Detrás del silencio literario de Harper Lee

Literatura

¿Por qué la autora de Matar a un ruiseñor, fallecida hace un lustro, no volvió a escribir?

Harper Lee, 1926-2016. (IMDb)
Víctor Núñez Jaime
Ciudad de México /

Diecisiete años después de haberse publicado su exitosísima novela Matar a un ruiseñor, Harper Lee llegó a Alexander City (Alabama) dispuesta a investigar el caso de un sacerdote vudú asesino, para luego ponerse a escribir el que iba a ser su segundo libro. Con las ventas de una sola novela (y su adaptación al cine y al teatro y a la radio) se había hecho multimillonaria y famosa, pero también se sentía abrumada por el temor de no estar “a la altura” de las expectativas de la crítica y del público. Por eso tardó tanto en elegir una nueva historia.

Nelle Harper Lee había nacido en otra localidad de ese estado sureño llamada Monroeville (“una villa más bien aburrida”) y, desde la infancia hasta la vejez, se consideró una persona “rara”. De pequeña solía apartarse de los demás y tratar de inmiscuirse en el mundillo jurídico de su padre y de mayor fumaba en exceso, le gustaba jugar al futbol con los niños y dormía con pijama de hombre. Su padre fue abogado y dueño del periódico de su pueblo y su cómplice de travesuras (y de todo lo demás) era un pequeño extravagante, rubio y de ojos azules. Todos le decían “el señorito Truman Capote”.

Cuando llegó el momento de elegir carrera, Lee se apuntó a la Facultad de Derecho de la Universidad de Alabama sólo para tener “la disciplina que necesita todo escritor”. Pronto le dieron una beca de intercambio en la Universidad de Oxford y ahí coincidió con su amigo Truman, que andaba de viaje por Europa y, cómo no, hizo una escala para ver a su entrañable amiga. Para entonces, Capote ya estaba enfilado a convertirse en una celebridad internacional y vivía de lo que escribía. Harper Lee, en cambio, se limitaba a estudiar.

A los 23 años se fue a vivir a Manhattan y encadenó varios empleos en agencias de viajes. Quería escribir pero, entre su arraigado perfeccionismo y su constante desesperación, pasaban los días sin armar un buen texto. Truman, mientras tanto, se consolidaba como escritor y sus otros amigos formaban familias y conseguían trabajos estables y ella, en cambio, vivía atrapada en la precariedad.

En el otoño de 1956, por fin, se animó a ir a una agencia literaria que le recomendaron. Llegó con un puñado de relatos bajo el brazo, pero de inmediato le dijeron que en el mercado editorial era más fácil vender novelas que cuentos. Después de una lectura “en diagonal” de sus textos, también le sugirieron que continuara escribiendo sobre “esa gente” de su pueblo que conocía bien.

Se acercaba la Navidad de aquel año y su amigo Michael Brown la invitó a pasar la Nochebuena con su esposa e hijos. Harper Lee aceptó, compró unos juguetes para los niños y un cuadro de un clérigo inglés para la pareja anfitriona. Pero el regaló que esta familia decidió darle a su invitada fue la gran sorpresa de esa fecha tan señalada: un cheque con una nota que decía “tienes un año para vivir sin trabajar y poder escribir lo que te apetezca”. Ella, claro, aprovechó el mecenazgo, renunció a su trabajo y se dispuso a escribir.

En cuestión de semanas logró tener unas 50 páginas, las primeras de una novela sobre un pueblecito sureño y un abogado que luego titularía con un fragmento del profeta Isaías: Ven y pon un centinela. En siete años no había escrito casi nada, pero en dos meses se convirtió en una escritora superproductiva. Llevó la novela a la Agencia Literaria de Maurice Crain y el agente fue sincero y directo: “esto es una serie de anécdotas más que una historia concebida de forma global, pero puliéndola un poco se puede vender”. Diez meses después de recibir la ayuda económica de su amigo, y con la habilidad de su agente, Harper Lee consiguió una editorial interesada en su novela.

