Un joven Gustave Flaubert denunció que “la felicidad es como la sífilis. Si la contraes demasiado pronto te echa a perder la constitución”, aunque este aciago silogismo, refieren sus estudiosos, tiene que ver con el amor no correspondido que Flaubert le profesó a Elisa Schlesinger, la mujer de un músico alemán que conoció en Trouville hacia 1836, pero no a consecuencia de saborear hasta el hartazgo la inmensa variedad de goces terrenales que, en verdad, pueden echarnos a perder la constitución.
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Contrario a la flaubertiana concepción venérea de la alegría, muchísimos años después, Mijaíl Bulgákov declara en voz del doctor Bomgard, personaje de Morfina: “Las personas inteligentes han observado desde hace tiempo que la felicidad es como la salud: cuando la tienes, no la percibes. Pero cuando pasan los años, cómo recuerdas la felicidad, ¡oh, cómo la recuerdas!”. Antípoda curiosa. Según el escritor francés, el júbilo semeja esa mortífera plaga que, hasta buena parte del siglo XX, sólo podía paliarse con el ungüento negro, en tanto que para el galeno y escritor nacido en Kiev, representa la integridad física, mental. Y es que, confinado en los fríos pabellones de un dispensario rural, resignado a recorrer la sección de cirugía, terapia, enfermedades infecciosas y obstetricia, y obligado a convivir con peritonitis, difterias, catarros, laringitis, hernias estranguladas, partos transversales y, por supuesto, con la erupción estrellada, Bulgákov aprendió que la felicidad es, digamos, equivalente a la convalecencia: durante la sanación sentimos, o creemos percibir, que el cuerpo hace una tregua con lo fatal. Pero volviendo al asunto. En los relatos de nieve, ventisca, enfermedad, agonía, soledad, desesperación y algo de aburrimiento, Bulgákov vertió sus experiencias no solo como observador de la dolencia orgánica y la inminente corrupción de la materia, sino como adicto al opiáceo capaz de sosegar cualquier tipo de dolor físico o espiritual. Tal es la razón por la que Serguéi Poliakov, su alter ego, anota al comienzo de la bitácora de viaje a las entrañas de la droga: “No puedo dejar de alabar a quien por primera vez extrajo la morfina de las cabecitas de las amapolas. Es un verdadero benefactor de la humanidad”, aunque luego habrá de retractarse, no por culpa o remordimiento sino porque la felicidad que le proveía el pinchazo era tan breve como un parpadeo, además de que lenta, gradualmente, se transformó en la metafórica sífilis que refirió Flaubert.
Pese a los extremos de sus dichos, Flaubert y Bulgákov tienen razón. La felicidad, si es que existe, no debe experimentarse demasiado pronto. El riesgo estriba en desear que la alegría sea el orden de una existencia destinada a la ansiedad o la congoja, más cercana a la melancolía que a la bienaventuranza. Quizá es por eso que los instantes de placidez pasan desapercibidos, solo se recuerdan al llevar a cabo el inventario de uno mismo en otros tiempos, otros lugares, lejanos desconsuelos: la retrospectiva de Bulgákov en Morfina le revela que lo más cerca que estuvo de la dicha fue durante su aislamiento juvenil en un recóndito hospital de pueblo. Entre las traqueotomías, las amputaciones, los tumores, los sangrados o el combate encarnizado con la ignorancia y necedad de sus pacientes, y más aún, entre esos viajes frenéticos al paraíso artificial que le echaron a perder la constitución, reconoce que nunca más volvió a sentirse tan contento.
Por su parte, Flaubert moderó su oscura certeza y aclaró: “Los tres requisitos indispensables para ser feliz son la estupidez, el egoísmo y la salud. Pero si falta la primera, no hay nada que hacer”. Lo malo es que si el individuo sano rara vez se regocija con la condición de su organismo, será imposible entonces que reconozca el auténtico tamaño de su estupidez.
AQ