No todos los clásicos de la modernidad literaria gozan en nuestra lengua de un reconocimiento unánime y, lo que es peor, ni siquiera de conocimiento. Una somera enumeración listaría En busca del tiempo perdido (1913-1927), La tierra baldía (1922), Ulises (1922), Las olas (1922), Las elegías de Duino (1923), La montaña mágica (1924), El proceso (1925) y varias más —no pretendo ser exhaustivo—, pero probablemente omitiría La conciencia de Zeno.
Tal exclusión podría atribuirse a su tardía traducción en castellano: en 1953, pero en realidad solo alcanzaría amplia difusión hasta 1981, en la versión de Carlos Manzano para Editorial Bruguera, hasta hoy la más popular. Como dato anecdótico, Carlos Barral cuenta en sus memorias que en los cincuenta pensó en publicar dos obras que consideraba inéditas: la primera novela de Alain Robbe-Grillet y La coscienza, pues desconocía que la editorial argentina Santiago Rueda la había ya publicado; en México, por su parte, en 1974, Carlos Montemayor la presentó como inédita y publicó unas páginas en versión suya en la Revista de la Universidad de México.
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Acaso por ello, en mayo de este 2023 se cumplió su centenario sin que la efeméride resultara en el orbe hispano una conmemoración. Sirvan estas breves líneas de invitación a su lectura.
La obra cumbre de Italo Svevo se nos presenta como la recapitulación de Zeno Cosini, quien para curar su tabaquismo recurrió al sicoanálisis. Aunque escrita en primera persona, se encuentra muy lejos de otras obras contemporáneas proclives a la subjetividad: ni invocación proustiana ni flujo de conciencia al estilo de Arthur Schnitzler o de James Joyce —cuya influencia en Svevo sería más vital que estilística— . Ordenada en seis capítulos que abordan sendos temas: “El tabaco”, “La muerte de mi padre”, “La historia de mi matrimonio”, “La esposa y la amante”, “Historia de una asociación comercial” y “Psicoanálisis”, la voz narrativa no difiere de la del monólogo convencional. Examen de conciencia antes que un análisis, Svevo está más cerca de Montaigne que de Dujardin. No será pues en el registro estilístico donde encontráremos la modernidad y vigencia de La conciencia de Zeno.
Saludada como uno de los primeros frutos de esa tortuosa relación entre el psicoanálisis y la literatura, la novela se nos presenta como una “autobiografía” —así la llama el doctor que actúa como mediador entre los papeles y el lector—, a través de la cual el protagonista busca situar el origen de sus males. Y los pluralizo porque aunque pareciera que intenta curarse del tabaquismo, muy pronto advertiremos que oculta padecimientos más arraigados: el sentimiento de culpa por su indiferencia ante el padre —¿no percibimos un eco del remordimiento de Stephen Dedalus por la muerte de la madre? —, sus celos, su fetichismo, su obsesión donjuanesca, trasunto de una profunda misoginia —no en vano es lector de Casanova, de Schopenhauer y de Otto Wininger, cuyas ideas alimentarían una misoginia literaria tan irónica como fecunda, uno de cuyos ejemplares es nuestro Juan José Arreola—, su resentimiento, envidia y odio hacia los demás… Entre los vericuetos narrativos vemos perfilarse a un protagonista cuyos enredos nos divierten, con una comicidad que anticipa a la literatura del absurdo y una neurosis que recuerda a un Woody Allen avant la lettre, pero que muy pronto descubriremos como un egoísta cuya indolencia provoca más mal que bien.
La vigencia de La conciencia arraiga no en los rasgos superficiales de modernidad —el monólogo, el psicoanálisis, los conceptos de Darwin, Freud y Schopenhauer—, sino en la configuración de un personaje cuyas decisiones, vacilantes y arbitrarias, se deben a la imposibilidad de decidir si el hombre es bueno o es malo, del mismo modo que es imposible decidir si la vida lo es. Zeno, cuyo nombre es ya un indicio de las paradojas del sentido —Zenón, el eleata—, es uno de los primeros entes literarios que ostenta una inteligencia negativa. Discurso de un inepto —concepto acuñado por su autor para referirse no solo a los excluidos sino, fundamentalmente, a los poco aptos para la supervivencia—, quizá no esté de más decir que expone su mala conciencia. Estos hombres mediocres y sin atributos —como el posterior antihéroe de Musil— poseen mayor conciencia y con ello imaginación y sentimientos. En un ensayo sobre “El hombre y la teoría darwiniana” dará a ese cariz reflexivo, que en principio considerara poco adecuado para la vida, un aspecto positivo ya que dichos ineptos serían los más preparados para enfrentar el futuro imprevisible. Svevo, quien en la mayoría de la novela, recluida a los salones hogareños y a las oficinas mercantiles, no trasmite el horror de la Primera Guerra Mundial, en las páginas finales compendia una visión que acerca a su antihéroe a otros antihéroes de la modernidad. A los de Pirandello, a los de Beckett e incluso a los de Camus. En vez de patentizar el fluir de la conciencia, el monólogo de Zeno revela que la conciencia es una enfermedad mortal. Su análisis no cala en la sique individual sino en la moral del hombre y en el miserable consuelo de la inteligencia.
Esta es la lección que un siglo después continúa agobiándonos: el fracaso de la cultura, del pensamiento, ante los vaivenes de la sociedad, que, en un auténtico descubrimiento de Svevo, se asocia con los vaivenes de la Bolsa de valores. Lejos estamos ya de los cálculos monetarios de los burgueses de Balzac o Stendhal, propios de una visión cimentada en los bienes raíces porque la perspectiva vital, la imagen cosmológica misma, era la de la estabilidad. Los valores fluctuantes económicos son los fluctuantes valores del humanismo que para la Primera Guerra Mundial quedaron pulverizados.
Víctima de las paradojas que asedian a su criatura más memorable, este escritor que asedió a la vejez para comprender la vida, no murió de viejo sino en un ridículo accidente automovilístico, como si, en el culmen de la ironía, su propio destino fuera una ilustración diderotiana.
AQ