Un mes en los arrabales de Madrid

Periodismo

Justo antes del fin de la Segunda República y el estallido de la Guerra Civil, periodistas de la capital española se dedicaron a dar a conocer las vidas de "los otros", la realidad más sórdida y dura de la ciudad.

Ignacio Carral, mítico periodista español. (Wikimedia Commons)
Víctor Núñez Jaime
Madrid /

Antes que el alemán Günter Wallraff y antes que el estadounidense Hunter S. Thompson, por mencionar sólo dos ejemplos, el español Ignacio Carral (1897-1935) comenzó a infiltrarse en colectivos sociales poco conocidos. A finales del año 1929, el periodista cambió el traje y la corbata por ropa vieja y zapatos con la suela desprendida para enterarse sin intermediarios de la vida de rateros, vagabundos, prostitutas, mendigos y malandros de los arrabales de Madrid, con el objetivo de brindarle a sus lectores “impresiones reales, exactas, vividas sobre la terrible vida de gente sin hogar y sin dinero.” Logró mimetizarse con ese microcosmos social durante un mes y el resultado fueron ocho entregas que aparecieron bajo el título de “Los otros” en el semanario Estampa.

Pero Carral tampoco fue el primero en utilizar ese método de trabajo. Tan sólo en España, sus colegas Magda Donato y Josefina Carabias también recurrieron al disfraz para recluirse en un manicomio, en una cárcel de mujeres o para formar parte del equipo de trabajadores del Hotel Palace. Las crónicas de “Los otros”, sin embargo, fueron las que tuvieron mayor repercusión entre la clase media madrileña de comienzos de la tercera década del siglo pasado, justo antes del fin de la Segunda República y el estallido de la Guerra Civil. Quizá su éxito radica en que “el intrépido reportero” no se limitó a describir sino que, en cada texto, volcó sus propias sensaciones, angustias e incertidumbres para revelar con maestría el Madrid más oscuro, tan alejado del casticismo tradicional.

“¿Está usted seguro de conocer la vida de Madrid?”, inquiría el semanario para promover la serie de Ignacio Carral entre el público. “¿No cree usted que Madrid es algo más que la calle Alcalá, la Puerta del Sol, la Gran vía, los cafés, los teatros, las oficinas, los bancos? En ninguno de estos lugares encontrará usted a los otros. Pero los otros existen, viven, forman parte de las capas ciudadanas.”

Al recorrer “como un paria más” las viejas y sucias calles de Lavapiés y la Arganzuela, los alrededores de la Ribera de Curtidores y de las plazas del Cascorro y de Tirso de Molina, donde pululaba (¿pulula?) “la golfería madrileña”, Carral se codeó con personajes “de baja estofa” como el Picha, el Chato, el Rubio, la Crispi, el Boni, el Tuerto o la Cercedilla. Escribió sobre ellos: “Por lo general, resultan fieles a la amistad, sensibles, compasivos... Aunque, creo, si hubieran sabido que yo no era uno de los suyos, a lo mejor me hubieran asesinado una noche, si venía al caso, con el único objeto de quitarme mi ropa haraposa y mis zapatillas con la suela rota. ¡Son así!”

A lo largo de ese mes, el “desarrapado” Ignacio Carral no estuvo solo. Lo acompañó el dibujante Francisco Rivero Gil, colaborador de otros periódicos, como El sol o La esfera, y autor de Apuntes, un cuaderno con 26 dibujos sobre la guerra entre España y Marruecos. Quizá alguien con una cámara habría echado a perder la misión, pero un agudo observador que luego confeccionara ilustraciones no representaba ningún obstáculo. Así que durante cuatro semanas ambos lucharon por asegurar su subsistencia en un medio hostil, sin dinero, durmiendo en cualquier parte. “¡Qué largo es todo un día sin comer! ¡Uno no se da cuenta de todo lo que de distracción y de alivio del vivir cotidiano tienen las horas de la comida hasta que no se han pasado veinticuatro horas justas sin comer!”, reflexiona Carral.

En otra de sus crónicas, el reportero cuenta la sensación de despertarse debido a la lluvia: “Primero, es una sensación como de frías punzaditas en la cara. Luego se siente que algo húmedo –la ropa– se pone en contacto con diversas partes del cuerpo. Después, al fin, se da uno cuenta cabal de la trágica realidad. Pero nadie pronuncia una frase de protesta, ni la más leve exclamación de queja.”

Sus ocho reportajes fueron publicados entre el 21 de enero y el 11 de marzo de 1930 en Estampa, el semanario que modernizó el periodismo gráfico español con fotografías y anuncios publicitarios de gran calidad, con un tiraje promedio de 150 mil ejemplares, cantidad nada despreciable para la época. Cuando a la redacción empezaron a llegar cartas de los lectores (la mayoría de felicitación), los editores tuvieron que hacer una nota en defensa de su prestigio: “Algunos ponen en duda que nuestro redactor haya soportado realmente durante un mes las angustias, las miserias y las dificultades propias de los que viven en la calle. Pero los reportajes mismos dan al lector la absoluta convicción de que no es posible poner tanta vida y tanta emoción, tanta sensación de realidad, como la que Ignacio Carral ha puesto en sus cuartillas, si en vez de vivir, como vivió durante un mes, se hubiera pasado ese mes estrujándose la cabeza sobre la mesa de un café o sobre la mesa de la redacción.”

La primera entrega de “Los otros” fue incluida recientemente en la antología Un país en crisis. Crónicas españolas de los años 30 (Edhasa), pero hace unos días la editorial segoviana La Uña Rota ha publicado la serie completa (ilustraciones incluidas), bajo ese título (Los otros), con un prólogo del periodista e historiador Carlos Álvaro, quien recuerda que, un año después de haberse infiltrado entre los marginales madrileños, Carral hizo lo mismo en los submundos de Marsella (Francia) y, más tarde, entre los gitanos, mendigos, mesones y conventos de Castilla y de Extremadura.

Ignacio Carral formó parte de una generación (Josep Pla, Ramón J. Sender, Vicente Sánchez-Ocaña, Manuel Chávez Nogales…) que, si no hubiera sido por el franquismo, quién sabe, habría elevado el nivel del periodismo español. Porque en su época Madrid contaba con el mayor número de periódicos que ha tenido en toda su historia y porque también en esos años coincidieron las mejores mentes de la intelectualidad y la bohemia madrileña contemporánea. La mañana del 1 de octubre de 1935, Carral se murió en medio de la redacción del periódico en el que trabajaba entonces, La Palabra: cayó fulminado frente a la máquina de escribir, pensando en las noticias del día, por culpa de una angina de pecho no atendida. ¿Esa es la muerte “ideal” para un periodista? De morir en medio de una redacción hablamos otro día.

AQ

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