Ya no tuve tiempo de verificar qué filósofo renacentista o ilustrado tuvo la tentación de poner en un mismo plano las sociedades humanas y las sociedades de las hormigas. Desde luego, también nos tienta de tiempo en tiempo equipararnos con las abejas.
Hormiguero (El Tapiz del Unicornio, 2023) de Fernando Solana Olivares, dialoga en mi mente con La colmena, del gallego Camilo José Cela, y con La feria, del jalisciense Juan José Arreola. Jalisciense honorario él mismo, Fernando asiste a la degradación última de aquella región que él y otras personas hemos descrito como Rulfiana y que también podría remitirnos a aquel “Yo, señores, soy de Zapotlán el Grande”, de don Juan José, Grande él mismo.
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Aparte de releer el libro de Solana hubiera querido darme tiempo para detenerme delante de un hormiguero. Sabemos bien que los hormigueros son una sociedad con arreglo a la eficiencia sin voluntad. Por eso se vuelven la obsesión implícita de los dictadores, en especial los totalitarios. Y los desfiles militares son lo más parecido a un hormiguero bajo pleno control, y he allí la causa profunda de que haya desfiles cada vez que un régimen autoritario quiere mostrarnos una cohesión interna así sea aparente. Gracias al doctor Eduardo Fernández recupero aquí la analogía clásica entre hormigas y ejércitos, ya presente en Homero y en Virgilio:
Se esfuerza entonces los teucros […].
Se les ve de un lado para otro
y bajar de toda la ciudad
como cuando arramplan las hormigas
con su carga de farro
pensando en el invierno
y la ponen en su refugio;
avanza por los campos el negro batallón
y en angosto sendero arrastra su botín entre las hierbas
(Virgilio. Eneida, libro IV, versos 397-407).
He dicho “eficiencia sin voluntad”. En Hormiguero tenemos voluntad sin eficiencia: los personajes parecen hormigas después de una pisada humana. Deambulan de aquí para allá sin saber bien a bien cómo orientarse. La frase de Lucrecia a sus oyentes por la radio, “Ustedes no se vayan porque no hay adónde ir”, resume la condición de varios personajes. Y de esa condición huyen las dos jóvenes, Elba y Luisa, que se montan a un autobús y se dirigen a una ciudad más grande, tentativamente Guadalajara: son migrantes internas. Lo mismo ocurrirá con la joven que sufre acoso social y que huye para recuperarse en el anonimato de la capital del país.
Como en la película Ruido, de Natalia Beristáin, Hormiguero nos va sugiriendo la pérdida de la mediación más importante: la justicia y sus aparatos respectivos. Ya dos jaliscienses, Victoriano Salado Álvarez en su brevísimo y eficacísimo “De autos”, y el propio Juan Rulfo en textos como “Nos han dado la Tierra”, “El hombre” y desde luego Pedro Páramo, habían expuesto una de las tragedias más punzantes y asfixiantes de México: la cooptación de los aparatos de justicia.
Mi libro ¿Por qué existe el mal? Dostoievski, Tolstoi, Chéjov, que tanto le debe a Fernando Solana Olivares, plantea que el mal existe por una serie de desajustes frente a los cuales no existe una sólida (inter)mediación práctica, social, técnica o anímica. Pues bien, todas las mediaciones fracasan en Hormiguero, y el mal entra de lleno en ese hábitat tan dañado.
Uno de los mayores aciertos de la pieza consiste en que Pirata, un perro, descubre el cuerpo de Fátima. Un perro es el único mediador eficiente que le queda al mundo narrado en Hormiguero, tan parecido, ¡ay!, al mundo de hoy.
Pirata, Fátima, Tino, Mara, desde luego Diógenes son los personajes que, reconvertidos en personas, quisiera yo encontrarme algún día en la calle.
Otro acierto es llevar al Comandante Tres y a Fátima más allá de sus muertes e internarlos en zonas de la post-conciencia o más bien de una post-corporeidad en que aún siguen conscientes.
Fátima busca que su muerte, la más terrible de todas, tenga al final un resquicio de eutanasia, de buen morir en medio de un mal morir. Ese esfuerzo termina de engrandecerla y desde luego le proporciona grandeza a una novela que se resiste a ser simple realismo duro, durísimo, frente a una realidad que ya de suyo es dura, durísima, más que durísima, para todo el país y en especial para ciertas regiones y para miles y miles de personas.
He buscado los opuestos de la noción de eutanasia. En griego, el mal morir se llamaría cacotanasia; el buen vivir, el buen devenir, el buen fluir, podría llamarse eudsoé (construyo este neologismo con apoyo del ya mencionado traductor y estudioso del mundo clásico Eduardo Fernández).
