Una de las mejores exposiciones de 2022 fue Espacios radiantes-Estructuras permeables de Alberto Castro Leñero (Ciudad de México, 1951), vigente en el Museo de la Ciudad hasta febrero. Los altos plafones del edificio virreinal acogen con la necesaria holgura las 20 pinturas y esculturas abstractas en gran formato de este artista que ha colmado su creación de impronta física y opulencia expresiva. A primera vista las obras producen una impresión de rudeza de factura.
Hace exactamente dos décadas Alberto Castro Leñero presentó en este recinto la individual Forma; la presidió un óleo homónimo que está colgado ahora en el mismo muro de entonces: figura un colosal entramado color marrón que orientó las investigaciones del autor hacia su ciclo actual. Donde yo vi tripas, él ve raíces. A fin de cuentas, son armazones constitutivas del dibujo o signos de los que obtendría nuevas tensiones para propulsar la energía afuera del cuadro. ¡Qué bien prosperó esa transición de la idea de red de ritmos aleatorios, desde los lienzos hasta los relieves! La pintura Forma regresa a su lugar de origen, avalorada por esculturas a piso o voladas que pesan varias toneladas y combinan materiales de uso industrial (hierro, aluminio, concreto y plexiglás). Al Túnel plegado, de 200 kilos, no se le pudo introducir en el museo y se quedó en la plaza Primo de Verdad frente al Palacio de los Condes de Calimaya, para disfrute de los transeúntes.
La noción de “propuesta espacial” da a Irving Domínguez la justificación de su curaduría, al hacer reverberarse aquellos procesos de síntesis de una pieza a otra. La reciprocidad en la invención de la línea y del volumen, la traslación de lo pictórico a lo escultórico se concretan dondequiera que el visitante dirija la mirada. En una obra montada en un ángulo de muro, por ejemplo: un arco de hierro que puentea sendas pinturas de bastidor hexagonal; o bien en los compuestos metálicos que escoltan al políptico de 6 metros de largo Plexo (2005), enérgicamente texturado con Mowilite o resina plástica mezclada con pigmentos; y en el imponente módulo Reflejante, cuyas facetas pulidas devuelven la imagen de los cuadros circundantes.
Subyacen trazos de etapas tempranas en alguna flexión del metal fundido, en ciertas soldaduras como de anatomía amputada: las poses que contorsionaban al desnudo femenino, los cráneos de los que brotaban ramas, los laberintos… Pero había que combatir la metáfora para colocar la imagen en la cuerda floja. A partir de la condensación mimética, Alberto Castro Leñero racionalizó lo que él considera la esencia de su trabajo: conectar la obra a través del tiempo, del pasado al presente. Retrospectivamente, sus experimentaciones con los valores volumétricos de la bidimensión lograron amalgamar pinturas y esculturas en un circuito de correlaciones regenerativas.
La exposición es, en sí, un ensamblaje. No tiene discurso ni pretende demostrar nada: abarca un organismo autónomo que no se puede seccionar, donde cada pieza es un engrane del mecanismo de conjunto. Además, resume las tres modalidades en que Alberto Castro Leñero ha asimilado la escultura: una, arquitectónica o “habitable”, que produce estructuras constructivas como de Torre Eiffel o de Museo del Chopo; otra, más volátil, que evoca grandes colmenas o jaulas de malla; la última, de bulto, que nace de modelos de madera con cortes y planos trabajados con caladora, en concordancia con la simetría de un Kiyoto Ota y de un Paul Nevin.
Los niños asistentes a la inauguración lo captaron intuitivamente: hay algo de parque de diversiones en esta escenografía sensorial cuyas moles evocan esqueletos de dinosaurios. El gigante Intercambiador que recibe al visitante surte el eje de la muestra y el primer juego donde treparse como al interior de un mastodonte: un verdadero “paseo” en que se penetra bajo una cúpula geométrica para perder la gravedad pisando un camino de espejos. Luego, el interactivo Antipuerto semeja una pista de aterrizaje, con sus censores de movimiento y luces intermitentes. Más allá, es un Chac Mool multicolor que podría adornar cualquier jardín público, cual simpático animalote de resbaladilla que sin embargo exigió una complejísima preparación técnica con acero, cemento, malla metálica y mampostería.
La experiencia del intercambiador se desactivará al terminar la exposición en el Museo de la Ciudad. Subsiste un problema para el artista: ¿cuál es el destino de sus esculturas monumentales, que él está dispuesto a donar? Resulta indispensable la ayuda de las autoridades para gestionar su ubicación final, lo cual beneficiaría el patrimonio de obra pública de esta capital, tan desigual en lo que toca a la representación contemporánea, y tan dependiente de la voluntad política y de sus criterios estéticos discutibles. Existe la posibilidad de que la alcaldía de Tlalpan las acoja en una de sus dependencias, en comodato. Ojalá así sea.
AQ