El 15 de enero de 2022, el volcán submarino Hunga-Tonga Hunga Ha’apai, cerca de Tonga, en el Pacífico Sur, hizo erupción y desató un poderoso tsunami; grandes olas embistieron a la isla de Tonga, cuya capital, Nuku’alofa, está a 65 kilómetros del volcán. La noticia quizá me habría resultado ajena, muy lejana; quizá no habría escuchado hablar sobre Tonga o me habría enterado de su existencia como se enteró la audiencia mundial de los Juegos Olímpicos Tokio 2020 al ver a Pita Taufatofua, el atleta abanderado de Tonga, quien causó furor en la ceremonia de inauguración por su cuerpo atlético, su brillante torso desnudo ungido con aceite de coco, como se acostumbra en la cultura tongana, vestido con un taobala, faldón hecho de corteza del árbol kiekie, una costosa prenda típica de la isla.
Sin embargo, la noticia de la catástrofe natural y el video satelital de la erupción del volcán me dejaron helada. Supe de la existencia del conjunto de islas polinesias que conforman Tonga antes de ver al famoso atleta en la televisión, pues mi hermana Elisa vivía y trabajaba en Tongatapu, la isla principal de Tonga.
Tras enterarme de la gran explosión del Hunga-Tonga Hunga Ha’apai intenté comunicarme con Elisa, pero la llamada no entró; tampoco recibió mis mensajes de WhatsApp. Comprendí entonces que el asunto era serio. Al pensar que podría estar muerta, sentí que se nublaba mi existencia.
Elisa y su amigo y colega David Santillán, biólogos, especializados en buceo, habían viajado a Tonga tras recibir una oferta de trabajo que consistía en la reproducción y conservación del arrecife de coral. La vida de mi hermana al otro lado del mundo me resultaba una aventura fascinante. Yo tenía muchas preguntas sobre Tonga: deseaba conocerla, al menos de forma virtual.
Elisa me enviaba fotografías y videos y así fue como descubrí un archipiélago, una isla, el último reino de la Polinesia, una cultura y un idioma, de los cuales no sabía nada, y eso era maravilloso. Mi hermana me mostró los majestuosos corales en tonos pastel, almejas de color dorado y azul brillante. Me contó que los buzos tonganos son muy aguerridos, en especial Molo, un popular buzo que podía permanecer bajo el agua, a unos 30 metros de profundidad, durante 45 minutos, con un solo tanque (bucear en esas condiciones puede representar un peligro mortal). Me habló de sus viajes a otras islas cercanas, de que alguna vez vio a la reina de Tonga, de que es fácil ver a los reyes, a quienes, no obstante, las personas deben dirigirse empleando una especie de lengua tongana culta que se aprende en la infancia. Me platicó sobre su convivencia con familias tonganas y de su sentido de la hospitalidad; sobre la precariedad de los servicios de salud y de la labor de los dentistas, que se reduce a colocar incrustaciones de oro fundido en los dientes frontales como símbolo de riqueza y poder o a extraer piezas dañadas. Me habló de los perros hambrientos y olvidados que deambulan por las calles, pues no son considerados animales de compañía y la gente come su carne (si un perro muerde a una persona, el dueño del animal debe auxiliar al herido, sacrificar al perro y cocinarlo en el humu tangata, el mismo método tradicional de cocción que se utiliza en México, que consiste en hacer un horno excavando un pozo en el suelo). Me contó de una pequeña isla que pertenece a dos personas.
Aprendí que la moneda del Reino de Tonga es el pa’anga, que equivale a diez pesos mexicanos. Conocí algunas palabras y expresiones en idioma tongano como palangui (extranjero), malo ‘aupito (muchas gracias), toko (amigo), ofa atu (te amo). Vi espectáculos de música tradicional y supe que a los tonganos les gusta el idioma español, especialmente por las canciones de Selena y el reguetón, y que hay reguetón tongano y que la canción de moda es “Ue'i Ho Sino” de DJ Noiz, y que si un tongano te da un codazo significa que le gustas.
