A Guillermo Arriaga Jordán (Cuidad de México, 1958) ya le había tocado perder el Premio Alfaguara de Novela en el 2016. En aquella ocasión su novela El salvaje (2017) quedó entre las finalistas, siendo la ganadora La noche de la Usina (2016) del argentino Eduardo Sacheri.
Por eso es que en esta ocasión Arriaga le prestó muy poca importancia a los resultados del premio, hasta que se llevó la sorpresa en un rancho en medio de la nada, hundido en un frío espantoso, con una señal telefónica casi imposible y, ahora sí, llenó de felicidad. ¿La noticia?: su novela Salvar el fuego había resultado ganadora del Premio Alfaguara de Novela 2020.
He aquí la charla que tuvimos vía Skype con el también escritor y director de cine, quien nos habla de las apuestas por sus triunfos, pero también de sus campales derrotas.
—¿Cómo fue el momento en que te notifican que ganaste el Premio Alfaguara de Novela?
Yo ni siquiera estaba al tanto de cuándo se entregaba y le avisé a mi mujer que me iba de cacería por veinte días. Un día antes mi agente literaria, Gabriela, quien sí estaba al tanto de las fechas, me dijo que mi novela Salvar el fuego no había ganado.
—¿Cómo lo sabía?
Me dijo que se entregaba al día siguiente, pero que lo más seguro es que (si fuera la ganadora) ya le hubieran avisado…
—¿Cómo tomaste esta noticia?
Dije “ni modo, no me lo gané otra vez”; y en el rancho donde estaba no había nada de señal telefónica, nada. Pensé que la mayoría de los escritores se van a sus casas y están pendientes de la llamada, pero yo no, ya para qué. Sin embargo, a las tres de la mañana me levanté a tomar agua cuando de repente entró una llamada; se supone que no había nada de señal telefónica, pero contesto y era la directora de Alfaguara en España, quien luego de preguntar cómo me encuentro me comunica con Juan Villoro…
—Ya para ese momento estabas emocionado…
Sí, y Juan comienza a hablar y yo no escucho nada, así que como duermo con ropa térmica me salgo por la puerta trasera y empiezo a hablar con la intención de cerciorarme si no se había cortado la señal telefónica. En esos momentos Juan Villoro seguía diciendo cosas que yo me imagino que fueron muy preciosas, hasta que me pregunta: “¿me escuchas?”, y le contesto: “no, carnal, no te escucho nada, ¿qué me dijiste?”. Y Juan vuelve a repetir: “pues que te ganaste el Premio Alfaguara de Novela”, y luego me pasa al resto del jurado, quienes me dicen cosas hermosísimas y pues sí, me dio mucha felicidad.
—Hablemos de los vasos comunicantes en tu obra, tanto en tu trabajo en el cine como en la narrativa, porque pareciera que en ocasiones el trabajo narrativo en el cine no cuenta tanto…
Mira, en una ocasión me tocó dar una conferencia en Querétaro para unas setecientas personas. La moderadora era una chava que escribía cine y se le ocurrió decir que los escritores realmente no valemos en el cine. Nosotros somos empleados, aseguró.
—¿La interrumpiste?
¡Claro!, la volteé a ver y le dije: “¡Yo jamás he sido empleado de un director de cine y nunca he escrito por encargo! Lo que yo hago es una obra original. ¿Cómo crees que voy a ser empleado de un director de cine?”
—Sin embargo, esa opinión prevalece en mucha gente, creen que escribir cine es ponerte a disposición de las exigencias de los directores…
Pues yo he tratado de hacer la distinción: una cosa es un escritor, un autor de cine, y otra cosa es un guionista, son dos cosas completamente distintas. Yo siento que si tú lees Salvar el fuego y lees El salvaje y ves la película Amores perros (2000) y 21 gramos (2003) están esos vasos comunicantes que señalas. Por ejemplo, la película Los tres entierros de Melquiades Estrada (2005) está aparejada a mi novela Un dulce olor a muerte (Planeta, 1994); 21 gramos a Retorno 201 (Páginas de espuma, 2004), y esos vasos comunicantes son parte de una obra, son perfectamente reconocibles. Yo no les pregunto a los directores de cine, “a ver, ¿cuál es tu historia?, díctamela, yo hago lo que tú me digas”.
—En tu obra encontramos siempre una propuesta, parece que con cada nuevo trabajo te reinventas y que siempre tienes algo nuevo que ofrecer, ya sea en tu narrativa o en tu trabajo cinematográfico.
Es lo que he querido siempre, que mi obra apueste y que arriesgue; si no lo hago, no le encuentro sentido. En ocasiones esas apuestas te pueden traer odios, detractores o gente que está esperando que fracases, porque si tú subes el nivel de la apuesta, el nivel de fracaso es mayor.
—Antes de llegar a los premios te ha tocado probar los fracasos…
Claro, y hay un momento en Salvar el fuego que es una frase que yo sostengo: “prefiero ser conocido por mis grandes fracasos, que por mis mediocres éxitos”. Y si me falla, lo prefiero a escribir una obra que va a ser alabada por los críticos, pero que no va a tener ninguna consecuencia.
