En la vasta cartografía de la literatura mexicana, Ignacio Solares ha creado una obra única e irrepetible. Podemos ubicar en sus libros una serie de obsesiones que pueden situarse en tres grandes campos: la singularidad de nuestra historia, el enigma del individuo y el vislumbre de lo sagrado. Ninguno de estos temas puede observarse por separado, ya que están íntimamente imbricados en un todo orgánico. Ahí radica su originalidad.
A menudo lo histórico y lo sagrado se suman al enigma del individuo. Si en sus primeras obras, Anónimo, Casas de encantamiento o Delirium tremens estos temas se nos presentan por separado, con el tiempo alcanzan su cristalización en obras posteriores, de modo que éstas dan sentido a los libros iniciales lo mismo que éstos iluminan toda su obra. Una marca de agua, un estilo, se nos revelan como el negativo que surge a la luz de la revelación.
En La invasión, Solares sortea el difícil escollo al que se enfrenta todo novelista al evadir el retrato de personajes históricos evidentes y elegir una estrategia narrativa distinta. Los eventos en esa novela suceden en una atmósfera onírica evidente. Si la vida es sueño, parece decirnos Solares, la historia es una pesadilla. Por eso su novela se sitúa desde dentro de la invasión norteamericana misma, en ese proceso humillante para nuestro país cuya herida permanece abierta cada vez que somos testigos de la barbarie con que se trata a nuestros paisanos en Estados Unidos. Es en ese espacio simbólico y real donde se desarrollan los eventos novelescos de La invasión.
La grotesca imagen de la bandera norteamericana ondeando en el Zócalo abre como un símbolo ominoso la trama de la novela. En ese ambiente de siniestra casa tomada, Solares desovilla diversas historias paralelas: un triángulo amoroso trágico y desesperado; una ciudad en ruinas; un sacerdote, el padre Jarauta —eco evidente de figuras como la de Hidalgo, Morelos, Fray Servando—, que busca alzarse en rebeldía; Abelardo, su protagonista, el insomne, obsesionado por desenterrar de su memoria lo vivido durante la invasión norteamericana gracias al recuerdo de su mentor, el doctor Urruchúa, y sobre todo gracias a su paciente esposa, Magdalena, que funciona como una suerte de Sherezada en la novela.
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Madero, el otro condensa lo que podríamos llamar el principio de la madurez creadora de Solares. Novela biográfica e histórica, Madero, el otro es una suma de las preocupaciones fundamentales del autor. Con el trasfondo alucinante de la Revolución mexicana, Solares redescubre al individuo preocupado por el espiritismo y la frecuentación de los muertos a través de su conjuro, al tiempo que nos muestra al hombre sumergido en lo histórico. El principio que aplica Solares a su novela es, como en La invasión, el del extrañamiento: vuelve opaco un acontecimiento histórico, lo torna refractario a la interpretación documental, y a partir de este principio desovilla una narración plena de revelaciones y atisbos. Pocas novelas han logrado captar las poderosas transformaciones que vivió el país a partir de 1910 como Madero, el otro.
Acompañada de un riguroso trabajo de investigación, Madero, el otro devuelve a la vida a su personaje central gracias al conjuro de la palabra y a un aliento narrativo cuyo poder reside en el develamiento de la figura de Madero. Solares se aleja de los lugares comunes o de la mera biografía para otorgarnos a un Madero más cercano al demiurgo, al creador de universos, que al político.
Solares logra la creación de un personaje no solo plausible sino multidimensional. El Madero espírita, heredero de una poderosa tradición que hunde sus raíces tanto en la racionalidad positivista como en el mesmerismo, el magnetismo y todas aquellas ciencias que nos recuerdan la riqueza de la cultura de fines del siglo XIX y principios del XX con todas sus contradicciones, ese Madero, más cercano a lo humano que a las visiones marmóreas y acartonadas que plagan nuestras visiones de la historia, se nos aparece con el esplendor del enigma de un individuo que al buscar la paz y la democracia se ve envuelto en la turbamulta de la Revolución y que, como afirmara Porfirio Díaz, “desata un tigre” con la Decena Trágica.
El golpe de Estado de Victoriano Huerta, la grotesca muerte de Gustavo Madero, el hermano de Francisco, el levantamiento de Villa en el norte del país, el cobarde asesinato del prócer, se nos presentan en la novela de Solares con una perfección sutil, plena de detalles. Nadie había abordado todas las facetas de Madero como Solares. Desde su aparición, Madero, el otro se convirtió en un clásico instantáneo y se sitúa como una de las grandes novelas históricas de la literatura mexicana.
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Si La invasión y Madero, el otro abordan con fortuna los laberintos de nuestra historia, con No hay tal lugar Solares nos sumerge de lleno en su universo de búsqueda espiritual, que consiste en ir al encuentro de lo sagrado, de esa otra realidad donde nada es lo que parece y donde relumbra la sacralidad de la escritura, su incurable necesidad de un poder superior, de un orden cósmico frente al caos aparente en que vivimos. En este ciclo novelesco encontramos por ejemplo El espía del aire, un relato de corte fantástico que nos revela la existencia de realidades paralelas, no por imaginarias menos reales que los acontecimientos reales o históricos.
Novela y alegato espiritual, libelo religioso y relato fantástico, No hay tal lugar es ante todo un acto de fe de su autor. En este breve relato Solares ha logrado condensar muchas de sus reflexiones acerca de lo sagrado presentes en algunas de sus novelas anteriores como Madero, el otro y, sobre todo, en El sitio. Desde un punto de vista formal, lo más interesante de No hay tal lugar es su decantada brevedad. Solares ha aprendido la lección de la novela corta que practicó en El espía del aire para ofrecer a sus lectores un relato que tiene las cualidades del relato fantástico y de la indagación plenamente religiosa.
