Guillermo Ceniceros, o la poética de la línea

Arte

Laboratorio de formas, libro homenaje al artista duranguense, recorre los 60 años de una trayectoria que lo coloca en el Olimpo de la gráfica mexicana.

Guillermo Ceniceros, maestro de la gráfica mexicana. (Foto: guillermoceniceros.com)
Cathy Fourez
Lille /

Hay libros que no queremos cerrar ni dejar cerrados. ¿Por qué? Porque de sus páginas irradia la pigmentación narrativa del deseo, como ímpetu hacia lo que ya no es o hacia lo que está en gestación. Si bien el deseo, añorado o en espera, cimienta cualquier trayectoria humana, su intensidad arrecia ante todo en los “hacedores” de lenguajes por el quehacer que tienen de este deseo perpetuo a la forma re-ideada y desplazada, de este deseo a volver continuamente a la línea y proyectarla en experiencias aún no deletreadas. Cuando el dibujo generador de imágenes intuitivas se encuentra con la potencia expresiva del texto, cuando la exigencia de la materia pictórica se moldea en inflexiones poéticas, cuando mutuamente la línea trazada por el lápiz desea (a) la línea que trama la literatura nacen entonces libros como Laboratorio de formas.

Homenaje al artista duranguense Guillermo Ceniceros, quien celebra 80 estaciones de savia y más de 60 años de goce voluptuoso y libertad creativa, Laboratorio de formas alinea la medida de toda una vida; y eso desde las palpitaciones de lo ordinario que participan del brote y aprendizaje de un pintor hasta el taller de su imaginario que no ha dejado de experimentar este himeneo posible entre la geometría, “estética de todo arte gráfico”, y la fantasía de lo sensible proclive a juegos de construcciones que se abstraen del tiempo, del espacio y de las figuras convencionales.

La médula de este monumental libro de una exquisita hechura, de una admirable imposición estilística y de una elegante magnitud visual, la fundan los dibujos, los grabados, los collages ensartados esporádicamente con frases que repican como hechizantes aforismos y extraídas de la exégesis de hombres y mujeres versados en el elástico y especulativo microcosmos de Ceniceros. Las ilustraciones que surcan el ritmo del volumen nos enseñan la generosa y ingeniosa riqueza de la obra ceniceriense, la cual, más allá de su impronta muralista, posee una vertiente más sobria en el tamaño, más íntima en la captación de los motivos re-presentados, pero leal a los dos preceptos que la nutrieron y que se plasmaron en la carpintería del padre o el estudio de Siqueiros, en la paleta de colores del bosque de El Salto o la carrera de diseñador industrial: la técnica como el gesto del rigor y de la precisión, y su compensación metafórica, a saber la de una lengua que está al margen y por encima de lo que se anuncia y se muestra al ojo, una lengua inventiva que se sirve de cosas comunes para expresar cosas poco comunes.

Esta lengua, casi cortazariana, sin renunciar a la narrativa de la forma conocida y de la analogía, sin desligarse de la organización de las proporciones y de su disposición, se sale de los límites de su propio marco formal para explorar el alma clandestina de los objetos, para entregarse a las proyecciones quiméricas del espacio mental e intensificar los “destiempos”, los “desespacios” y las desproporciones que andan buscando (por) un sentido; un sentido ausente en la concepción normativa de la realidad pero en acción en el misterio de la fábrica de la imaginación.

En la estructura matemática sobre la cual se sostiene, se desenrolla y se concluye el contar de su trazado, Ceniceros rezuma, con la gracia de la fábula, rostros caleidoscópicos que encierran sus puntos y sus contrapuntos al estilo de una fuga; variaciones de cuerpos hechos curvas, torsiones, horizontes que cobran la factura de un disciplinado abecedario o la de una bobina de hilos devanándose o contrayéndose; anatomías que niegan la dualidad de la cara y de su dorso y donde el relato del cuerpo se hace cuerpo del relato en una infinita perspectiva metaléptica; semblantes que se introspeccionan y arrojan a la vista la superficie de su arquitectura psíquica; facciones anamórficas enfrascadas en un espejo cóncavo que, en un vaivén incesante, se ex-centran y se a-normalizan produciendo así una tensión entre dos visiones contradictorias. En esta alquimia de recreos ópticos orquestada por la sinfonía de una quieta y permanente metamorfosis, la línea que modela y deforma Ceniceros estimula un nuevo registro de simetrías, reverberaciones, trompe-l’œil, anillos de Moebius, tridimensionalidades, borrando así cualquier dicotomía.