La isla sin pandemia
La estancia de mi hermana y su compañero en Tongatapu se complicó cuando terminó su contrato de trabajo por un año. A raíz de la pandemia de covid-19, la isla cerró sus fronteras y su aeropuerto. Los cargamentos con mercancía destinada para su venta debían permanecer un mes en cuarentena dentro de los barcos suspendidos en el océano antes de ingresar a la isla. Gracias a las estrictas medidas, hasta antes del tsunami, en Tonga no hubo un solo caso de covid-19. Así que en ese momento la movilidad en Tongatapu era mínima. Pese a que lo intentaron, Elisa y David no pudieron regresar a México. Pasaron un año más aislados del mundo pandémico.
Los ciudadanos y residentes de las islas pudieron seguir con su vida normal sin protocolos de sanidad. En Tongatapu, la gente, en especial los niños y los enamorados, suelen pasar sus ratos libres en el Muelle Americano de Nuku’alofa. A la hora de la comida es común ver a los trabajadores en los pequeños locales chinos comiendo pollo frito con manioque cocido, raíz comestible que también se consume en México. Ya que hay una importante comunidad de migrantes chinos, la isla está repleta de pequeños restaurantes y tiendas que venden un poco de todo, aun Pulparindos y Pelones, jabón Roma y Zote, y telas para que las tonganas confeccionen sus puletaha, vestidos que usan para los funerales y los días de fiesta. No hay cines, tampoco plazas comerciales ni grandes supermercados. Los viernes a las cinco de la tarde, después del trabajo, la gente se reúne a beber cerveza en los bares del centro de la ciudad.
En Tonga, me cuenta mi hermana, hay cervezas locales como la Maui (en honor al héroe y semidiós de la mitología polinesia), Tangaloa y Tiki. Después de las cinco de la tarde la isla descansa, con excepción de las tiendas de chinos, cuya larga jornada de trabajo se prolonga hasta las diez de la noche. Los domingos son para ir a la iglesia y reunirse con la familia, pues trabajar en ese día es un delito que se paga con cárcel. Merece la pena destacar que la prisión en Tonga es una casa en medio de las plantaciones y que los presos que cometieron delitos menores pueden salir el séptimo día de la semana para ir a la iglesia y visitar a sus familias.
La alerta de tsunami no sonó
Elisa y David gozaban de la vida tranquila en la isla hasta que el viernes 14 de enero ocurrió un primer tsunami, del que se enteraron gracias al reporte meteorológico en la página oficial de Tonga. Los habitantes pensaron que lo peor ya había pasado, pero la verdadera catástrofe ocurrió al día siguiente. El sábado 15, alrededor de las 17:00 horas, tiempo de Tonga, la erupción del volcán submarino y el posterior tsunami tomaron por sorpresa a los habitantes de las islas polinesias. Mi hermana y su colega me contaron que, pese a que Japón había colocado un sistema de alerta de tsunami en Tongatapu, la alerta no sonó por falta de mantenimiento.
El oído humano resiente el cambio súbito de presión antes de una erupción. Elisa y David escucharon crujir la tierra (el sonido de la explosión fue registrado hasta a mil kilómetros de distancia), y pudieron ver el desplazamiento de la onda de choque y sentirla en su propio cuerpo como si se tratara de un ligero empujón. Entraron de inmediato a su casa por sus documentos y sus dos perros y condujeron hasta el aeropuerto, la zona más alta y más segura de la isla.
Por desgracia, no todos los habitantes de Tonga pudieron salvarse. Uno de los casos más tristes fue el de Angela, una inglesa de 50 años. El mar invadió su casa de forma abrupta. Su esposo salió expulsado por la ventana, pero ella quedó atrapada dentro de su casa inundada, mientras intentaba salvar a sus mascotas. Angela era una mujer excepcional y su labor altruista era fundamental para la isla. Formaba parte de una sociedad protectora de animales y se encargaba de alimentar a los perros desamparados, de buscarles un hogar, los curaba cuando se encontraban enfermos o heridos, una tarea que resulta muy dura en un país en el que no existe la atención médica canina.
