Habitar

Viajar sola

Tras un obligado confinamiento, Liliana Chávez sale a recorrer los caminos de una húmeda reserva natural boscosa; y ahí advierte una señal de supervivencia.

Reserva Lade Braes Walk en Escocia. (Foto: Liliana Chávez)
Liliana Chávez
St. Andrews, Escocia /

“He aquí la regla de oro, el secreto del orden:

Tener un sitio para cada cosa

y tener

cada cosa en su sitio. Así arreglé mi casa”.

Rosario Castellanos, Economía doméstica


Advertencia: este texto ha sido escrito bajo los subestimados efectos del paracetamol. Cualquier inconsistencia identificada favor de culpar al covid.

Michelle Obama cuenta en Becoming, sus famosas memorias, el momento exacto en que empezó a escribir sobre su vida: fue el primer día que se quedó sola en su nueva casa, después de la gran mudanza familiar de la Casa Blanca, cuando pudo por fin experimentar el placer de hacerse su propia cena (un sándwich tostado de queso fundido) y comerlo sin prisa ni vigilancia en su patio mientras el aire frío del cercano invierno rozaba su piel.

Memorias de la Casa Blanca aparte, quise encontrarle algún simbolismo interesante al hecho de estar leyendo precisamente esta escena mientras desayunaba sola en el patio de mi nueva casa (obvio no un cheese toast, demasiadas calorías y Michelle no me ha pasado la receta). Lo cierto es que la coincidencia tenía una explicación más prosaica: después de creerme invencible porque había pasado por cuatro vacunas de todas las farmacéuticas disponibles, dos mudanzas internacionales y desplazamientos varios en trenes, aviones, autobuses, taxis, por primera vez me contagié de covid el viernes pasado.

Afortunadamente, me contagié en la época menos dramática del virus. Amanecí con dolor de garganta y empecé a estornudar cada vez con mayor frecuencia, pero no quería creerlo hasta que rocié un poco y luego mucho de mi Chanel en el brazo y no podía olerlo (vivo en Reino Unido, así que la prueba del sabor de la comida no es confiable). Me hice la prueba casera, esperé 15 minutos y ahí estaban las dos líneas rojas en el pequeño rectángulo de plástico blanco derivadas de los fluidos envirulados de mis fosas nasales. Era momento de seguir el protocolo del National Health Service, que ahora es tan flexible que cuesta creer que Reino Unido fue uno de los lugares con mayores restricciones durante la primera ola: quedarse en casa sin contacto con gente por cinco días, hacerse un nuevo test casero en los días 6 y 7, continuar vida normal. Pero, ¿es normal tener habitando en tu cuerpo un virus que hasta hace dos años era desconocido para la humanidad? Y en todo caso, ¿qué significa contagiarte en un momento en que ya no es noticia digna de sorpresa ni en tus círculos más cercanos? Si había llegado tarde a la experiencia global del siglo me quedaba el privilegio de elegir el estilo de cuarentena que quería experimentar y decidí que quería una discreta, sin anunciarla en mis redes sociales con bombo y platillo (las pantallas incrementaban mi dolor de cabeza así que no tendría energía para contestar todos los mensajes de aliento o pésame), aunque con pizcas de drama selectivo (como escribir esta columna o molestar constantemente a mi hermano médico-tuitero-influencer, @DrChavezDiaz, para pedirle recomendaciones personalizadas casi innecesarias por la poca gravedad de mi caso).

Las horas en que podía concentrar un poco la vista las perdí como naturalmente se espera en estas situaciones: viendo producciones basura de Netflix. Y entonces vi una película hindú sobre una mujer que no piensa dejar su carrera por un matrimonio arreglado, otra polaca sobre una mujer que deja su carrera porque se enamora de un hombre feo con hijo y una británica sobre una mujer que deja su trabajo en finanzas y a un hombre guapo y sin hijos por dedicarse a una nueva carrera operística. En realidad, en estos días tendría que haber estado releyendo a Rosario Castellanos para preparar una de mis futuras clases, pero el libro se quedó haciendo su propia cuarentena en mi oficina, así que sin pensarlo tanto me dediqué a leer el de la señora Obama. Desde que lo compré solo porque no dejaba de verlo en todo aparador neoyorquino prepandemia, siempre lo dejaba para después por aquello de la desconfianza natural de los literatos en los bestsellers. Sin embargo, aún no lo termino (porque el estado post-covid incluye el lento leer), y ya puedo atreverme a recomendarlo (no voy a dar las razones, porque el post-covid también incluye no ser muy racional y porque esta no es una columna de crítica literaria seria).