Sugiero que leamos la novela desde la tensión entre tres vértices: la eutanasia, la cacotanasia y la eudsoé. Ya vimos que Fátima lucha por la primera en un heroísmo silencioso que solo el novelista puede rescatar. La Marca, asesino de Fátima, se encamina a una plena cacotanasia. Los demás personajes buscan de un modo u otro un buen vivir, que a mi juicio únicamente Diógenes, desprendido y consciente, alcanza. Por eso es significativo que él cierre la novela con un gesto de Gran Teatro del Mundo.
La novela se mueve entre don Bola y Diógenes. Don Bola es, desde su nombre, un involucionado. Diógenes es un evolucionado, casi ya más allá de lo humano.
Yo no vacilo en hablar de involución social y de su opuesto: la evolución anímica y espiritual. No sé si la involución social terminará derivando en una involución biológico-evolutiva. Ojalá no. Sí sé que la crueldad y la frialdad de tantos criminales y la cínica e hipócrita rapidez para corromperse de muchos otros son avisos ominosos de un decrecimiento de la civilización. Y la novela expresa muy bien esto. Ya Alain Touraine nos dice: no todo grupo humano es sociedad. Donde rige Darwin no rige Montesquieu. Donde manda Maquiavelo no gobierna Aristóteles.
En Hormiguero la ratio última pertenece a don Bola. Y el detective estrella es Pirata. Una segunda relectura, más reposada, me permitirá hacer un par de conjeturas acerca de los nombres. Don Bola podría remitir al aspecto físico, a esa híper-orexia que caracteriza a la vida contemporánea. El propio Aristóteles hablaba de la orexia, esto es, del apetito, del deseo, como motor constitutivo de la vida colectiva. Orexia es el término medio de la ética aristotélica. Es el salutífero equilibrio. Los extremos insanos son la híper-orexia y la an-orexia. Bola y sus esbirros padecen de híper-orexia incluso al ver espectáculos sexuales y al asesinar y compartir videos: se saturan y siguen quedando insatisfechos. Al final, ese Bola que es la ratio última es también un infeliz insatisfecho y receloso. Resulta muy claro un esquema de la vida contemporánea, llevado al extremo por los criminales: de la orexia se puede caer muy pronto en la híper-orexia, y la híper-orexia es una enfermedad social muy dañina, de la que es muy difícil salir.
Pirata parece connotar el carácter casi clandestino que alcanza hoy la impartición de justicia en muchas partes del mundo, especialmente (pero no solo) en países subdesarrollados como el nuestro.
Lucrecia hace honor a su tocaya Borgia y suena como una luz que cruje y estalla y no ilumina: luz crujiente y cenicienta, Lucrecia.
Tino, otro personaje empático, parece que busca tener tino y por eso ser Tino.
Henri Bergson nos advierte: vemos la vida en fotografía y es más bien una película; juzgamos la vida como si los hechos subieran y bajaran por una escalera y es más bien que fluyen como un arco continuo.
Añado: las palabras mismas pueden ser fotografías, escaleras. Cortes. Cortes de un momento. Cortes de una secuencia. Cortes de ese fluir inmarcesible del que hablaban las generaciones del 98 y del 27.
Al mismo tiempo, la realidad se nos presenta como un conjunto de hechos simultáneos, sucesivos y en todo caso potencialmente inconexos y –a la vez– susceptibles de conectarse.
El feminicidio de Fátima (nombre asimismo significativo) es un hecho que nos permite refutar a Friedrich Nietzsche: no solo hay interpretaciones, también hay hechos. Nietzsche desde luego lo que quiere no es negar los hechos (preguntémosle a una madre que busca a su hija, como en Ruido y en Hormiguero, si no hay hechos y si unos hechos no provocan más hechos muchas veces con efecto de avalancha), sino poner énfasis en las interpretaciones: la culpabilización de la víctima y de sus familiares es una mala interpretación deliberada que busca exonerar a la cadena de criminales y cómplices, desde el Comandante Tres hasta el Bola, pasando por La Marca, ese especie de Caín, criminal originario, a quien marca una seña de la que no puede librarse.
A Pirata y a Tino les corresponde conectar los hechos superando las interpretaciones facciosas y las amenazas más o menos explícitas. Un detective es un conector bajo amenaza, y Hormiguero termina siendo, felizmente, una novela no policiaca (pues los policías, como en Ruido, hacen un papel lamentable), sí de elucidación de un crimen. Y digo “felizmente” porque la novela y el cine de elucidación de crímenes exigen al autor construir una estructura redonda, completa, aun cuando en este caso la muerte de La Marca no sea una justicia como la que ocurre en las narraciones clásicas de Sherlock Holmes, el padre Brown y el inspector Poirot.
