“El Niño es el padre del Hombre”, dijo el poeta inglés William Wordsworth. Esa creatura frágil, inocente y poética por naturaleza llegó primero que nosotros, los adultos, a esta inverosímil y fatigosa realidad, a la extraña y prodigiosa experiencia de la vida. La infancia y el niño, en las artes en general y en la literatura en particular, son tópicos de caminos que se bifurcan por derroteros insospechados. Otro asunto es la literatura infantil, acotado y usufructuado por el mercado editorial. Haciendo un ejercicio de memoria, rebobinando mi película de lector en el carrete de estos renglones, muy posiblemente mi primer encuentro con un niño en los libros ocurrió en las páginas de Canek (1940) de Emilio Abreu Gómez; en medio de la crueldad y la violencia de la rebelión maya —en el Yucatán de mediados del siglo xviii—, las presencias infantiles de Guy y Exa ponían en cuestionamiento la lógica del mundo en todos los órdenes. Me acercaba al territorio de las arenas movedizas de la adolescencia cuando leí esos breves episodios sintiendo, de pronto, cierta identificación con los personajes, espejos rotos de mí mismo, revelación de antagonismos y simpatías futuros:
“Pobre del niño Guy. Es el sobrino del dueño de la hacienda y nadie lo quiere. Parece tonto. Su familia lo ha enviado al campo para que se asolee, coma cosas fuertes y se divierta. Esto es lo que dice su familia. En realidad lo han mandado al campo para que no estorbe. Es tan flaco, dice tales cosas, se le ocurren tales simplezas, que su presencia molesta. Sus hermanos han llegado a decir que no es de la familia. Cuando Guy oye esto se le humedecen los ojos, pero entonces no dice nada”.
Años después, cuando me topé con El principito (1943) de Antoine de Saint-Exupéry y Pelo de zanahoria (1894) de Jules Renard no me fue difícil localizar el filón subversivo que compartían con la obra de Abreu Gómez, los puntos de quiebre comunes al penetrar en el mundo de los adultos, sus desengaños y desesperaciones frente a las figuras autoritarias. La hipocresía y malevolencia de la tía Charo de Guy empataban a la perfección con la tacañería emocional y el pragmatismo doméstico de la señora Lepic, la madre del cándido y locuaz pelirrojo creado por Renard. Otro escenario que los narradores han inventado para la curiosidad y la aventura del niño ha sido el viaje, la necesaria expedición para fundar su utopía, la fuga apremiante para escapar de los roles convencionales impuestos por la familia y la sociedad. En tal encrucijada, Alicia en el país de las maravillas (1865) de Lewis Carroll, Las aventuras de Tom Sawyer (1876-1878) de Mark Twain, La isla del tesoro (1883) de Robert Louis Stevenson, Las aventuras de Pinocho (1881) de Carlo Collodi, por mencionar cuatro clásicos decimonónicos de renovada actualidad, abren puertas al campo, a la osadía infantil de refundar el paraíso del que han sido violenta y paulatinamente expulsados. La idealización de dicha empresa, varias décadas después y transcurridas dos guerras mundiales, fue puesta en entredicho por El señor de las moscas (1954) de William Golding, verdadera y cruel antiutopía de la inocencia, una distopía donde juego, realidad, instinto de sobrevivencia y ficción se mezclan vertiginosamente para desembocar en un autoritarismo carnicero.
Pero antes de que me encontrara con los libros citados, releídos en tiempos recientes con la finalidad de corroborar mi asombro y placer iniciáticos, me recuerdo leyendo en voz alta Platero y yo (1914) de Juan Ramón Jiménez, más o menos en la misma época de mi lectura de Canek. ¡Qué portento de prosa! El español del poeta de Moguer se torna una algarabía inacabada, cadencia, gracia y levedad de un vocabulario que se reformula en cada pasaje. Tal vez esos méritos artísticos apenas los intuí mientras avanzaba tras la sombra del borrico andaluz entre campos floridos, barrios de niños pobres, carromatos de gitanos, eras de vendimia o agostaderos de toros de lidia. La enfermedad y la muerte, como en el relato de Abreu Gómez, están presentes de una forma directa y turbadora. La muerte de Guy y la de Platero —en la misma dimensión que la de El principito— fueron traumáticas en mi experiencia de niño y adolescente lector, auténticos duelos que anticiparon el dolor familiar cuando la Parca cortaría el hilo de algún cercano de mi tribu.
