Los populistas están en el lado oscuro de la historia, dijo Steven Pinker en una entrevista con motivo de su reciente libro: En defensa de la Ilustración (Paidós). Dos días antes, Macario Schettino publicó un buen artículo, “Democracias iliberales”, que a su vez extiende una nota de The Economist: “Cómo muere la democracia” (“How democracy dies. Lessons from the rise of strongmen in weak states”). Por acá y allá, la misma alarma: la racionalidad democrática está a la baja y por todo el mundo vemos cundir un populismo dictatorial, arropado en el clamor de unas mayorías que ya no quieren saber nada del liberalismo y sus organizaciones. Las analogías históricas coinciden más allá de lenguas y continentes: se trata de la Ilustración y de sus enemigos. ¿Somos aún continuadores o somos sus resabios; recogemos y llevamos a cabo todavía el ideario ilustrado, o somos testigos de su inutilidad?.
El artículo de Schettino añade un optimismo sugerente. Cuando sucede algún acontecimiento que desmorona la confianza en la racionalidad —como la crisis financiera de 2008— “las personas dejan de creer en la racionalidad para moverse a un espacio de creencias y prejuicios, al pozo de los sentimientos”, hasta que “tocamos fondo en 2016, cuando empezamos a elegir autócratas, populistas y demagogos. Nos tocan años de intentos totalitarios, desprecio de la ciencia y seguramente violencia y destrucción. Eventualmente, la razón regresará. Más rápido, creo, si la ayudamos un poco”. Schettino equipara nuestros días con los que siguieron a la Primera Guerra y, cosa notable, al terremoto de Lisboa, en noviembre de 1755, donde murieron más de 60 mil personas. Quiero creer que tiene razón, pero antes de ver luces de nuevo quiero calar la sombra que mordía al mayor de los ilustrados.
Unos meses antes, en agosto de 1755, J. J. Rousseau le hizo llegar a Voltaire su Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres. Y Voltaire le responde: “Recibí, señor, vuestro libro contra el género humano...”. La carta es un hito de la crítica cruel y la inteligencia. Rousseau era también un ilustrado, con amplia formación científica, como prueban sus discusiones con D’Alembert, y quería la interlocución del mayor de todos. Pero la paliza que Voltaire le asesta es un caso de discrepancia radical, racionalidad y fe en la razón humana y en los pasitos tentativos de la civilización, cuyo objetivo era caminar erguida e independiente; en cambio, leyendo a Rousseau, “le entran a uno ganas de caminar a cuatro patas”. Nunca simpatizaron, pero tampoco abandonaron la conversación que, tensa y erística, jamás fue vil ni derivó en denuncias de corrupción moral.
Pero ni siquiera Voltaire pudo zafarse de las iras y la emocionalidad insensata. El desastre de Lisboa le dio para tres obras: el poema Sobre la Ley Natural, el Poema sobre el desastre de Lisboa y uno de los grandes relatos fantásticos de la historia: Cándido, o el Optimismo. Los poemas —y se lo dijo Rousseau— se contradicen entre sí. Pero el poema del terremoto y el Cándido tienen como enemigo a Leibniz y su optimismo racional. Ahí se complica la diferencia entre ilustrados y sombríos.
Con el mismo filo con que evisceró el Discurso de Rousseau, Voltaire quiere desmembrar el optimismo de Leibniz y repite con sarcasmo la famosa afirmación de la Teodicea (1710): “estamos en el mejor de los mundos posibles”.
Con todo, el de Leibniz es un optimismo muy distinto del que ataca Voltaire. Leibniz se refería a la posibilidad lógica: de todos los mundos no contradictorios, éste que habitamos es el que funciona con menos reglas, todas compatibles. O sea: la realidad es continua, no contradictoria, completa y suficiente. Y tanto, que se puede medir y hasta predecir. De ahí sale el cálculo (y su pleito con Newton, que lo inventó al mismo tiempo).
Voltaire quiso entender “mejor” como un juicio moral, pero ¿supo que su sarcasmo era tramposo, que le atribuía a Leibniz un optimismo moral, distinto del lógico? Y, sí, el gran Voltaire también cometió injusticias queriendo enmendar la moral, por la rabia y la impotencia ante el desastre y, aunque sea en unas cuantas obras, aunque estas obras sean estupendas, fue enemigo del entendimiento y la tolerancia. Los enemigos de la Ilustración también pueden ser ilustrados. Quizá ayudemos al regreso de la razón si iniciamos la verdadera crítica racional, antes de que los auténticos sombríos nos la pongan como denuncia moral.