Luto por Chihuahua. Óleo/tela, 130 x 100 cm, 2005.


La mirada de afuera coexiste con lo mirado de adentro y estos acordes disonantes del mirar atestan la doble línea de conducta de sus dibujos: des-cubrir para des-dibujar y volver a dibujar, y emocionar la idea para producir su forma; una forma que, pese a su tranquilidad silenciosa, a la fijeza de su morfología, madura dúctil y sensual. La obra de arte en Ceniceros sería a la vez un objeto de evasión, fruición, interrogación, investigación, perplejidad y revelación. La realidad de la obra de arte en Ceniceros sería, a fin de cuentas, la bella representación de la experiencia exploratoria de crear. Sus líneas van tejiendo en la tela que las vio germinar su verdad intrínseca, la del deseo por el dibujo y de este desear (a) dibujar. Teje Ceniceros en el extremo rigor y en la extrema flexibilidad su dibujo, dinamo de imágenes y telaraña de ilusiones de imágenes que avivan toda la energía pensativa del espectador y en la cual cualquier contemplador se enreda y se engancha.

Esta sensación de lo extraordinario y lo asombroso, imbricados en la fragilidad de lo orgánico y la robustez de la mecánica, la entretejen también dos luminosos textos del escritor José Ángel Leyva. Del latín texere (tejer) vienen “texto” y “tela”; ahora bien, igual que las telas de Ceniceros que atrapan apariencias fosilizadas en su mutación y las anudan en una red geométrica de mocárabes para convocarnos hacia las extensiones insólitas de la imaginación, los escritos de Leyva son meticulosas tejedoras que enroscan y desenroscan las líneas rectas, arqueadas, onduladas, ramificadas del itinerario familiar y artístico del pintor de origen duranguense. Ambos textos, que abren y clausuran respectivamente Laboratorio de formas, dialogan mediante un dispositivo narrativo distinto, con la obra de Ceniceros.

El relato inicial se manifiesta como una “escritura en voz alta”, una escritura estereofónica que restituye en primera persona del singular la materialidad de la carne vocal de Ceniceros empapelada del lenguaje del cronista y poeta que es José Ángel Leyva. Esta forma discursiva recuerda no sólo el “monodiálogo” teorizado por Ángel Rama en donde un “yo” habla con un interlocutor silencioso pero sin el cual no se hubiera producido la enunciación, sino también las novelas testimoniales de Miguel Barnet (Biografía de un cimarrón) o de Elena Poniatowska (Hasta no verte Jesús mío) que hacen transmigrar, de la oralidad desordenada a la construcción del texto, la historia de una vida tal y como su narrador-protagonista se la contó a ellos y luego tal y como ellos se la contaron a él y con el “yo” de él. Sin embargo, Leyva no se inscribe en un retorno del repetir sino que innova el acercamiento al artista y a su arte y reinventa el modo de relatarlo y retratarlo; de ahí el neologismo retlato, acuñado por el propio Leyva.

Picto Analisia. Oleo/tela, Oil on canvas. 120 x 100 cm


En efecto, a raíz de una serie de entrevistas, de un trabajo de archivo, Leyva convierte la base documental de su “investigación” en la piel sonora del artista “investigado” y la forja con la textura, la cadencia, los colores y los acentos que solamente la poesía es capaz de asumir y que nos remiten a las bellezas de lo sensible y a la libertad de imaginación. Así se va desatando la lengua de Ceniceros. Éste pone en boca el paisaje de su vida iniciado en el Durango rural con el perfume de sus árboles y sus cortezas a veces pulidas, a veces estriadas, con el tacto fabril y artesanal de la casa familiar, con las diabluras, escuela de explosión y alteración del mundo físico. Toda esta nostalgia de la infancia de Ceniceros, Leyva, también de cepa duranguense, la transfigura en una radiante naturaleza muerta que reanima, con el faro de la vista y del paladar, y con las entonaciones de lo cotidiano, lo efímero, lo inanimado, lo desaparecido. Y así se va trazando la (auto)biografía de Guillermo Ceniceros atravesada por sus exilios regionales y su educación al dibujo industrial y artístico en donde se declaran otras biografías.