Tay Hohoff, al frente del sello literario que llevaba su apellido, le dijo que desde su punto de vista Ven y pon un centinela contenía dos libros. “Los une un análisis del racismo sureño. Pero primero céntrate en el punto de vista de la niña y luego en el de mujer adulta”. Después de hacer caso a otras observaciones, la escritora se dio cuenta de que, en efecto, tenía dos libros y optó por intentar “convertir a los lectores a la causa de la justicia racial a través de la pérdida de la inocencia de una niña y no a través de la voz desilusionada de una hija adulta”. Por eso guardarían buena parte del trabajo anterior y la versión trabajada se publicaría bajo el título Matar a un ruiseñor (muchos años después, en 2015, ya se sabe, se publicaría Ven y pon un centinela).

Era noviembre de 1959, el libro sería enviado a la imprenta y ella se tomaría un descanso. En eso estaba cuando su amigo Truman Capote le dijo que necesitaba ayuda. En un pueblo de Kansas habían matado a una familia en su propia casa y él quería escribir para The New Yorker un ambicioso texto que incluyera la descripción del crimen, el retrato de las víctimas y el perfil del pueblo entero. Pero para esa enorme tarea necesitaba una “investigadora adjunta” que le echara la mano para recabar el material: “¿quién mejor que tú, querida?” Harper Lee aceptó viajar con él a Kansas.

Fue una vuelta a la infancia. De nuevo los dos amigos fueron cómplices, pero ahora ella tenía que allanarle el camino a él pues, con su “voz rara y modo de vestir estrafalario”, eran pocos los que querían hablar con Capote. Así que ella tenía que encargarse de romper el hielo. “Lee era casi una cámara de video humana: tenía un oído excelente para los diálogos y buena memoria visual para escenas y escenarios. Lee se preocupó de anotar cómo vestían las personas, cómo colocaban las manos o qué ponían en la televisión que sonaba de fondo, y también era Lee quien dibujaba esquemas, hacía listas, seguía itinerarios y construía cronologías a partir de múltiples fuentes”, cuenta la periodista Casey Cep en Fourious Hours: Murder, Fraud and the Last Trail of Harper Lee (Penguin Random House), una magistral y detallada investigación sobre el caso del libro que la célebre autora no llegó a escribir.

El día que Capote y Lee consideraron que ya tenían material suficiente para el reportaje y era hora de volver a Nueva York, la policía les avisó que habían detenido a los asesinos de la familia Clutter en Las Vegas. Entonces Capote asumió que también tendrían que contar la historia de ellos y decidió prolongar la estancia en Kansas para entrevistarlos (y semanas después hacer otro viaje, para asistir al juicio). La historia ya no sería un solo reportaje sino una serie para la revista y luego un libro, pues el escritor había llamado a su editor en Random House para proponerle publicar “el libro que revolucionaría la literatura de no ficción”. Con todo el material que recogió, Harper Lee mecanografió 150 páginas y se las entregó a su amigo (casi 20 años después, esa experiencia sería fundamental para concebir un nuevo proyecto de escritura).

Matar a un ruiseñor se publicó en julio de 1960 y al instante fue un éxito de ventas. Dos años después, la oscarizada película del libro, protagonizada por Gregory Peck, disparó sus regalías. Y también sus impuestos. Y, bueno, también la envidia de Truman Capote, que llevaba con retraso su A sangre fría pues, al ser un relato verdadero, tuvo que esperar a que se resolvieran todos los recursos judiciales presentados por los asesinos de los Clutter y su desenlace (la ejecución de ambos).

Harper Lee había asistido a algunas firmas de libros y había dado algunas entrevistas, pero estar bajo los reflectores no era de su agrado. Así que en 1964, cuando ella tenía 37 años y su libro cuatro, decidió guardar silencio. Durante medio siglo, si les preguntaban por ella, tanto su hermana como su agente, decían: “está trabajando en su segunda novela”. Pero la novela nunca se materializaba. Harper Lee, en realidad, estaba encerrada en sí misma o borracha o desesperada o todo a la vez.

