Graham Greene fue el responsable de varias novelas que honraron la tradición heroica del género en las letras inglesas y de algunos guiones y adaptaciones al cine de sus obras que forjaron películas perdurables. Por casualidad, en una librería del centro de la Ciudad de México, meses atrás encontré un libro usado suyo de lectura provechosa: Collected Essays, editado por Brodley Head, en Londres, en 1969. Hasta donde me consta, poco o nada conocidos en español, estos ensayos fueron publicados en The Spectator a lo largo de muchos años y se afirma que, solo entre los textos que abordan cuestiones literarias y cinematográficas, en su totalidad suman la friolera de diez mil piezas. Es un material que corre paralelo a su periodo creador más fecundo, el que se sitúa entre mediados de los veinte y mediados de los cincuenta, el periodo de Brighton Rock (1924), The Power and the Glory (1940) y The Quiet American (1955).
Se trata, en su mayoría, de páginas de circunstancia, breves y rápidas, periodísticamente nerviosas, en los que el autor comenta títulos del pasado y sobre todo del presente y en los que traza retratos biográficos y literarios de figuras que lo atraen o lo intrigan. Existe una intención deliberada en esa miscelánea. En efecto, en estos trabajos Greene intenta apropiarse de la genealogía intelectual que le es más cercana y reconocible y, a la vez, levantar un mapa de su mitología intelectual que articule, en la práctica de la escritura creadora, un principio de organización congruente que sea capaz, llegado el caso, de trasmutarse en un mundo propio. No es una tarea crítica que desee adentrarse en una lectura valorativa o didáctica del material que tiene entre manos, aun cuando se discierne, en el conjunto, un juicio literario sensato y un gusto casi siempre atinado; lo que allí domina, resonadora, es la búsqueda que emprende un escritor dispuesto a volverse contemporáneo de los suyos y de sí mismo, es decir, resuelto a sumarse a una tradición, construirse un sentido de pertenencia y, desde esos trámites, impulsar su percepción interesada y particular de las cosas. Y algo más, que es del caso destacar por su carácter diríase que ejemplar: en el despliegue laborioso y en la continuidad sin desmayo de estos trabajos hay que leer la voluntad inquebrantable y la fidelidad casi sin límites a una causa de un hombre que desde temprano se descubrió víctima de una depresión bipolar que había que combatir mediante el ejercicio activo de una vocación y que al cabo logró que esa misma enfermedad fuera una de las llaves de su persona y de su obra. Con una vida sexual agitada, y a veces turbulenta, con una vida de viajes y aventura, con una vida de benzedrina por las mañanas y nembutal por las noches, el papel de asidero a la realidad que proporcionaban las colaboraciones para The Spectator se hace claro. Para nosotros, ahora, situados en este mediático presente ominoso, tal abultada alianza entre un autor, una tribuna y, por supuesto, un público, es un motivo de envidia; ¿quién no se siente amenazado por la reducción de los espacios periodísticos dedicados a los asuntos que hablan de la cultura o por su drástica destitución en favor de la futilidad?
Dos son las vertientes que articulan las indagaciones de Greene en estos textos. Una vertiente es, de modo previsible, la que rastrea en las implicaciones y las consecuencias del movimiento moderno (el que los anglosajones bautizaron como modernism) que desde principios del siglo XX regía las andanzas de las literaturas europea y norteamericana. Un movimiento al que Greene se afilió en sus títulos más arriesgados y al que contribuyó con la enjundia de Brighton Rock y The Power and the Glory; unas novelas, estas, en las que una expresión de raíz realista es arropada en un vuelo dramático retorcido y en las que el despliegue sinuoso de la ficción tienta estructurar una realidad que se aloja en los intersticios críticos que distribuye el texto. Y algo más: unas novelas (a las que se deben añadir los tramos menos sentimentales de The Quiet American) en las que una trama de magia impecable permite recrear, a veces con humor, ,a veces con ironía y casi siempre, o siempre, con mirada cazurra que busca desnudar los dobles fondos y lo escondido por las apariencias, la ambigua sensibilidad de una época, atenaceada por la angustia y la frustración, y en las que la mezcla cruel de sexo y moral abre paso a una adhesión sorprendida, y menudo escandalizada, por parte de unos lectores que se sienten situados ante una carga explosiva. La otra vertiente que ordena estas páginas es el catolicismo al que Greene se convierte en una esquina temprana de su trayecto, allá a sus 22 años. Dicho catolicismo (situado como está en medio y entre el sexo y la moral que aquí acaban de mentarse), que en Green era capaz de elevarse a temperaturas calenturientas, fue el imprevisto y pasmoso semillero, en un buen tramo de la Inglaterra del siglo pasado, de un grupo significativo de personalidades excéntricas y temperamentos incorregibles. Todos ellos, encadenados, fueron los responsables de la actualización de un pathos arcaico que recobra su carácter central: el de que el ser humano está habitado –y más: poseído—por fuerzas que inútilmente pretende comprender. De tal pathos recurrente y de sus multiplicadas variaciones surgió el credo conmovedoramente alentador de que la esencia de una obra de arte es hacer triunfar a sus protagonistas en la derrota. Greene hizo suyos unos y otros rasgos conmiserativos y en estos Collected Essays ellos circulan en un revuelo incesante, como reflejo y cifra del destino de ferocidad, y de tormento, que el hombre lleva en sus adentros. Los tormentos del mexican “wkisky priest” de The Power and the Glory, con sus trazas de héroe soberbio y transgresor, son su ilustración más representativa.
Más tarde en su carrera literaria, a lo largo de su animosa vocación andariega, cuando Greene se sumó al best-sellerismo que proliferó al calor de la guerra fría (esa que fue el escenario de la mayor parte de su obra) y se dedicó a coquetear con el catecismo comunista, los raptos de mala conciencia recriminatoria y de intransigencia doctrinaria, enseñas de muchas de sus criaturas, se contaminarían de la melodramatización con que el marxismo vulgar sobrecargó el núcleo de su valoración negativa de la sociedad capitalista. Quizás sea oportuno recordar, para cerrar estas líneas, que Nuestro Hombre en la Habana, el gran Guillermo Cabrera Infante, valiente como era, mucho reprochó a nuestro autor sus desvaríos ideológicos. Si mal no se recuerda, Guillermo hasta llegó a amonestar intimidatoriamente a Graham en el barrio de Londres en el que ambos residían. Ver a uno perseguir y al otro huir, por unas calles tan elegantes, debió ser la perfecta caricatura de unos tiempos que ahora tenemos por finiquitos.
AQ