Con su novela La anomalía, Hervé Le Tellier (París, 1957) pasó de ser un autor de culto, seguido por un público fiel, a ser un autor leído por todo el mundo. Recibió el prestigioso Premio Goncourt el año pasado y su libro se volvió un verdadero fenómeno en librerías con más de un millón de ejemplares vendidos.
—La anomalía, según lo que ha declarado, surgió de una profunda necesidad de novela. Contrariamente a varios escritores de su generación, usted se ha mantenido fiel a la ficción. ¿De dónde le viene este apego?
Si los escritores renuncian a la novela es por razones teóricas o bien psicológicas, porque teorizaron que la novela ya no es un género viable o bien porque decidieron que, respecto a sus propias áreas de investigación, sus intereses, ya no se sienten a gusto con la forma novelística. Pero no es mi caso, primero porque para mí la novela incluye todos los géneros, de la autoficción a la poesía, pero ocultándolos. Lo que me interesa en la novela es que se trata de una forma que nos vincula, que no muere, que sigue viva en ese modo de contar que heredamos de Alexandre Dumas, Jules Verne. Aunque eso no me impide abordar temas contemporáneos, pero a partir de una ficción fuerte.
Siempre he trabajado sobre una exploración de los géneros, sin por ello ir hasta una ruptura definitiva. Finalmente, conservo un universo linealmente continuo, pese a que juegue con los códigos de la novela negra, psicológica, romántica. Sin tampoco llegar a una imitación, siempre me manifiesto como autor.
Estoy convencido de que la novela es aún una manera eficaz de explorar el mundo contemporáneo. Su eficacia reside en que el lector se encuentra envuelto en un hilo narrativo donde se implica, no solo observa a otro. La novela clásica permite desarrollar nuestra capacidad de identificarnos, eso que Coleridge llamaba the willing suspension of disbelief, la suspensión voluntaria de la incredulidad. Durante las tres o cuatro horas que le dedicamos a una novela, aceptamos entrar en la propuesta que nos hace.
Lo que propongo con el desdoblamiento y la simulación es muy fuerte, no solo en cuanto a la apuesta literaria, sino en cuanto a la ficción. Le digo al lector: “los personajes que lees se confrontan con la idea de que no existen, pero si ellos no existen, tampoco tú, lector”. Este aspecto autorreferencial nos dice algo sobre la novela: son simulaciones de un universo, una especie de espejo que cuestiona la realidad de nuestro mundo.
—La novela tiene una estructura muy compleja, con numerosos personajes. ¿Cómo procedió con este libro?
Partí de la idea de la confrontación con uno mismo, aunque me pareció más interesante que ese otro hubiera vivido tres meses más. Por eso hice desaparecer lo que yo entiendo por primavera, es decir, la renovación, el rebrote, el cambio. Así, el avión despega en invierno y aterriza en verano y, al volverse dobles de ellos mismos, los personajes no vivieron el cambio, lo cual puede ser negativo o positivo.
Hice un plan basado en la manera en que uno puede reaccionar ante su doble, que depende también de la relación que se tiene con uno mismo. Por ejemplo, uno puede querer eliminarlo o preferir desaparecer, hay toda una gama de posibilidades. En total identifiqué veinte situaciones, entre las cuales había no solo la manera en que uno se ve a sí mismo, sino también la evolución propia a la vida: alguien que se enamora, otro que se separa, que se enferma y está agonizando. Finalmente, conservé ocho que me parecían muy claras e intensas y que me permitían avanzar, como la del personaje que se suicida y renace, el asesino que termina matando a su doble, la mujer que rivaliza con su doble por la custodia de su hijo, ese amor que ella pensaba exclusivo. Añadí después tres más, pues, entre otras cosas, quería una historia de amor algo cursi, de personas que se gustan pero no logran encontrarse. Un lector contó todos los personajes y son más de cien. Al principio, no sabía con cuáles me iba a quedar. Me parece interesante ver cuáles consiguen imponerse y cuáles desempeñan un papel secundario o terminan por desaparecer.
El plan de la estructura general fue lo más difícil de hacer. En ese momento me di cuenta de que cada personaje tendría un estilo diferente o incluso un género. Por ejemplo, la historia de Blake, el asesino, no podía escribirla más que con frases breves, cortantes. Era necesaria cierta violencia en la escritura.