A partir de la publicación de A sangre Fría, los amigos sureños que habían sido inseparables durante la infancia empezaron a distanciarse. Pero, según la periodista Casey Cep, “lo que hizo Capote con A sangre Fría suscitó recelos en Lee y puso en peligro su amistad, pero también le planteó un reto: ¿podría ella hacer el tipo de reportajes anticuados y puntillosos que admiraba y tendrían estos tanto éxito como los relatos de sucesos tergiversados que escribían sus contemporáneos (como el propio Capote, Mailer, Talese, Didion)? Las historias que éstos hacían tenían sus cimientos en el periodismo, pero introducían especulación psicológica, exploración sociológica, declaraciones políticos o incluso diálogos inventados”.

Lo cierto es que Harper Lee tenía un caso en donde los prejuicios de la sociedad se filtraban en el sistema de justicia penal estadounidense y en el que los únicos personajes blancos eran los abogados y los policías: a lo largo de siete años, seis personas del entorno del reverendo Willie Maxwell murieron en circunstancias sospechosas y hasta sobrenaturales, al tiempo que él se encargaba de cobrar los respectivos seguros de vida. El familiar de una de las víctimas “ató cabos” y, para vengarse, decidió matarlo. ¿Lee sería capaz de recabar el material suficiente y, sobre todo, sería capaz de ordenarlo, estructurarlo y sentarse a escribir la historia completa?

La escritora llegó al lugar de los hechos, Alexander City, y procuró no hacerse notar para “observar sin ser observada”. No pudo entrar al juicio con su grabadora, pero convenció a la taquígrafa de que le vendiera una copia de la transcripción. Durante casi un año, consiguió documentos, leyó todo lo que pudo sobre el vudú (la creencia del populacho decía que, además de comunicar la palabra de Dios, el reverendo practicaba ese tipo de magia) y habló con la gente que conocía a los involucrados en el caso, pero… al final sólo acumuló “rumores, fantasías, ilusiones, conjeturas y mentiras descaradas”. O sea: justo lo que no necesitaba para escribir un relato de no ficción. Además, claro, le hacía falta disciplina y a ella le gustaba acostarse tarde, ponerse a escribir un poco después del mediodía, tomarse un descanso para la cena y luego hacer sobremesa bebiendo o leyendo. Y luego estaba la presión.

En una de sus cartas al actor Gregory Peck, citada en la investigación de Casey Cep, contó que mientras escribía su primera novela “no había nadie pendiente. Ahora, en cambio, es como si tuviera a toda la gente echándome el aliento en el cogote, y me niego a darle el visto bueno a lo que hago hasta que alcance un cierto nivel de excelencia. A esto hay que agregarle que mi agente quiere sangre y autopsias a tutiplén, mi editor quiere otro éxito de ventas y yo quiero tener la conciencia tranquila y no defraudar a los lectores”.

Para evitar toda esa zozobra, Harper Lee fumaba y bebía. Whisky o vodka. Encerrada en su casa. Y así, a lo largo de los años, su misterioso mutismo literario se convirtió en leyenda: ¿Estaba escribiendo o no? ¿Qué? ¿Por qué? ¿Acaso seguía viva la famosa autora? Pese a serios intentos, entre la depresión y el agobio, nunca logró escribir la historia del reverendo Maxwell. Aislada, Lee despreció la biografía no autorizada que hicieron sobre ella, aceptó ir a la Casa Blanca para recibir la Medalla de la Libertad de manos del presidente George W. Bush y dicen que le gustó ser un personaje cinematográfico interpretado por Catherine Kener en Capote y por Sandra Bullock en Infamous. Llegó el momento, después de un serio derrame cerebral, en que dejó Nueva York para irse a vivir con su hermana mayor y, cuando ésta se murió, se fue a un asilo para ancianos cerca de su pueblo natal. Ahí falleció, a los 89 años, el 19 de febrero de 2016. Hace ahora un lustro.

AQ

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