El inicio de la guerra de independencia toma como fecha el 16 de septiembre de 1810. La consumación ocurrió once años más tarde, el 27 de septiembre, con la entrada del Ejército Trigarante a la Ciudad de México.
En ese pasaje histórico hay un personaje que permanece con los claroscuros del tiempo: Agustín de Iturbide, en primer momento el último enviado del gobierno virreinal para combatir a Vicente Guerrero, pero también el que se encargó de firmar el Tratado de Córdoba, en agosto de 1821, con lo que se dio fin al dominio español.
También proclamado emperador de México, con el nombre de Agustín I, ha estado más cerca de ser considerado un villano de la historia mexicana, una “figura problemática”, en palabras de la escritora Rosa Beltrán, que hace 25 años publicó La corte de los ilusos que, por cierto, obtuvo el Premio Planeta-Joaquín Mortiz.
La novela, primera en la obra extensa de Rosa Beltrán, narra el tiempo que va de la coronación de Iturbide a su muerte por fusilamiento el 19 de julio de 1824 después de volver a tierras mexicanas tras un breve exilio. Los lectores reconstruyen un complejo rompecabezas mediante las piezas, los puntos de vista, que ensambla un grupo variopinto de personajes: madame Henriette, la costurera parisina que crea la imagen del hombre impecable; la princesa Nicolasa, hermana del emperador, inevitablemente cleptómana y ninfómana; la Güera Rodríguez, la amante conspiradora; Ana María, la esposa que llora su desgracia en el confesionario…
La corte de los ilusos, con sus retratos de emociones y sus exploraciones psicológicas, puede leerse en clave tragicómica. El humor campea a sus anchas y se exhibe como un antídoto contra la interpretación broncínea de uno de los pasajes más debatibles de la historia de México. Ese humor proviene en general de los personajes femeninos, quienes más que comparsas que bailan al son del emperador son una suerte de timoneles que guían el curso del relato. A las dosis temperadas de humor hay que añadir la sabia intuición de Rosa Beltrán para entretejer los sueños y delirios individuales con las querellas y las ambiciones públicas.
No estamos frente a un avistamiento histórico. Rosa Beltrán imagina y recrea, pone en juego al pueblo y a la ciudad misma como testigos de un México que se debatía entre la pompa imperial y la edificación de una república.
Iturbide es una figura problemática en la historia. Ha sido excluido porque si bien fue quien consumó la independencia de nuestro país y como estratega logró unir a los tres poderes, después se asumió como emperador.
—¿Cómo se ha deteriorado la figura de Agustín de Iturbide con el paso de los años?
No se ha deteriorado; simplemente se le desconoce. Ni siquiera se sabe que sus restos están en la Catedral Metropolitana. Se ignora su historia. Por eso para mí fue fascinante reconstruirla en La corte de los ilusos y sorprendente que el libro se siga leyendo hasta la fecha. Iturbide es un fantasma. Es el fantasma con quien inició nuestra independencia.
—¿Qué tanto se le ha estudiado con objetividad, más allá de las pasiones políticas o ideológicas?
No se le ha estudiado en absoluto. Hay libros sueltos, siempre los ha habido, leídos por muy pocos, aquí y allá. Cuando estudié la primaria, simplemente no formaba parte del programa escolar.
—A 25 años de la publicación de La corte de los ilusos, ¿qué tanto ha cambiado tu visión sobre el mismo personaje?
No ha cambiado. Lo que hice fue reunir tanto la visión de sus detractores como la de quienes lo ensalzaban y mezclar ambas en un libro que afirma y niega a la vez. Esa es la magia de la literatura, a diferencia de la historia o la sociología. Si volviera escribir ese libro (es decir, si pudiera) lo haría exactamente igual.
—¿Cómo describirlo para los lectores de nuestro tiempo?
Lo primero sería entender que se puede ser héroe y villano a la vez, que todos lo somos en un momento de la historia, dejar de pensar el mundo en términos de villanos irredentos y héroes inmarcesibles, como en las telenovelas. La vida tiene matices, las circunstancias históricas y políticas obligan a sus protagonistas a tomar decisiones que no van siempre en una sola línea. No hay figuras históricas absolutamente consistentes y de una pieza. De las que creemos que existen, lo que hemos leído son hagiografías. Lo segundo sería cuestionar qué es un protagonista. Quitar a las mujeres el papel de extra que les hemos dado en la película de la Historia. Por último, incluiría literatura en los programas escolares. Sabemos mucho más de las guerras napoleónicas por Guerra y paz, de Tolstói que por los libros escritos por los historiadores o por la visión de los políticos. El problema consiste en creer que la literatura ocupa un segundo lugar en nuestro aprendizaje sobre el mundo. Sin embargo, esta no puede funcionar con personajes de piedra o de bronce.
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