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Derrotado Porfirio Díaz en las elecciones de 1910, asesinado Madero, el presidente vencedor, a manos de Victoriano Huerta, la Revolución mexicana, a los años que le siguieron a estos hechos, siguió un rosario de muertes de sus principales caudillos y jefes guerreros: Zapata, Villa, Carranza, Obregón.
El Jefe Máximo, como decía Rafael Tovar y de Teresa, comienza justo donde termina La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán, el periodo que hoy conocemos como el Maximato, que abarca desde la muerte de Obregón y la entronización de Plutarco Elías Calles, la Guerra Cristera y el nacimiento del PNR, la matriz de la que surgiría el Partido Revolucionario Institucional, una de las maquinarias políticas más eficaces de dominación que gobernó al país durante setenta años seguidos, la dictadura más larga de la era moderna, superando al Partido Comunista de la Unión Soviética, a la dictadura de Franco y a muchos otros gobiernos totalitarios.
Pero Solares no intenta otorgarnos un mural, un panorama épico interminable. Se centra en la figura de Plutarco Elías Calles en sus días finales y a partir de este hecho minimalista nos otorga una serie de pistas sobre un personaje complejo, pleno de aristas y contradicciones que no permite una valoración moral unívoca sino abierta. Escrita en una prosa ágil, que a menudo combina el drama con el ensayo, y la reflexión con la narración pura de los hechos, se trata de un tipo muy novedoso de narración, en palabras de su autor una novela-reportaje.
El Jefe Máximo se ubica en los días del asesinato de Álvaro Obregón, abarca la Guerra Cristera y el fusilamiento del padre Pro y ha sido escrita en los días nefastos que vivimos en nuestro tiempo. En ambos momentos las guerras absurdas, la violencia extrema, parecen espejearse.
De regreso de su exilio, luego de haber sido expulsado por Lázaro Cárdenas a causa de su intento de imponer su propio gabinete y continuar su mandato tras la presidencia, Calles comienza a sentir curiosidad por el espiritismo. El jacobino anticatólico de los años de la Guerra Cristera comienza a ver fantasmas y se interesa en acudir a las sesiones espiritistas que Rafael Álvarez presidía desde 1939 en el Instituto Mexicano de Investigaciones Síquicas, a las que asistían también políticos como Juan Andreu Almazán —polémico candidato a la presidencia frente a Ávila Camacho— y Miguel Alemán Valdés, quien fuera presidente de México unos años más tarde.
La novela de Ignacio Solares parte de este interés por el espiritismo de Calles para enfrentarlo con sus propios fantasmas: Obregón, Madero y sobre todo el padre Pro. Ahí comienza el ajuste de cuentas con la propia existencia: sus culpas, cuitas y traiciones. Los cinco balazos que disparó León Toral a Obregón que se convirtieron en trece plomazos en la autopsia, y la frase de Calles “les pedí que lo remataran, no que lo acribillaran”. El fusilamiento de su amigo el general Serrano, su competidor en las elecciones. Su orden de fusilar a un par de borrachines porque había impuesto la prohibición del alcohol, mientras Calles se daba sus encerronas para beber a solas. Los miles de muertos de la Guerra Cristera, que el historiador Luis González y González calificara como el mayor sacrificio colectivo de la historia del país. Solares retrata la soledad del Jefe Máximo, su debilidad al final de sus días y, sobre todo, el recuento de una existencia plagada de aciertos y actos de locura.
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El sueño de Bernardo Reyes, como El Jefe Máximo, es una adaptación de su propia obra teatral homónima, de una novela-reportaje en la que abundan los juegos intertextuales y las hipótesis ficcionales que se entreveran, conformando un sólido andamiaje narrativo.
Esta novela, paralela en su temática a Madero el otro y gemela en su técnica a El Jefe Máximo, nos ofrece el retrato de una de las figuras más opacas de la Revolución: Bernardo Reyes, un hombre culto, con una fidelidad irrenunciable a la patria, a la que identifica con el orden y sobre todo con el respeto institucional, que se lanza a una campaña absurda, a destiempo, contra el presidente electo Francisco I. Madero con una rabia y una locura suicida de un patetismo quijotesco, trágico.
Creo que solo Solares podría haber podido crear una novela posible de este personaje tan enigmático al que solo supera un Victoriano Huerta o un Emiliano Zapata, figuras que, desde sentidos opuestos, son refractarias a la representación. Huerta por sus diabólicas y siempre oblicuas intenciones y Zapata desde el mito de los dioses y los héroes telúricos.
Bernardo Reyes es también un ser profundamente extraño. El general más culto de su tiempo en nuestro país, padre de Alfonso Reyes, nuestra figura literaria tutelar, se hunde en una telaraña de contradicciones y acciones a destiempo, como un personaje que aparece fuera de foco y de lugar en sus decisiones. Tal y como nos lo presenta Solares en su novela, se trata de un personaje de una propensión a la ingenuidad y el respeto al orden tales que lo llevan a soportar las humillaciones y desdenes de su jefe Porfirio Díaz, aferrado al poder, y que termina reaccionando equivocadamente en aras de una predisposición a un orden imposible de cultivar en un momento en que todo estaba a punto de desmoronarse en nuestro país con el desencadenamiento de la Decena Trágica.
Con El sueño de Bernardo Reyes, Ignacio Solares nos otorga otro libro necesario para comprender al México moderno.
LVC | ASS