La filósofa austriaca Helene von Druskowitz (1856-1918) escribía que “la sociedad necesita de una cierta madurez espiritual para comprender al genio, pero, a su vez, sólo el genio puede dar dicha madurez a la sociedad”. Quizá esa sea la razón de que el genio llegue la mayor de las veces demasiado temprano a una sociedad que aún no está lista para comprenderlo, sacrificando así un poco de su salud mental y su integridad individual para heredar una obra póstuma que contribuya a construir un terruño más abierto y tolerante para los inquilinos de la patria humana.
Interesante y abundante material ha dado el genio a la obscenidad y el morbo voyerista de la narrativa psicoanalítica y psiquiátrica. Sobre la relación entre locura y creatividad se erigen edificios conceptuales y un montón de reflexiones nacidas a partir de ese espanto social que provocan los seres inadaptados, pero que al mismo tiempo son demasiado libres, brillantes y fuera de serie como para dejar de hablar de ellos y sus contribuciones. Sobre genio y locura se ha escrito demasiado, pero las historias al respecto, al igual que la larga trama de la filosofía, han sido sobre todo ficciones alucinantes de hombres, como para dejarle un poco de espacio o reconocimiento a la “locura” femenina.
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Alguna vez leí de palabras de un filósofo que, así como Heidegger ha hablado del olvido del ser en la filosofía, también la filosofía habría darse de cuenta de la omisión de la mujer dentro de la filosofía. Hay entonces no sólo un olvido del ser, sino también de esa parte femenina, de esa voz “dulce” que aún hoy en día toma formas “misteriosas” y “excéntricas”, produciendo un “espanto”, o mejor dicho, un terror académico y no académico, un miedo que recorre no sólo a hombres sino también a mujeres. El terror de ver al fin una figura igual de poderosa que la de cualquier filósofo, una que se erija más alto que cualquiera de ellos: una mente vestida de mujer.
Este es el caso de Helene von Druskowitz, la segunda mujer en la historia con título de doctora en filosofía, y quien recientemente ha sido publicada al español por la editorial Taugenit. Helene logró también ser profesora de varias universidades europeas, pasando por Zúrich, Basilea, Múnich y Viena. Contemporánea, amiga y después acérrima crítica de Friedrich Nietzsche. La filósofa era una pensadora radical, demasiado libre y “dramática” para haber sido tomada más en serio por algunos recopiladores, comentadores, y académicos de filosofía.
Helene criticaba de Nietzsche su idea de “Superhombre” por ser demasiado denigrante para el humano común. Una ambición demasiado utópica la de plantear el tránsito entre los últimos hombres hacia el “espíritu libre” del Übermensch. Una que definitivamente transgredía la libertad de ser del individuo, imponiéndole una meta fija, la de superarse a sí mismo sin explicar cómo era posible lograrlo. Escribe Helene:
“Aunque el hombre ha de efectuar el tránsito a un orden superior, es un pensamiento feo e indigno pensarlo respecto de este orden en una relación igual a la del mono respecto del hombre. ¡Qué exigencia! ¡Que el hombre, según esto, haya de tender a producir un tipo superior, ante el cual él será solamente ‘una irrisión o una vergüenza dolorosa’! ¿Y qué decir de la pretensión de que el hombre hasta ahora no ha producido nada por encima de sí?”.
Pero la filósofa no deja de reconocer en la filosofía de Nietzsche un “asombroso valor literario”, vale la pena reconocerlo, ¡es lo peor que le puedes decir a un filósofo! Ese Humano demasiado humano, sí que era para Helene “un espíritu artístico, un poeta, por lo que concierne al sentimiento, refinamiento, fuerza intuitiva y belleza armónica del discurso; y como estilista pocos podrían competir con él”. Elogios no tan elogiosos para el megalómano creador del Zaratustra, quien, tomándolo de la peor manera, no dudaría en referirse a ella como “La pequeña tontuela literaria Druscowicz”. Después, por supuesto, de también haber perdido la esperanza de tenerla como su discípula, o como su fiel alabadora —situación aún muy deseada entre muchas de las mentes masculinas frente a un gran número de mujeres.
Pero esta “tontuela literaria”, no solo escribió una serie de críticas a la filosofía nietzscheana, sino también reflexiones sobre la religión, el materialismo, la ética y por supuesto, un feminismo transgresor que sugería el empoderamiento femenino desde el alejamiento de los ideales impuestos a las mujeres de la época. Helene aconsejaba terminar con el mito del matrimonio, de la reproducción, de la maternidad, y tomar distancia frente al propio deseo sexual, porque como ella consideraba, este solo estaba destinado para el goce masculino.
Druskowitz es también la representante más importante del pesimismo filosófico moderno, mismo que había estado siempre expuesto por hombres, y fundado por aquel filósofo misógino —que a veces pareciera ser el otro polo del pesimismo feminista de Helene—, Arthur Schopenhauer.
¿Por qué es este el peor de los mundos posibles? La filósofa contesta que lo es por el solo hecho de que el mundo haya iniciado mundo a partir de la existencia de dos especies: la masculina y la femenina. Esta última es de naturaleza intelectual, y la representación más pura del origen del cosmos, pero ha sido sometida y disminuida en voluntad por ese individuo tosco, de naturaleza perversa, prisionero de sus deseos sexuales y por lo tanto, de naturaleza anti intelectual: el individuo masculino.
De tal manera, la única salida de este pessimus mundus no es otra más que, logrado al fin el alejamiento entre ambos sexos —entre ambas especies humanas—, solo quedaría la extinción de la humanidad, y solo así la mujer podría, de una vez por todas, quedar liberada de la maldición de esos hombres que, para aprisionarlas, tuvieron que crear instituciones, leyes, ciencias y religiones desde el inicio de los tiempos. Por eso Helen, en contraste con la obra masculina cree que solo “la sabiduría de la mujer es ética y pesimista (ethisch und pessimistisch) en relación con el engranaje universal, y una vez liberada de todo roce deshonesto remite el propio sexo, con profunda sensatez, a la extinción (dem Aussterben)”.
Así emprendía Helene su propia guerra contra una sociedad demasiado inmadura que no logró entenderla, y que prefirió enterrar sus palabras en el último cajón de la biblioteca más recóndita de Alemania, y ahogar sus ideas en un hospital psiquiátrico por décadas. Mientras la filósofa no dejaría de “gritar”, con la única manera que tenía de ser libre, escribiendo filosofía desde aquel manicomio: “Emprended una lucha sagrada (heiligen Kampf) contra el mundo masculino, para recuperar la honra y la libertad que habéis perdido, y probad así que os parece preferible el fin de vuestro sexo a su pervivencia en el pecado y en la vergüenza la debilidad del espíritu y en el completo embotamiento de los sentidos y del gusto”.
Quizá Helene sí perdió la batalla, pero su lucha no fue contra la locura, sino ante eso —que ella misma llamaba— el “crimen social perpetrado contra ella”. El crimen no sólo de encerrarla en un psiquiátrico ante la incomprensión de sus ideas y su moral, sino también del silencio frente a su obra de sus contemporáneos y futuros. El mismo crimen que sigue consignando a muchas filósofas y pensadoras al olvido, un crimen al que aún hay que ganarle la guerra.
ÁSS