Elevar la piel al estatus del arte es, sin duda, una declaración estética muy radical. Y esto es exactamente lo que ha hecho Wim Delvoye, un artista neoconceptual que comenzó tatuando cerdos y terminó tatuando a un hombre que, a la larga, vendió su espalda por un precio que se calcula entre ciento cincuenta y ciento sesenta mil dólares. Tim Steiner, el hombre que vendió su espalda, sigue siendo el usufructuario del tatuaje que le hizo Delvoye, pero, cuando muera, la imagen colgará con todo y piel en el sitio más macabro que escoja el coleccionista que la compró.
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Basada en esta historia, la directora y guionista tunecina Kaouther Ben Hania, ha producido una obra de arte excepcional, una película que reflexiona en torno a la pertenencia, la migración, el arte y, por supuesto, la piel. El hombre que vendió su piel (disponible en Apple TV y otras plataformas) nos llama a pensar en el sentido de lo terreno, de lo sensible, de lo sexual.
“El arte conceptual es como una fiesta, llegas y si te gusta lo que está sonando, lo bailas, no te preguntas ¿es esto música?” Eso me respondió hace mucho un curador con respecto a lo que hoy por hoy significa hacer arte. La directora Ben Hania ha decidido aceptar el reto de Delvoye y bailar con él. En este sentido, es importante distanciar El hombre que vendió su piel de otras películas que denuncian la farsa del arte, como lo hace el cineasta Rubén Östlund en la película The Square o el escritor Michel Houellebecq con su novela El mapa y el territorio.
La tunecina Ben Hania baila con Delvoye no solo porque el montaje y los cuadros en su obra testifican lo hermoso que puede ser el arte conceptual sino porque ofrece un porqué: “el ser humano”, afirma el artista de la película, “se ha convertido en una mercancía. Yo, al haber convertido a Sam en una mercancía, paradójicamente le estoy devolviendo la humanidad”. ¿Palabras vacías? Me parece que no y creo que, justamente por eso, El hombre que vendió su piel es una obra de arte sorprendente, una película que, alejada ya de la historia real del hombre que vendió un tatuaje que, sin embargo, usufructúa, aprovecha su condición de mujer en un país islámico para hablar de los inmensos prejuicios que existen en Occidente hacia el mundo musulmán.
Y, sin embargo, lo más poderoso de la película es que el trayecto dramático de Sam (el protagonista ficticio de El hombre que vendió su piel) lo conduce a través de todos esos prejuicios y de los suyos propios. “Nací en Bélgica, pero tengo nacionalidad estadounidense”, confiesa Jeffrey Godefroi, el artista conceptual de la ficción. Sam responde: “naciste en el lado correcto del mundo”. Este prejuicio es justamente el que debiera transformarnos a todos los que, sensibles a la tragedia de un migrante sirio que tiene que vender su piel para conseguir una visa que lleva tatuada, hemos llegado a la conclusión de que “el lugar correcto del mundo” es ahí donde está lo que amamos: un paisaje, la infancia, la amante y quizá un atardecer espectacular.
Sensible a la propuesta original de un enloquecido artista conceptual, la directora tunecina Kaouther Ben Hania aprovecha sí, para soltar uno o dos puntos en torno al estado del arte en el mundo contemporáneo, pero lo más importante es que consigue de modo mucho más simple y más a flor de piel, mostrar a los agradecidos espectadores de esta magnífica película que hay una cosa a la que nadie puede renunciar, a la dignidad de ser humano. Ese que es ojos, oídos y piel.
El hombre que vendió su piel
Kaouther Ben Hania | Túnez | 2020
AQ