En mi muy particular inventario “de infantes novelados” también marcaron mi complicidad estos libros recordados en flagrante caos y sin jerarquía celestial: Cartucho (1931) de Nellie Campobello, Hijos de la medianoche (1980) de Salman Rushdie, Las batallas en el desierto (1981) de José Emilio Pacheco, El barón rampante (1957) de Italo Calvino, Metrolandia (1980) de Julian Barnes, Canción de tumba (2011) de Julián Herbert, El rey de los alisos (1970) y Los meteoros (1975) de Michel Tournier, Árbol de noche y otras historias (1948) y Una navidad (1983) de Truman Capote, La feria (1963) de Juan José Arreola, Desierto sonoro (2019) de Valeria Luiselli, Biografía del hambre (2004) de Améline Nothom, Flor de juegos antiguos (1942) de Agustín Yáñez, Infancia de J. M. Coetzee, Fiera infancia (1982) de Ricardo Garibay, Habla, memoria (1966) de Vladimir Nabokov, El poeta niño (1971) de Homero Aridjis, Conjeturas sobre la memoria de mi tribu (1996) de José Donoso, Cuaderno de Chihuahua (2013) de Jeannette L. Clariond…
En paralelo con mis evocaciones literarias aparece un ciclo cinematográfico —por supuesto, de absoluta permanencia voluntaria— en donde no pueden faltar películas como El chico (1921) de Charles Chaplin, El ladrón de bicicletas (1948) de Vittorio de Sica, Los cuatrocientos golpes (1959) de François Truffaut, Fanny y Alexander (1982) de Ingmar Bergman, Cuenta conmigo (1986) de Rob Reiner… Paro aquí, abruptamente, mi debilidad de inventariar el mundo. Detengo mi rebobinado sabedor de que mi lista será un desvarío de impenitente glotonería al que podrían sumarse —impulsados por la arquetípica magdalena en la taza de té— otros inventarios posibles en materia artística: el niño en la poesía, infancia y pintura, el rostro infantil en la fotografía, la niñez y la música… Por otra parte, comparto las dudas de Saint-Exupéy y Juan Ramón Jiménez sobre si sus libros fueron escritos pensando en la inteligencia, el interés y la curiosidad de los infantes. En la advertencia a su obra más popular, el poeta español escribió estas líneas: “Este breve libro, en donde la alegría y la pena son gemelas, cual las orejas de Platero, estaba escrito para… ¡qué sé yo para quién!... para quien escribimos los poetas líricos… Ahora que va a los niños, no le quito ni le pongo una coma. ¡Qué bien!”. Las explicaciones no pedidas en la dedicatoria de El principito avanzan, también, por el mismo territorio de lo incierto respecto del destino de un lector ideal: “Pido perdón a los niños por haber dedicado este libro a un niño mayor. (…) Todas las personas mayores primero fueron niños (pero pocas lo recuerdan)”. Sin conclusión rotunda y unívoca, en resumidas cuentas, regreso a la poesía de Wordsworth para extraviarme en la permanencia de lo fugaz, la razón de ser y estar del habitante de un milagro:
Salta mi corazón cuando contemplo
un arco iris en el cielo:
fue así cuando empezó mi vida;
es así ahora que soy hombre:
así ha de ser cuando envejezca,
¡si no, morir quisiera!
El Niño es el padre del Hombre;
y quisiera mis días se concierten
unidos por auténtica piedad.*
* Traducción de Ricardo Silva-Santisteban.
Texto tomado del libro 'Marca de fuego. Experiencias de escritores en torno a la lectura' (Universidad de Guadalajara, 2022), coordinado por Jorge Souza Jauffred y Godofredo Olivares. Publicado con autorización de sus editores.
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