplo de que las instituciones regeneran a los delincuentes, cuando todos sabemos que las cárceles son escuelas del crimen. Quien pone un pie en ellas, sale peor que como entró.
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Cárdenas alcanzó fama por lo que hizo, por los roles que jugó y por el manejo de su persona que hicieron periodistas, criminólogos, escritores y cineastas como Pepe Buil, quien filmó El asesino de Mar del Norte (2015). A José Revueltas, cuando reporteaba episodios de nota roja para el periódico El Popular, le tocó cubrir el caso de Goyo y, contra lo que pudiera esperarse de su pluma enfebrecida cuando se aplicaba a los personajes patibularios de sus novelas, fue muy sobrio en los artículos que le dedicó y que J.M. Servín consignó en su tabloide Periodismo Policiaco Retro. Nadie es Inocente, 2014, número 01. Fue tan conocido el caso de Goyo que, Rodolfo Usigli, en Ensayo de un crimen (1944), hace que su personaje Roberto de la Cruz, cuando se dispone a matar, sienta que su cabeza gira, tal como confesó Cárdenas Hernández que le sucedía.
La región crepuscular se ocupa de los crímenes de Goyo Cárdenas, pero como es una novela y no una crónica, aunque partícipe de ella, crea una investigadora feminista que desborda los datos conocidos pero que también nos introduce al mundo de Esquinca: ella concita fantasmas, conecta con una médium y emprende una aventura por túneles de una ciudad imaginaria; los túneles y los espacios del viejo centro de la Ciudad de México son escenarios que le gusta frecuentar a nuestro joven autor. Esta novela, finalmente, es detectivesca, criminal, fantástica y feminista.
Mucho se ha escrito sobre este asesino de Mar del Norte que fue producto del barrio de Tacuba, que bullía en ese lugar antes de que se construyera la estación del metro que lleva el nombre del sitio. Había una gigantesca glorieta rodeada del templo que aún existe, la novena delegación que hoy se encuentra en la Calzada México Tacuba y una relumbrante serie de cabarets. En un artículo dedicado a J.M. Servín, aporté algunos datos que, me parece, contribuyen a engrosar el expediente mitológico de Goyo Cárdenas:
En mi ya lejana infancia, en Tacuba, a principios de la década de los cincuenta, Goyo Cárdenas era una especie de héroe regional. Las personas no paraban mientes en que se trataba de un asesino, sino de un genio loco estudiante de Química en la Escuela que tenía la UNAM, junto a la calle de Mar del Norte, en donde vivía el famoso personaje. Decía la voz del pueblo —mi padre entre ellos— que había matado a cuatro mujeres porque ensayaba un elíxir para devolver la vida. Como no funcionó la pócima, tuvieron que resignarse a la muerte. No se habían escrito aún los libros científicos sobre su persona y la crónica periodística no lo había vestido de personaje literario. No existían las teorías sobre su minusvalía sexual ni se había revelado que se orinaba en la cama hasta los 18 años, que dos de sus hermanos tenían epilepsia, que sufrió jaquecas hasta los 31 años, padecía pavores nocturnos... y era enfermizamente codo. Por lo pronto, se había dicho que padecía epilepsia crepuscular. Más tarde lo victimizaron y le crearon un escenario: antes de que en Tacuba edificaran la estación del metro, la zona era una enorme glorieta rodeada de prostíbulos: El Salón Verde, El ¡Oh qué bueno, El Paricutín y otros cuyos nombres no guardó mi memoria infantil a pesar de que a menudo pasaba frente a ellos cuando me dirigía a la parroquia a oficiar de monaguillo.
Pasaron los años y me fui del barrio, pero el barrio no quería soltarme. Una tarde de viernes que volvía de mi trabajo en una universidad del sur de la ciudad, entré a una vinatería del Jardín Diana, en Popotla. Deseaba comprar una botella de ron para beber un par de tragos y acostarme porque en esos años —quizá principios de los años ochenta— padecía tres hernias en la columna vertebral y tenía dolores muy intensos. Llegó entonces Saúl Reyes, el Mapache, un cronista festivo de voz estentórea. Cuando me vio con mi botella se sorprendió y dijo que no era posible que bebiera solo. Él y su acompañante me llevarían a mi casa, en Azcapotzalco, para dejar mi carro; regresaría con ellos a beber unas cubas y, luego, ellos me traerían de vuelta a casa.
