Nunca he ido a Ahualulco, pero sé de este lugar desde hace algunos años, desde aquella ocasión cuando el escritor Eugenio Partida fue a dar un taller de cuento a Zapotlán el Grande, por allá en 2005. Aunque era yo un muchacho de prepa, con poco o nulo conocimiento de la vida literaria nacional, desde aquel momento me llamó la atención que un pueblo tan pequeño contara entre sus filas a dos de nuestras grandes plumas: el ya citado Eugenio, que ha sido uno de los más constantes representantes de nuestra narrativa, y el presente Ernesto Lumbreras, a quien conocí primero como poeta y que se ha vertido en tantos otros géneros con soltura y diligencia. En cierto modo, pensé, era como si se hubieran repartido, así de compadres, la orfandad literaria que Rulfo y Arreola nos legaron en Jalisco. Conste que entiendo que no es poco decir, y no hago esta comparación de manera irresponsable.
Cuando Ernesto Lumbreras me invitó a presentar su nuevo libro (Ábaco de granizo, publicado por Ediciones Era), el cual hablaba sobre su tierra natal, me pregunté por un par de días (en lo que esperaba el ejemplar) con qué iba a encontrarme. Sabía, porque me lo adelantó, que se trataba de un libro de narrativa, y esto para mí ya era una peculiaridad. Porque ustedes sabrán, y si no lo saben les chismeo, que Ernesto es un hombre de letras en toda la extensión de la palabra: es un poeta de talento y reconocimiento precoz —uno de los ganadores del Aguascalientes, ni más ni menos, pero tiene muchos otros premios en su haber—, y es también uno de los ensayistas más relevantes de nuestro país —iba a decir “nuestro estado”, pero los jaliscienses tenemos que dejar de ser tan modestos con la exaltación de nuestras propias letras—, y Ernesto tiene también una vena de historiador que ha ejercido con laureles y con gran responsabilidad.
Ernesto Lumbreras me puso algunos cuatros que me parece muy relevante poner en evidencia. El primero de todos fue decirme que Ábaco de granizo era un libro de “poemas en prosa”; también, por cierto, me comentó que se trataba de un libro de relatos. El hecho de que lo clasificara así me parece ya una apuesta, pues lo que Ernesto ha hecho en este libro trasciende una clasificación genérica simple y definitoria. Lo digo con mucho tacto: en los últimos años, los escritores —sobre todo jóvenes— despotrican aquí y allá sobre escribir algo que vaya más allá de los géneros, o que los hibride, o que los mezcle o coyunde o copule y no sé cuántas otras metáforas se utilizan para decir que no sabemos nombrar lo que queremos escribir. Por eso, hablar de un libro que no se dirige a un género específico puede generar desconfianza, pero en este caso, nos encontramos con un ejercicio que ha conseguido, con una elegancia simple y tersa, mezclar el perfil antropológico, el cuento y la poesía.
El segundo cuatro fue que me condujo de inmediato a hacer una comparación. El texto de Lumbreras me recordó uno de mis libros favoritos, Leyendas de Tōno, del inmortal Kunio Yanagita. Un libro que inauguró los estudios folclóricos japoneses haciendo algo muy similar a lo hecho por el jalisciense: campear del tratado académico a la anécdota personal; del relato-casi-cuento de atmósferas bucólicas al poema que nos habla de la paletería del pueblo, de la estación de trenes, del burrito que cargaba un manantial de casa en casa, del balneario predilecto para los habitantes de un Ahualulco que bien podría ser todos los pueblos del mundo. El libro de Kunio, por cierto, inauguró un género —el estudio folclórico— en las letras japonesas contemporáneas. Me pregunto —y no me extrañaría si esto ocurriera— si algún proceso semejante podría conducir a que el libro de Ernesto Lumbreras inaugure, a su vez, un tipo de género: la crónica personal y melancólica de los rancheros de Jalisco, entre los cuales me cuento con todo orgullo.
Ábaco de granizo abre con un discurso que el cronista Alejandro Ocaranza supuestamente ha impartido en 1979. “Supuestamente” digo, y lo resalto, porque desde este primer relato nos encontramos con la propuesta literaria de Ernesto: mezclar la realidad con la literatura, o pintarrajear el relato real con algunos trazos del lenguaje literario. Por otro lado, el detalle de incluir a un cronista en el relato me pareció un homenaje muy certero de la vida cultural de los pueblos. Los que, como Lumbreras, somos de rancho, sabemos la importancia que los cronistas tienen para la vida cultural. Los hay como Ocaranza, que dedican su vida a la clasificación y narración de la vida histórica de sus comunidades, en una labor titánica que agota sus energías. Y, los que tienen más suerte, cuentan entre sus cronistas a personajes peculiares que de vez en cuando publican cosas para el escarnio de las comunidades culturales del lugar de origen.
Le iba a preguntar a Ernesto si el discurso de Ocaranza es real, o si se trata de una invención suya para darle más profundidad al relato autoficcional de su pueblo. Pero me ahorraré la pregunta: prefiero quedarme con la duda, e incluir al cronista de Ahualulco en la larga lista de personajes que, desde el mundo literario, me han enseñado a interpretar mi realidad.
No tengo mucho más que decir de un libro que se defiende solo. El recurso poético, la anécdota hilarante, el retrato de personajes que dan cuenta de que lo real maravilloso es uno de los elementos más comunes del paisaje rural en Jalisco y el mundo. Todos los elementos que componen Ábaco de granizo dan clara cuenta de por qué Ernesto es uno de los maestros que siguen presentes en el panorama de las letras en nuestro país.
AQ