Algunos habitantes de la isla Atatā fueron arrastrados por el tsunami; tuvieron que nadar hasta Tongatapu para salvarse de la catástrofe. Uno de los sobrevivientes de Atatā fue Lisala Folau, conocido como el Aquaman de la vida real, quien, según su propio testimonio, logró nadar 7.5 kilómetros durante 27 horas. En ese momento, contó, “Lo que me vino a la mente es que en el mar hay vida y muerte. Una vez que llegas a la orilla, sabes si estás vivo o muerto”. Días después del tsunami, Tonga reportó tres muertes aunque, según me contó Elisa, no había una lista oficial de personas fallecidas.
Al día siguiente de la erupción volcánica y del tsunami que sacudió a las islas (sábado 15 por la noche, hora de México, domingo por la mañana en Tonga), Elisa pudo comunicarse con nuestra madre a través de un teléfono satelital que le facilitó la embajada británica. Era la única manera de establecer contacto pues el cable submarino de telefonía e internet que conecta a Tonga desde Fiyi quedó totalmente destruido. A partir de ese momento, mi familia y la de David nos pusimos en contacto con la embajada de México en Nueva Zelanda (en Tonga no hay representación consular mexicana) y con los medios de comunicación. Queríamos dar a conocer la noticia de nuestros familiares en Tongatapu. Además, yo deseaba hacerle llegar la noticia a la Secretaría de Relaciones Exteriores para que nos ayudara a que Elisa y David regresaran a México.
Mientras manteníamos el contacto con la embajada, las comunicaciones comenzaron a restablecerse en la isla. Pude hacer una costosa llamada por cobrar vía Skype a mi hermana: fue la primera vez que la escuché después del tsunami. Temblé de emoción al oír su voz. Sabía que estaba bien pero me reconfortó hablar con ella aunque nuestra conversación no durara más de cinco minutos. Quise ponerla al tanto de la efervescencia de la noticia en México, pues los dos biólogos atrapados en Tonga estaban en boca de todos, en los medios de comunicación nacionales y algunos internacionales.
Por fortuna, la embajada nos brindó su apoyo. Para reanudar operaciones en el aeropuerto de Tongatapu, fue necesario remover la gruesa capa de ceniza volcánica de la pista de aterrizaje, pues era urgente que llegaran aviones provenientes de Australia y Nueva Zelanda, principalmente, con ayuda humanitaria. El 26 de enero, once días después de la explosión y el tsunami, salió el primer vuelo comercial de Tonga. Elisa y David pudieron abordarlo. Emprendieron un viaje que duró tres días, con escalas en Nueva Zelanda, Dubai y Barcelona.
Mi hermana y David llegaron exhaustos, temerosos ante la idea de tener que enfrentarse por primera vez a la pandemia. Elisa tenía el semblante triste y la piel reseca, maltratada por la ceniza volcánica. La vi desempacar su maleta con melancolía, mientras me mostraba los recuerdos más preciados que pudo traer de la isla. Comprendí que atravesaba por un proceso de duelo. Aunque Elisa y David deseaban regresar a México, para ellos fue doloroso abandonar la isla de manera tan abrupta, perder un trabajo extraordinario, dejar su casa, a sus amigos, a su perrita Toña. Los mexicanos en Tonga dejaron un pedazo de su vida en la isla, pues eran parte de una comunidad de palanguis (extranjeros) y tonganos, una familia forjada por la amistad.
Hay un brillo especial en los ojos de Elisa cada vez que me habla sobre Tonga. Los biólogos mexicanos aún se encuentran desempleados, tratando de reincorporarse al ritmo de una ciudad efervescente y caótica. Me contaron que han resentido el ruido y la contaminación de la Ciudad de México y que se sienten desganados, pero deseosos de trabajar de nuevo, de bucear y ofrecer sus conocimientos sobre la vida marina.
AQ