La semana pasada llegó una anhelada caja con libros a mi departamento en Berlín. Eran las primeras copias del primer libro que escribí (que por azares del destino se ha convertido en mi segundo libro publicado). Como no soy madre, pero sí mujer, nunca he sabido qué contestar a quienes se atreven a usar la metáfora del parto para preguntarme por la experiencia de “gestación” de un libro. Solo diré que lograr tener entre mis manos esas 290 páginas me llevó ocho años de investigación, viajes, conversaciones, mudanzas, incertidumbres y pérdidas varias. Y que cuando por fin lo miré, no supe qué sentir. Editado en Nueva York e impreso en Londres por Bloomsbury Academic, Latin American Documentary Narratives. The Intersections of Storytelling and Journalism in Contemporary Literature es el resultado -corregido y aumentado- de mi tesis doctoral en la Universidad de Cambridge.
Para cuando pude comprobar la mágica transformación de un eterno archivo de Word a libro “de carne y hueso” había ya escrito, reescrito, corregido y editado tanto ese texto que lo que menos quise fue volver a leerme. Me quedé observando por un rato la bella imagen de la portada: un paisaje agrietado, casi abstracto, en blanco y negro. De entre varias opciones para la portada, la editora y yo coincidimos en que esta evocaba con mayor elegancia la idea de “intersecciones”, esa hibridez de los géneros literario-periodísticos sobre los que reflexiono en mi libro. Para los lectores esa imagen “Untitled” podría representar cualquier lugar y, sin embargo, no es para mí cualquier lugar: es una vista aérea del desierto de Sonora, según la mirada de mi amiga Edith Cota, fotógrafa documental que conocí cuando yo era reportera del diario El Imparcial en mi ciudad natal, Hermosillo. Entonces ambas soñábamos con hacer “buen” periodismo e investigar “la verdad” sin temor a las consecuencias. Porque en los veinte, cuando acabas de salir de la universidad y tu primer trabajo es en el diario más importante de tu ciudad, no sabes, no puedes imaginar cuáles podrían ser esas consecuencias. Hasta que un día de abril de 2005 nuestro compañero Alfredo Jiménez Mota fue declarado desaparecido. Sigue desaparecido.
Al principio no lo creíamos, debía haberse ido de viaje inesperado, de fiesta larga, alguna emergencia, porque desaparecer así nada más era inconcebible todavía (la mayor oleada de amenazas, desapariciones y asesinatos a periodistas estaba por venir). Alfredo tenía 25 años, cubría temas relacionados con seguridad y narcotráfico en la misma Unidad de Investigaciones Especiales en la que yo, escribiendo en el cubículo de enfrente, trataba de convencerme (y convencer a nuestros editores) de que otras historias (sobre arte, medio ambiente, ciencia…) y otras formas de contarlas eran posibles (obviamente, él siempre ganaba las portadas).
Si bien mis ideas en torno a la crónica y el periodismo literario como formas dialógicas de documentar la realidad tuvieron el privilegio de desarrollarse en una idílica universidad medieval, solo pudieron surgir de la experiencia de vulnerabilidad y violencia compartida con una comunidad en duelo. Latin American Documentary Narratives es un libro sobre las diversas formas de contar historias reales y sus consecuencias en países donde la libertad, la de expresión en particular, es un concepto tan frágil como sus democracias, pero también es sobre la importancia de encontrarse con el otro cara a cara y escucharlo, dar testimonio de su verdad a pesar de los riesgos.
Aunque este libro me llevó a trabajar en impresionantes archivos de Europa y el Cono Sur y a entrevistar a reconocidos cronistas (de Poniatowska a Caparrós, pasando por Villoro, Roncagliolo, Guerriero, Goldman y Alarcón), también es un intento de terminar una conversación incompleta con Alfredo. La última vez que lo vi fue unos cuantos días antes de su desaparición. Habíamos asistido a un taller sobre ética periodística en el Tec de Monterrey y de regreso a la redacción, en el auto de otro colega, conversamos largamente. Me hubiera gustado recordar con detalle de qué, pero entonces era solo una conversación de tantas que solíamos tener sobre el oficio que tanto nos apasionaba. Es por ello que mi libro, aunque incluye muchos nombres de autores “famosos” que han lidiado ejemplarmente con los problemas de la realidad que se mezcla con la ficción y viceversa, está dedicado a Alfredo, quien no tuvo tiempo de escribir libros, pero cuyo nombre también merece un lugar en la memoria colectiva. Y también está dedicado a mi padre, que al agotar los libros de cuentos infantiles que podía encontrar en una ciudad con escasas librerías, inventaba sus propias historias para que yo durmiera protegida de la realidad, imaginando mundos mágicos y bellos.
La desaparición de Alfredo y la forma en que su caso fue atendido (o, mejor dicho, desatendido) me dio el primer gran golpe de realidad y modificó para siempre mi visión del periodismo. Sigo creyendo en él, pero delimité mi campo de acción, construí mi propia trinchera para defenderlo con la distancia emocional que me protegía cuando no veía mayor protección ni para mí ni para mis colegas. Y entonces volví a la literatura, que es también un arma de defensa, como lo han sabido bien muchos escritores latinoamericanos que, a pesar de todo, siguen escribiendo por todos aquellos que ya no.
Mientras escribo esto, me entero por una nota sin firma del 8 de diciembre en la versión en línea de El Imparcial, el diario donde trabajé con Alfredo, que el Estado Mexicano —personificado en el actual subsecretario de Derechos Humanos de la Secretaría de Gobernación, Alejandro Encinas— ha pedido este miércoles disculpas públicas a la familia de Jiménez Mota porque “no pudo garantizar y proteger la integridad de Alfredo”. Atendiendo a la recomendación de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, con sede en Washington, el Estado Mexicano ha tenido que reconocer “la violación a derechos humanos fundamentales a su seguridad, a su integridad, al ejercicio de su profesión a sus derechos y libertades”. La firma del “Acuerdo de solución amistosa”, con la condición de que se investigue el caso “a fondo”, ha evitado por el momento que el caso de Alfredo sea el primero de un periodista mexicano en ser llevado a juicio ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Con sede en Costa Rica, este tribunal internacional ha concretado verdad, justicia y reparación en más de 10 casos desde 2008, al condenar al Estado Mexicano por violaciones graves a los derechos humanos, como lo son las desapariciones forzadas de personas. Después de casi 17 años se ha pedido perdón, pero faltan la verdad y la justicia.
AQ