Un novelista como Fernando busca el fluir de la secuencia vital y al mismo tiempo asedia esa aparición simultánea de la que él mismo hablaba. Por eso va contando las historias en fragmentos o segmentos y a la vez en continuidad. Y les da a los nombres propios el importante rol estructurante de conectivos y de garantes de la comunicabilidad del libro al colocarlos como primera palabra de cada segmento o a lo sumo en el primer renglón o segundo.
El sacerdote Varios merece mención aparte. Esta semana, en México, el arzobispo de Durango sufrió un atentado al término de la misa dominical, y un sacerdote fue asesinado el martes en una carretera de Michoacán, de un modo que me recordó la muerte de Varios en la novela de Fernando. Aquí estamos ante dos hechos desgraciadamente harto reales. Y de inmediato procedemos a las muy nietzscheanas y muy humanas interpretaciones. Y para interpretar hay que conectar. ¿Son dos “hechos aislados”? Toda nuestra interpretación no únicamente de estos dos crímenes sino incluso de la fotografía actual de buena parte de México depende de la respuesta a esta pregunta. Y quizá nunca la alcancemos: la respuesta. Pues los criminales —ficticios o auténticos— estarán siempre atentos a desconectar los hechos mediante pistas falsas, eliminación de evidencias, amenazas y asesinatos, escapatorias, interpretaciones falaces, cohecho, alianzas criminales, culpabilización de la víctima, tal y como lo intenta el Comandante Tres ante la madre de Fátima.
La muerte de Varios y la muerte del sacerdote en Michoacán son dos desconexiones en este mundo carente de síntesis, tal y como la ha dicho Fernando en otros de sus textos. A veces la carencia de síntesis concretas ocurre porque los intereses creados eliminan uno de los eslabones eliminando a una de las personas clave.
Rodrigo Garza Arreola ha dicho: la novela de elucidación de crímenes e impartición de justicia nos consuela porque nos permite ver de lejos un mundo en el que los criminales pagan por sus fechorías. En cambio, el mundo moderno se nos presenta una y otra vez, año tras año, aquí y allá, como un mundo al revés, donde los comandantes se subordinan a los bolas y lo hacen de manera tan incómoda y fragmentaria que terminan siendo asesinados. Otra vez Aristóteles: incluso los criminales necesitan establecer pactos y reglas. Solamente que esos pactos y esas reglas son muy inestables por razones intrínsecas: la confianza es un valor absolutamente necesario en todas las relaciones humanas y no puede producirse y venderse como la cocaína. Todas las mercancías, tangibles, necesitan de valores intangibles como la confianza.
En todo caso, hay personajes que buscan ligarse y religarse. Fernando ha escrito que religión es releer, reelegir, religar. De Sixto Sevilla a Diógenes, de la Nena Marmolejo a Cuca Sierra (Cuca Perra), de Tino a Mara, muchos personajes buscan a tientas y a ciegas un releer, reelegir, religar de tipo institucional o de tipo individual. La muerte de Varios, previa penitencia, parece simbolizar el bloqueo a la vía institucional de la religión, amenazada de muerte. Quedan entonces las otras formas de religarse, de releer, de reelegir: las sincréticas (o combinadas en las prácticas), las eclécticas (o combinadas en la teoría), las muy personales, las orientales, las de raíz acaso griega, como lo sugiere el nombre de Diógenes. El epígrafe de la novela parece sugerirnos esa lectura: releer, reelegir, religar.
Por cierto, hay escenas de profanación. La espiritualidad está a veces tan dañada que de la insaciable híper-orexia de la sociedad del espectáculo parece derivarse aquella escena en que la Atraviata blasfema una figura religiosa en un espectáculo sexual (p. 57) que podría inscribirse en Las 120 jornadas de Sodoma y Gomorra, la película de 1975 que le costó la vida a su director, como venganza de las fuerzas oscurísimas que él desnudó con valentía. Y Diana Peralta va a misa a fuerza únicamente para colocar una más de las muchas etiquetas que pueblan nuestra mente y que hoy se definen como sesgos cognitivos, base de los fundamentalismos, los odios: resume la liturgia como “Pura traslatividad idiota” (p. 52).
Ya tendré tiempo de extender estas notas para un artículo: allí estudiaré justamente las etiquetas como re-lecturas erróneas y sesgadas, fuentes ellas mismas de violencia en potencia o en acto.
Por ahora digo que otro acierto de la novela consiste en la forma en que nace un grupo de choque de muchachas cansadas de la violencia.
Concluyo felicitando a los editores. La portada es un extraordinario acierto. Quizá la manzana cuya corteza roja se deshace en hormigas es la síntesis de ese apetito sano que va siendo carcomido por la avidez de la híper-orexia contemporánea, desprovista de mediaciones suficientes. La manzana terrena, terráquea y terrenal parece roída por la pequeñez de la inconsciencia.
Texto leído en la presentación de 'Hormiguero', el 26 de mayo en la Librería Mauricio Achar.
ÁSS