Camino empedrado de la reserva Lade Braes Walk en Escocia. (Foto: Liliana Chávez)

Como Michelle, también era la primera vez que yo pasaba tanto tiempo en esta casa que aún está en proceso de adaptarse a mí como yo a ella, después del ajetreo de la mudanza (claro, no de una mansión en Washington sino de un departamento en Berlín, pero estoy intentado que el efecto poético sea similar). Así que, y esto para no olvidar mi reencuentro pendiente con Castellanos, al tercer día de cuarentena me puse también a ordenar mi casa, tal como imaginé que Castellanos lo haría con la suya (aunque en su caso sería bajo los efectos del valium y no del paracetamol). El virus me habitaba como yo habitaba esta casa, y alguien tenía que mantener algún orden.

He vivido en edificios de departamentos desde que dejé la casa de mis padres hace más de quince años, por lo que es una experiencia nueva habitar una casa completa (incluyendo jardín delantero y trasero, y sus propios botes de basura para que ningún vecino se moleste con mi mala clasificación). El espacio que la rodea también es algo nuevo: hace apenas un mes pasé de habitar el barrio más hípster de Berlín, después de habitar su equivalente en CdMx, para aterrizar en un prístino suburbio de ventanas con vistas al bosque en amplias calles laberínticas y con jardines tan cuidados que a cada paso me hace pensar que alguna desperate housewife saldrá a saludarme con una canasta de homemade muffins.

Hasta ahora había pasado más tiempo tratando de adaptarme a mi espacio laboral que había prestado poca atención a mi nuevo hogar (el cual renté a la distancia, confiando solo en una visita virtual y fotografías como evidencia de que era real). Una vez pasados los dos primeros días de síntomas más graves, el autoencierro, inicié mi primer gran limpia de esta casa previamente habitada eligiendo los objetos olvidados por los otros que dejaría que cohabitaran conmigo, al menos por un tiempo: una taza con cara sonriente impresa, un florero estilizado de cristal, exóticos manteles, portavasos de diseños disímiles, algunos platos y copas sin personalidad memorable, pero bastante útiles por ahora, mientras lleno alacenas y estantes de nuevos objetos que crearán historias propias. Lo sé porque yo también he tenido que dejar objetos en los lugares que habité: no necesariamente todo lo que dejamos es lo menos valioso, a veces son objetos que de tan queridos no soportamos ya su peso, y otras veces simplemente no hay lugar para ellos en las maletas.

Mientras espero a que se haga el café en mi pequeña Bialetti (uno de los objetos que no pude dejar), busco una taza de las muchas olvidadas y pienso en quién estará usando mi pesada vajilla de peltre azul, mis múltiples prensas francesas que no he podido cargar por miedo a que se quiebren, la ropa impregnada de recuerdos que dejé en una caja afuera de mi edificio berlinés, el antiguo espejo de cuerpo entero con marco de flores doradas (que por cierto dejé con una amiga que a su vez dejó con un novio que ahora es su ex); quién contemplará la bugambilia que no terminé de ver crecer o quién regará la nochebuena o los cactus que he tenido que dar dolorosamente en adopción tantas veces mientras aquí observo las butterfly bush (literal, arbustos de las mariposas) de mi color favorito, que alguien plantó alguna vez sin saber que yo (y las mariposas) las disfrutaría.

Creo que lo que más hice durante mi cuarentena fue observar. Observé tan de cerca a las mariposas posarse en las flores de mi patio que me sentía testig@ morbosa de un evento íntimo, tan íntimo como el momento en que la vecina al otro lado de nuestra cerca de madera regaba, cantaba y hablaba con sus propias plantas (a las cuales podía observar desde la ventana del segundo piso de mi casa). Habité tanto mi patio en estos días que empecé a imaginar (que es otra forma de observar) un jardín propio, uno que compitiera en belleza, diseño y excentricidad con los de los vecinos. Evidentemente influida por otra de mis lecturas recientes, la novela de Cristian Alarcón, El tercer paraíso, decidí con mucha determinación que al terminar mi cuarentena empezaría a elegir flores y plantas, buscaría semillas y fertilizantes, compraría mi kit de jardiner@ y pondría manos en la tierra.

Pero llega el día cinco, el de mi liberación, y solo quiero salir de casa. Camino (aún no tengo fuerzas para correr como antes) por una reserva natural boscosa, el Lade Braes walk, que inicia en mi barrio, pasa por el exuberante jardín botánico y termina en el centro del pueblo. Me siento en mi banca favorita, escucho a las aves y el fluir del agua del río, el viento helado roza mi piel, el olor a humedad anuncia lluvia. Ya no es verano y la gente no sonríe como cuando había sol, pero entre los paseantes intercambiamos un alegre “morning!” y para mí eso es señal suficiente de que todos los que podemos salir a recorrer este camino somos sobrevivientes.

AQ

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