—La novela está compuesta a partir de capítulos cortos. ¿Se debe a su gusto y práctica de las formas breves, como el cuento o el aforismo?
Me gusta presentar primero a los personajes y definirlos a partir de tres o cuatro situaciones, así que diez o doce páginas me bastan. Pero también es una manera de interactuar con el lector, de pedirle que sea paciente y espere para saber lo que les ocurrirá. Aunque para ello hay que hacer que el lector esté listo para aceptar una nueva historia y cada vez ofrecerle un nuevo comienzo, una nueva novela potencial.
—Temía que hiciera como Italo Calvino en Si una noche de invierno un viajero...
Adoro ese libro, pero es tan frustrante ver cómo inicia novelas maravillosas y las deja inconclusas. Cada vez es como un duelo, un gran dolor, constatar que no habrá continuación. Escribí La anomalía pensando en ese placer de lector adolescente que tenía con los libros de Verne, Dumas, Gide, Mauriac, es decir, con libros que tienen un final. Nunca he disfrutado lo inconcluso.
A mi manera de ver, una novela se tiene que terminar. Si concluyo mi novela no es para el lector, es para mí. Me gusta cuando una novela es coherente, se cierra en sí misma como una bola de cristal. Tal vez se debe a que soy cuentista: un cuento debe tener un final, no se puede dejar un final abierto, pues se vuelve una novela. De hecho, La anomalía podría verse también como una recopilación de cuentos acerca del doble. Aunque su originalidad consiste en que cada relato, que contiene un universo narrativo en sí mismo, lo hago estallar con la parte central, cuando se desdobla en avión. Creo que el éxito del libro en Francia se debe también a esto. Los lectores apreciaron encontrarse con una novela que tiene un final, completamente loco, por cierto.
—De hecho, su novela no corresponde con la imagen que se tiene de la literatura francesa contemporánea, muy concentrada en la autoficción o bien demasiado intelectual.
En Alemania también se percibió así. Tal vez haya algo cierto en ese tipo de recepción. En Francia se hacen muchos relatos basados en la vida propia o en la de personajes históricos, la llamada exoficción. Quizá los escritores franceses no se atreven a entrar plenamente en la imaginación. De ahí que el libro desentone con lo que se hace actualmente en el país. Puede sonar pretencioso, pero espero que las buenas ventas del libro alienten a los escritores a dirigirse más hacia la ficción. Los lectores quieren libros que les cuenten historias que los saquen de sí, los hagan viajar… Aunque entregarse a la ficción no significa que la apuesta literaria del libro no sea seria o se limite a lo comercial. Lo que propongo a los lectores es complejo: les pido que hagan esfuerzos, y vemos que están listos para hacerlo. Aunque el libro es experimental, ha funcionado, pero debo reconocer que utilicé, para cuestionarlos, los códigos del best seller.
—Ha declarado que buscaba un libro accesible, popular, en el que justamente el lector reencuentre el placer. ¿De ahí la importancia que da al humor en su obra?
Es una manera de equilibrar. Soy alguien muy angustiado, atrozmente racional y materialista. Es horrible sobre todo porque pienso que no hay nada después de la muerte. Mi relación con el mundo es desesperanzada. El humor es algo profano, muy humano, está ligado a nuestra finitud, a la idea de que todo tiene un fin, lo que hace que nuestra vida sea absurda, sin sentido. Nada más lejano de Dios que el sentido del humor. Una manera inteligente —en el sentido etimológico de la palabra, es decir, de comprensión de la vida— de afrontarlo es tratar la desesperanza, la angustia, con distancia. Reír no cambia nada, pero uno ríe a pesar de todo y algo ocurre, pasamos de solo sentir a pensar. En La anomalía, hay personajes con los que no me divierto, como el que está muriendo; con otros, juego, los hago cómicos, como el escritor Victor Miesel o el arquitecto André, con quienes soy a veces cruel.