Cazador de historias, Leyva, impregnado por los cuerpos matrioshkas de Ceniceros, hace aflorar en una voz reflexiva y pensativa que raya en el soliloquio, otros relatos de vida de otros autores. Rescatados (Pedro Garfias), rehabilitados (David Alfaro Siqueiros), convividos (Esther González), dichos retlatos encajados en la voz autorretratándose concurren, por una parte, a la recuperación de la memoria interna de la corriente muralista que debe también su gloria a las vibraciones de todas estas anónimas u olvidadas manos inventivas hoy sepultadas en la desmemoria del catálogo global de la Historia del Arte; cooperan, por otra parte, al dibujo del (auto)retrato de Ceniceros así como a un discernimiento más sutil acerca de la práctica, orientación y significación de sus composiciones artísticas.

Leyva deposita también en las cartulinas del flujo verbal de Ceniceros las técnicas mudas que fomentan el vínculo humano con la creación: y ahí nadie se escapa de los encuentros efusivos y los encarnizados desencuentros, de la batalla de los egos, de los proyectos abortados, pero nadie se escapa tampoco (y menos mal) del beber y del comer amistosos entre sesiones de trabajo o de imperecederas cenas improvisadas entre apasionantes debates teóricos. La voz narrativa de Ceniceros, al acabarse el texto, persiste; sigue articulándose en la melodía y el eco de la línea gráfica (la suya) y consonante (la de Leyva).

En un trazado ininterrumpido, Leyva, a lo largo de su segundo texto, deporta, con voz propia, su lectura hacia la maquinaria y las herramientas del imaginario pictórico de Ceniceros que posee el brío de un gabinete de maravillas poblado de rostros zoomorfos, cuadros puestos en abismo, ecuaciones corporales. Lo penetra Leyva este soplido híbrido de Ceniceros destinado a transformar y renovar nuestras percepciones, a partir de una disfrazada conversación con el novelista y crítico de arte John Berger, para quien la pintura nunca se situaba muy lejos de la literatura. La particularidad de los “retlatos” de José Ángel Leyva consiste justamente en poner la pintura en situación de escritura o poner la escritura en confluencia con la pintura como si las palabras no lo dijeran todo y necesitaran este arrière-texte (y aquí el arte pictórico) del cual habla Elsa Triolet, singular táctica para ampliar sus perspectivas y sus salidas simbólicas.

Trabajando con Siqueiros, 1967.


De las teorías elaboradas por Berger acerca de la mirada personal del artista, sus intenciones, sus maneras de ver y dar a ver lo real surgen a la vez una auscultación y una Oda a la obra dibujada de Ceniceros que desvelan el lazo entrañable de aquélla con la poesía. Leyva, desde su praxis de poeta y por lo tanto desde un (su) canto íntimo, se detiene en los puntos de convergencia entre el dibujo ceniceriense y el poema: el estremecimiento, la polisemia y el exilio del sentido; las fricciones entre lo deseable y lo realizable, entre lo imponente y lo minúsculo; el empeño en exhumar el silencio y liberar un silencio que habla. Que sea la línea del dibujar o la del versificar, ambas habitan, sobreentiende Leyva, una provincia que desafía y perfora la supuesta inmutabilidad de lo instalado, reinstalando la evidencia de nuestros sentidos en este intersticio enigmático de la ambigüedad. Tanto el dibujo ceniceriense como el poema se acercan a la sustancia secreta del ser y de la naturaleza y salvan lo perdido o lo invisible en una relación profunda y personal con el mundo.

Además, en este péndulo entre el sentido y sus vacilaciones, la luz y la oscuridad, la forma y la disformidad al cual responde el lápiz de Ceniceros trasluce, de manera oblicua y en la figura prolongada de la anamorfosis, la pluma de Leyva. Ésta se autorretrata silentemente en el retrato de Ceniceros porque la línea de sus poemas, probablemente, se reconoce en la línea de los dibujos del pintor duranguense; una línea cuya finalidad no sería un punto final sino su representación curvilínea; una línea que nos aseguraría que la meta de cualquier representación artística no es un frente a frente con lo presentado sino, al contrario, su desvío, su dislocación para sacar y atraer su penumbra. Leyva, finalmente, con su poesía a guisa de lentes y bajo el pulso analítico de Berger, le cuenta a Ceniceros que las travesías (o travesuras) y metamorfosis de sus dibujos son como la poesía, “un baile” que se ejecuta con el paso de la indecisión y se acompasa con “la sombra de lo que va a suceder” porque el arte, que sea imagen o palabra, no es más que una respuesta armoniosa a una discordante pregunta que no ha sido todavía planteada.

ÁSS

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