La posibilidad me pareció atractiva porque Saúl era dueño de una conversación chispeante, llena de anécdotas y carcajadas. ¡Nunca imaginé que viviría una experiencia alucinante, salida de una novela de Roberto Arlt!
Llegamos a un enorme depósito de fierro viejo y autopartes chocadas, en lago Huija, en donde convivían varios ancianos, achispados por el alcohol y la camaradería. Jugaban papeles de hombres adinerados que se sentían gente del pueblo entre algunos mendigos que habían llegado a beber y comer gratis. Allí estaba una especie de taumaturgo —se referían a él simplemente como Albores— que no me soltó desde que llegué. Yo llevaba una gran faja bordada de, las que tejen en el estado de Hidalgo, para que no me consumiera el dolor al pasar los topes de las calles.
Albores me vio y me acostó boca abajo sobre una vieja mesa metálica, quizá salida de un dispensario desmantelado, y me quitó la faja, la camisa y un suéter que llevaba. Hizo la faramalla de unos pases sobre mi espalda y en seguida recorrió mi columna vertebral con sus dedos. Con toda precisión me dijo: te duele aquí, aquí y aquí. Acertó y le pregunté: ¿cómo supiste? Muy fácil —dijo—, tienes caliente porque tus vértebras frotan los nervios que se han salido. Luego me dio unos consejos que ya no recuerdo porque su estrafalario traje, su aliento alcohólico y sus ojos brillosos no me infundieron confianza. Quizá expuso la manera en que me alivié tiempo después de mi padecimiento sin someterme a la cirugía: ante los terribles dolores y el miedo a quedar inválido por la cirugía, un compañero de trabajo me llevó a una cabaña del Ajusco que todavía era un bosque. Entré a un temazcal, me dieron masaje y ¡santo remedio!
Pero yo quería contar otra cosa que pasó aquella tarde en Lago Huija. Como yo era profesor y desentonaba en el grupo, cuando salió a colación la historia de Goyo Cárdenas, aquellos ancianos alcoholizados se rieron de mí cuando dije lo que sabía del tema. Los libros y los periódicos inventan cosas —afirmaron aquellos contemporáneos de Goyo Cárdenas. Lo que pasó es que donde está el Toreo (estaba, digo hoy) había un burdel que también tenía animales. A Goyo le gustaba pedir gallina y cuando estaba por terminar le apretaba el pescuezo para sentir más fuerte… y eso fue lo que intentó con las mujeres. No sostengo que esta sea la verdad, pero la expongo porque no es la versión crédula de los tepanecas, sino la de hombres que habían llevado la vida puerca de que habla Roberto Arlt.
Para insistir en la maldad de los criminales, la historia de Goyo Cárdenas está acompañada por la del Monstruo de Atizapán —un hombre de la tercera edad que causó revuelo en años recientes—, la de Felícitas Sánchez Neyra, conocida como la Ogresa de la Roma —una espanta cigüeñas— y la de Higinio Sorbera de la Flor, el Pelón Sorbera, compañero de Goyo en prisión. La región crepuscular está contada por varios personajes: detectives, periodistas, una médium, la activista Danielle Guillot, y la periodista Amanda Durán.
Después de esta incursión en el alucinante mundo del crimen, La región crepuscular ofrece una conclusión iluminadora:
“Los asesinos seriales son el producto de una colectividad, y por lo tanto debemos ser capaces de colaborar desde distintos frentes para acabar con ellos. Hay que empezar por borrar la palabra monstruo. Como se decía a principios del siglo XX, son matadores de mujeres. Son reales. Son humanos. Viven entre nosotros, en la región crepuscular. En esa zona que todos hemos construido y también abandonado. Un abismo hacia el que no queremos mirar, pero desde el que somos observados.
“Gracias a nuestra indiferencia, los asesinos prosperan”.
AQ