—¿Se han logrado tus apuestas?
No lo sé, pero al menos sé que le he apostado y fuerte. Y cada vez trato de subir más la apuesta. Ahora, para alguien que vive de hacer cine, de la escritura, que mantiene a una familia con esto, también corres el riesgo de que se acabe tu fuente de trabajo, mi empleo, pero no me importa, prefiero seguir apostando.
—¿Estas apuestas son contra los que me dices que en algún momento esperan un fracaso o, por el contrario, son una apuesta hacia ti mismo?
Hacia mí mismo. Las personas que esperan que fracases me tienen sin cuidado. Yo tengo un compromiso con la obra, sobre todo, y esa es mi apuesta estética y artística. Por otro lado, también está el rigor a la disciplina como respeto al lector, porque tengo que poner todo mi profesionalismo en ese lector que está invirtiendo todo su tiempo y dinero para leerme y a quien tengo que respetar. No puedo garantizar que le guste mi obra, pero sí puedo garantizar que va a ser un trabajo profesional.
—¿No te importa la crítica literaria?
A veces era muy doloroso que pasaba años escribiendo un libro para que dijeran que era una mierda. Y entonces yo quería explicarlo a la gente, hasta que comprendí que no era para ciertos críticos, no son mi especie, punto.
—Parece una constante en tu obra el exponer los polos de los marginados, de la pobreza descarnada y de una clase alta indiferente, apartada. Me parece que en Salvar el fuego es el caso de José Cuauhtémoc y Marina, quienes pertenecen a estos dos sectores sociales.
Yo creo que en las clases altas hay gente muy bruta, pero también hay gente con sensibilidad, como es el caso de los dos amigos de Marina, quienes aparecen en Salvar el fuego, uno de ellos hace películas importantes, y el otro tiene la fundación con la que procura apoyar a las clases más lastimadas. O, como bien señalas, la misma Marina, que es una mujer que proviene de una clase alta, pero que no por eso se dedica a leer la revista Hola todo el tiempo; tiene intereses, se sube al Metro, observa a la gente, va a la cárcel, no es gente que carezca de sensibilidad.
—Pero esa sensibilidad, en Salvar el fuego tiene sus trampas…
Y se tienen que superar, eso es lo que se trata en la novela. La trampa del racismo, por ejemplo, infiltrado de manera soterrada. Tú estás en contra de ese tipo de racismo, pero a la hora en que confrontas algo terminas diciendo: ‘¡cállate, pinche indio!’, aunque estés en contra de eso, pero en algún lugar se filtró esa humedad tóxica y es cuando nos terminan por habitar los fascistas. Otro ejemplo que hay en Salvar el fuego es cuando las compañeras de Marina dicen que maten a todos los ladrones y ella se opone, pero cuando a su madre casi la matan en un asalto dice que ojalá los mataran. Y también hay trampas a la inversa: la gente que viene de abajo y quiere hacer un esfuerzo de empatía y termina diciendo “¡pinches ricos!, son unos abusivos”.
—¿Por qué inventar las narraciones de los presos que vienen en Salvar el fuego, los cuentos, los poemas, las escenas que se desarrollan dentro del reclusorio Oriente? ¿Por qué no darte a la tarea de hacer un trabajo de investigación al respecto?
No conozco el reclusorio Oriente, pero sí conozco a gente que ha salido de ahí. Y también sé de historias que me ayudan a alimentar lo que estoy escribiendo. Además, vengo de un lugar, la Unidad Modelo, que está rodeada de barrios bravos, por lo que me tocó tratar con ladrones, asesinos, narcos, ¿para qué me pongo a investigar?, si la vida me ha traído a la gente que ha estado en eso… y también a la gente que he conocido con mis viajes de cacería.
—¿También ocurre cuando tocas el tema del narcotráfico?
Me dijeron que el tema del narco sonaba muy manido y les contesté que yo estaba hablando de cosas de primera mano. También hay lectores que apenas van en las primeras páginas y ya piensan que es otra novela de narcos porque les da flojera terminarla.
—¿Y al tratar una temática que a mi juicio ya está un poco gastada, me refiero en cuanto a propuestas narrativas, no temías que te pudiesen criticar duro por eso, por escribir una novela más de narcos, aunque, como bien señalas, no lo sea, pero donde hay balazos, matazones en el monte, cadáveres ensangrentados, capos, etcétera?
Hay matazones donde yo he estado casi en el momento en el que suceden. He llegado uno o dos días tarde en sitios donde han ocurrido o por fortuna no llegué el día que pasaron. Como ahora, fíjate, me invitaron a cazar a un rancho y el día que iba a ir hubo una matazón de 15 narcos dentro del rancho, ¡y yo iba a estar ahí! Entonces no es como que me documenté, es lo que he visto después de la matanza, he hablado con los testigos, con las víctimas y he tenido amigos a los que han matado y eran inocentes, pero, insisto, Salvar el fuego no es una novela de narcos.
ÁSS