—De hecho, es muy cruel con ese personaje…
Lo soy porque en André hay mucho de mí. Mis parejas son en general mujeres mucho más jóvenes. Mi mujer tiene 33 años y yo he llegado a los 60. Cuando escribí el libro, habíamos terminado, así que conté la historia de un André que se separa de una bella y joven Lucie. Ahora estamos juntos de nuevo. Fue un momento muy doloroso, de ahí esa mirada quirúrgica del personaje hacia sí mismo, lo patético de verse con una mujer joven cuando él está envejeciendo. En el fondo no tomo nada en serio.
—Hay cierta melancolía en su humor. ¿Es una forma de tomar distancia de su propia emoción?
Se trata más bien de una “desilusión optimista” —que es por cierto una expresión de Claudio Magris a propósito de Raymond Queneau—, algo muy característico del taller de literatura potencial que es Oulipo [Ouvroir de Littérature Potentielle].
—Grupo del que formaron parte, además de Queneau, Georges Perec, Marcel Duchamp, Italo Calvino y del que usted es ahora el presidente.
En el libro que consagré al Oulipo, el último capítulo trata de su política, en el sentido noble del término, su relación con el otro, con la comunidad, que me parece está vinculada con esa desilusión optimista del mundo que vemos en sus obras. Sabemos que no hay un Dios, ni tampoco un verdadero poder, que estamos en un pequeño planeta, insignificante respecto a la inmensidad del universo y que, si no hacemos algo pronto, vamos a desaparecer. Es una visión muy realista que hoy reafirman el calentamiento global, la contaminación, la sobrepoblación. Así que las cuestiones políticas, pese a que son centrales, se vuelven ridículas ya que nadie toma la más mínima decisión pues las cosas son de una dimensión tan grande que se necesitaría que cada uno se movilizara en cuerpo y alma. Todo esto me preocupa terriblemente, pero al mismo tiempo da al mundo actual una dimensión tragicómica. Si bien en el Oulipo no entramos en reflexiones grandilocuentes sobre el futuro de la humanidad, sí reflexionamos sobre nuestra relación con la lengua y la cultura por dos razones. La primera, porque tenemos a la vez un respeto y un irrespeto total a la lengua. Nada es sagrado y mucho menos la lengua, está ahí para que juguemos con ella, con sus sentidos y sus sinsentidos. Esta manera de concebirla es muy cercana a nuestra manera de pensar la vida. La segunda razón es que tenemos una relación enciclopedista con el mundo, tenemos ganas de conocerlo todo, de aprender todo a sabiendas que no es posible. Por eso, sentimos una especie de tristeza ante nuestra incapacidad de abarcar la integridad del conocimiento. Aunque tal vez sea algo inherente a todo creador.
—Las restricciones estilísticas son también características del Oulipo, que las concibe como un medio de explorar posibilidades creativas. Aunque también tienen una dimensión menos positiva que resume la célebre frase de Queneau al compararlas con “una rata que construye ella misma el laberinto del que se propone salir”. ¿Por qué siguen siendo tan importantes para usted?
También he hecho libros sin restricciones… Como novelista, ante todo me interesa la restricción como una manera de distorsionar la ficción, es decir, la ficción creada a partir de las restricciones que me impongo no surge en absoluto de la espontaneidad de una primera versión. Al contrario, me fuerzan a tomar caminos que jamás hubiera imaginado, traen consigo ficciones y emociones imprevistas, pero también lecturas imprevistas, sorpresas. Pues son también un modo de dirigirse al lector, de crear una complicidad con él. Son la base de lo que identifico como una “estética de la complicidad”, propia del Oulipo. Entablan un dialogo a partir de una base precisa que es la restricción, que bien puede ser la de un soneto, un haikú, un lipograma o, como La desaparición de Perec, escrita sin utilizar la e. Al leerla, uno sonríe con frecuencia pues vemos sus esfuerzos por no utilizarla, lo cual genera una complicidad y hace que sea un libro muy potente.
Pero si volvemos a la cuestión de cómo lidiar con las emociones, el sufrimiento en particular, creo que las restricciones permiten cierto pudor. Si pensamos en Victor Hugo cuando escribió Contemplaciones tras la muerte de su hija, nos damos cuenta de que la forma poética lo protegió en cierto modo. Me parece más digno que el dolor lo contengan los bloques de mármol de la lengua.
AQ