El nuestro es, en el fondo, un mundo infame.
Hans Christian Andersen
Sentí mi primer quebranto al corazón cuando leí el cuento “La pequeña vendedora de fósforos” de Hans Christian Andersen. Tendría entonces alrededor de unos 6 años y no olvido esa terrible opresión dentro de mi pecho, ni cómo se acrecentaba conforme leía sobre esa pobre niña congelándose, fósforo tras fósforo, hasta morir. Aquella terrible historia aún sigue en mí, como la imborrable cicatriz que permanece en la palma de mi mano derecha.
Mucho tiempo después aprendí que experimentar opresiones en el pecho o percibir que el corazón parece quebrarse, corresponde a ciertos males cardiacos o pulmonares, pero también a situaciones de profunda angustia; y que leer un texto bien escrito, ya sea un poema o alguna narración, posee el don de reanimarnos el espíritu o apretarnos el corazón. Incluso tiene la mágica capacidad de estar leyendo durante un caluroso verano y comenzar a sentir frío si la trama leída ocurre en ambientes de gélido invierno.
Este pavoroso cuento, como otros tantos más de este escritor danés, lo leí en un libro titulado Cuentos de hadas de Andersen y que aún conservo, o más bien lo poco que logró sobrevivir después de pasar por los imprudentes maltratos que le dieron un par de chiquillos, mi hermana y yo. En realidad, solo quedan dos secciones de páginas, en papel grueso y tamaño carta: la primera parte, y por fortuna, va de la hoja de portada hasta la página 14; y la segunda sección, desde la página 65 hasta la 176. Carece de las pastas, debieron perderse en alguna de las tantas mudanzas que mi familia realizó. Y los dibujos que van acompañando cada cuento, realizados por Freixas según se menciona en la portada, están pintarrajeados de colores por obra de mi hermana o por mí, o por ambos. El libro lo publicó la Editorial Molino, que tenía dos lugares para edición e impresión: Buenos Aires y Barcelona. Este libro que tengo fue impreso en Argentina y es una tercera edición, fechada en enero de 1941. El libro lo compró mi abuela Carmen y fue un regaló para mi madre, que debió recibirlo cuando era una niña de unos 6 años, o un poco más tal vez, porque ella nació en el año de 1935. Y hago estas conclusiones, porque en la portada aparece, con hermosa letra cursiva, esta breve dedicatoria: “A mi queridísima hija Miryam. Carmen”.
Con los años y en tantas lecturas, me fui enterando que Hans Christian Andersen fue hijo único, que su padre era zapatero remendón y que este cuento de “La pequeña cerillera” se lo dedicó a la memoria de su madre, Ana María Andersdather, una lavandera muy pobre y alcohólica. Que desde muy pequeño él sufrió hambres tremendas y debió mendigar por las calles. Que tan pronto logró aprender a escribir y a leer consiguió fugarse de sus tristezas y desgracias imaginando fantasías con todas las obras que podía conseguir y leer. Que su carácter entusiasta y bondadoso le proporcionó buenos amigos en niveles sociales altos, quienes le ayudaron mucho en la vida. Incluso, gracias a ellos pudo ingresar a la universidad que entonces era privilegio para unos pocos. Y que Andersen se procuró siempre la esperanza desde sus propias desesperanzas.
Desde 1827, con su primer poema publicado, “El niño moribundo”, Hans Christian Andersen obtuvo el éxito que lo llevó a estar entre los personajes más populares de Europa y a convertirse en un escritor demasiado prolífico, en casi todos los géneros: la poesía, el teatro, la novela, los libros de viajes y sobre todo los cuentos. Cuentos llamados entonces de hadas, que han sido suavizados y censurados en múltiples publicaciones o películas para un sector infantil. Y es que la aparente inocencia y ternura de algunos de sus cuentos es sólo una piel de oveja que encubre a un lobo cruel, que surge en cualquier momento de la lectura para devorarnos el corazón.
Y es que la imaginación de Andersen se fue haciendo con el tiempo oscura, amarga, siniestra, para escribir aquellos cuentos terribles, donde los personajes sufren y mueren por sus destinos trágicos y sin posibles finales alentadores o felices. Todo esto fue consecuencia de sus tristezas o desolación por sus propios fracasos sentimentales y las decepciones amorosas que sufrió, a veces con mujeres inalcanzables, otras con bailarines o jóvenes aristócratas.
Dentro de los cuentos de Hans Christian Andersen merodean criaturas malignas, bandidos, sombras asesinas, demonios, brujas, verdugos, seres andróginos y raptoras de niños. Y las historias provocan sensaciones siniestras, peligros latentes, angustias, pesares y el constante acecho de la muerte. Como ocurre en este pasaje del cuento “La reina de las nieves”: “La hija de los bandidos pasó un brazo en torno al cuello de Gerda, y, con el cuchillo en la otra mano, se puso a dormir y a roncar. Gerda, en cambio, no podía ni cerrar los ojos, pues no sabía si seguiría viva o si debía morir”. O en el cuento “El elfo del rosal”: “Acercóse entonces otro hombre, sombrío y colérico; era el perverso hermano de la doncella. Sacando un afilado cuchillo de grandes dimensiones, lo clavó en el pecho del enamorado mientras éste besaba la rosa. Luego le cortó la cabeza y la enterró, junto con el cuerpo, en la tierra blanda del pie del tilo”. Y en el cuento “Las zapatillas rojas”: “Le explicó todo lo ocurrido, y el verdugo le cortó los pies con los zapatos, pero éstos siguieron bailando, con los piececitos dentro, y se alejaron hasta perderse en las profundidades del bosque”.
El escritor y prestigioso crítico literario Harold Bloom llegó a escribir: “Andersen fue un cuentacuentos visionario, pero su reino de hadas era maligno”. Yo agregaría que logra quebrantar los corazones de sus lectores.
Texto tomado del libro 'Marca de fuego. Experiencias de escritores en torno a la lectura' (Universidad de Guadalajara, 2022), coordinado por Jorge Souza Jauffred y Godofredo Olivares. Publicado con autorización de sus editores.
AQ