Resulta chocante una obra que pretende que nos identifiquemos con un grupo de empleados que, en un hotel de lujo, están dispuestos a dar la vida por los clientes. Textual. En la película Hotel Mumbai “el cliente es dios”, según dice el jefe. Luego se entera uno de que, en efecto, la mitad de quienes murieron en estos atentados que tuvieron lugar en 2008 eran sirvientes, padres y madres de familia que, habiendo hecho del cliente su dios, prefirieron morir antes de faltar a aquella máxima de que hay que dar al cliente más de lo que espera. Y los clientes del Taj Mahal Palace Hotel, como buenos millonarios, esperan que des la vida por ellos. No se trata, claro, de ponerse a ver cuál vida vale más, pero que un trabajador que se baña a jicarazos se sacrifique por un millonario ruso no es algo que se promocione mucho desde que se abolió la esclavitud.
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Hotel Mumbai es una película australiana de guion pretendidamente coral. Es decir, presenta viñetas poco desarrolladas de muy diversos personajes involucrados en un macabro acto terrorista.
Hay grandes guiones corales, pero no es el caso de Hotel Mumbai: las viñetas no son lo suficientemente poderosas como para que terminemos por identificarnos con los protagonistas, pues la complejidad psicológica de los personajes está lejos de obras de sirvientes tan leales como los de la serie televisiva Downton Abbey. Los cocineros, los botones y los recepcionistas del hotel más elegante en una ciudad tan llena de pobres no se elaboran. Así, desconocemos por qué el jefe de cocineros está tan obsesionado con aquello de que el “cliente es dios”.
En otras películas de semiesclavos uno se entera, por ejemplo, de que son seres tan solitarios que han terminado por anularse a sí mismos para hacer del bienestar de quienes sirven su sentido de existir. Acabamos de verlo en la película Roma, de Cuarón. Lo dicho, por supuesto, no resta dramatismo a un acto terrorista, pero aun en este punto hay problemas en los diálogos. Por ejemplo, uno de los ricachones escupe a su sicario lanzándole este insulto: “campesino”. Como si ser campesino fuese algo realmente vergonzoso. Y uno justifica el culatazo que recibe el millonario a cambio de su escupitajo.
Aun así hay un momento realmente dramático: una mujer frente al AK 47 del terrorista comienza a recitar el Salat, una de las exaltaciones más solemnes del Islam. Enfrentado con su propia fe, con su propia calidad de asesino, el terrorista se encuentra de pronto consternado. Como si la exaltación de Alá se transformara en un reproche contra los asesinatos que ha cometido. Es una escena realmente buena. Lástima que en el contexto resulte igualmente contradictoria, porque termina por poner al espectador del lado del terrorista arrepentido y no del lado de las víctimas.
Para darnos una idea del tamaño del cliché de los personajes creados por el australiano Anthony Maras, baste decir que los principales son un estadunidense de los que pide hamburguesas con salsa de tomate en el hotel más elegante de Mumbai y llegado el momento se enfrenta a puño limpio con un grupo de fanáticos terroristas para tratar de salvar a su bebé. El otro es ambiguo, vulgar, carente de moral. Contrata prostitutas y bebe whisky puro de malta envejecido en barricas escocesas por veinte años. ¿De qué nacionalidad será este hombre? ¡Ruso, claro!
Anthony Maras ha conseguido transformar la narración de un acto vergonzoso en un hecho moralista y banal.
ÁSS