Iván Illich y la epidemia iatrogénica

Ideas

El anarquista cristiano propone, sin prescindir del conocimiento científico o del médico para recuperar la salud, potenciar la respuesta del sujeto mediante la responsabilidad que tiene consigo y con la comunidad en su autopreservación.

Iván Illich, pensador y anarquista austriaco.
Carlos Illades
Ciudad de México /

Por malas razones el movimiento antivacunas que recorre el mundo insertó en el debate público la discusión acerca de los límites al Estado, la libertad personal y el bienestar colectivo. La ultraderecha es la principal vocera de este discurso libertario que considera ilimitadas las libertades individuales de los que pertenecen a la comunidad nativa y que segrega a los intrusos quienes, presume, la contaminan y corroen. Reclama aquella al mismo tiempo al Estado no interferir en la vida privada (que sea permisivo) y expulsar de su territorio a los extraños (que reprima a los migrantes). La única libertad es la del individuo/ ciudadano y ésta es irrestricta, ponderándose por encima del interés común, en este caso la salud de toda la población, independientemente del origen, condición y estatuto legal de quienes habitan el espacio nacional.

Con todo y el repliegue estatal en la formación neoliberal, que reduce al Estado al mínimo, la contingencia (sanitaria, económica y educativa) ha obligado a reflotar la noción de lo público y a plantear la indispensable intervención del ente estatal como agente regulador y proveedor de servicios básicos universales. No obstante, la producción de las vacunas en los países más desarrollados quedó en manos de las multinacionales farmacéuticas, las cuales han multiplicado desproporcionadamente sus ganancias en el mercado de la pandemia, dejando desprotegidas a las naciones más débiles y, como insinúa la cepa Ómicron del covid-19, ello aumentará la letalidad del virus a escala global. Esto reactualiza la notable crítica de la industria de la salud planteada por Iván Illich en su Némesis médica (Joaquín Mortiz, 1978), disponible todavía en las Obras reunidas I (FCE, 2006), y recientemente reeditada (Irrecuperables, 2021).

La libertad natural, supondríamos, sería el punto de partida de la argumentación de un anarquista, pero no es exactamente así. Antes bien es la ayuda mutua dentro de la comunidad la que trata de recuperar Illich en su incisivo análisis de la institución médica. En la línea de Jacques Ellul (La edad de la técnica, 1954) y Lewis Mumford (El pentágono del poder, 1970), el planteamiento illicheano es una crítica de la técnica, esa entidad que se independizó del control colectivo oprimiendo al más vasto de todos los cuerpos del planeta, el cuerpo social. Concomitante al desbocamiento técnico fue la formación de monopolios en el ámbito de la reproducción de la sociedad (salud, educación, ciencia, religión) a cargo de una élite de especialistas que se apropiaron del poder nominativo y de decisión (dictaminar la enfermedad, recetar, hospitalizar, prescribir cirugías, aislar al paciente) en estas instituciones muchas veces gestionadas por empresas particulares. Estos conglomerados (multinacionales farmacéuticas, cadenas de hospitales, firmas de análisis clínicos, compañías de seguros) privatizaron la salud en un sentido más amplio que el económico al sustraer de la comunidad al enfermo, prescindir de la ayuda mutua (los cuidados) y de las reservas comunitarias (saberes, autocontrol, prevención) para contender con la enfermedad, de manera tal que “el hospital, la catedral moderna, domina este hierático ambiente de los devotos de la salud”. Asimismo, el abuso de las medicinas (Illich habla de las curativas, no de las vacunas) debilitó las defensas naturales del cuerpo contra la enfermedad redundando, como sabemos hoy, en la mayor resistencia de los patógenos frente a los medicamentos. Esta intervención sistemática del cuerpo contemporáneo —según confió el anarquista austríaco a David Cayley— lo transformó en “la imagen internalizada de pruebas diagnósticas y técnicas de visualización utilizadas por la medicina”.

La medicina crea sus propias patologías, es decir, la iatrogenia clínica. Ésta incentiva otra de naturaleza social, en tanto que aquélla incluye los efectos secundarios de los medicamentos, cirugías innecesarias, contagios en los hospitales, diagnosis errónea, “curar” la ancianidad, y suele responsabilizar al enfermo del daño causado en su persona. La iatrogenia social traduce a escala institucional la alteración técnica del mundo de la vida, fija su racionalidad organizacional, las prioridades; reconfigura el entramado social y el medioambiente; mercantiliza la salud y paraliza la producción de bienes no comercializables; consume porciones ingentes del presupuesto público y del gasto familiar; impone a la población un nuevo modo de morir, como hizo con el nacimiento al desterrarlo del hogar. Y la iatrogenia cultural surge cuando “la empresa médica mina en la gente la voluntad de sufrir la realidad”. Será entonces necesario poner en marcha un “programa político encaminado a limitar el manejo profesional de la salud” para que la humanidad recupere “sus poderes para prestar atención a la salud, y que tal programa sea parte integral de una crítica y una restricción de amplio alcance del modo industrial de producción” (común al capitalismo y al socialismo).

La autonomía responsable y no la libertad irrestricta es la postura del teórico de la ecología política de cara a la “epidemia iatrogénica” desbocada por la medicina patógena producida industrialmente. Cuando apela Illich a la libertad frente al monopolio de la salud llama la atención con respecto de dos cosas: el socavamiento tanto de la homeostasis corporal por la permanente intervención médica como del cuidado mutuo en favor de un agente institucional que establece un control heterónomo sobre la salud. El anarquista cristiano acentúa lo contrario: recobrar la autonomía corporal y comunitaria para contender racionalmente con la enfermedad, el dolor y la muerte. Esto, sin embargo, no supone prescindir del conocimiento científico o del médico para recuperar la salud, sino potenciar la respuesta del sujeto mediante la responsabilidad que tiene consigo y con la comunidad en su autopreservación. El médico —dijo Illich a Cayley— “puede aliviar, confrontar, animar”, pero debe retirarse sin confundir su tarea en “una lucha por la inmortalidad mundana”. Y, la comunidad, apunta la Némesis médica, deberá prepararse para una batalla mayor, porque “solo la gente que ha recobrado la capacidad de proporcionarse asistencia mutua y ha aprendido a combinarla con la destreza en el uso de la tecnología contemporánea, podrá también limitar el modo industria de producción en otras áreas de importancia”.

Permanece, de todos modos, la tensión entre la preservación del grupo y la libertad individual que Illich resuelve considerando los límites. El primero es el derecho universal a la salud, por lo que la atención para algunos no pude menoscabar el acceso de los demás. El segundo es que a ningún individuo puede imponerse contra su voluntad el encarcelamiento, la hospitalización o tratarlo o molestarlo “de cualquier otro modo en nombre de la salud”. El anarquista cristiano rechaza la coacción estatal así sea en nombre del interés colectivo, admitiendo como único recurso de contención válido la responsabilidad personal con el cuidado de los otros miembros del cuerpo social cual imperativo categórico de carácter moral. Este interés colectivo no es el de unos cuantos, unidos por el color de piel, las creencias o el dinero, es el de toda la comunidad humana, donde cada uno tiene igual libertad y el derecho a definir su propia salud, “sujeto solo a las limitaciones impuestas por el respeto de los derechos de su vecino”.

Carlos Illades

Profesor distinguido de la UAM y miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia. Tiene en prensa 'Comunismo y anticomunismo en el debate mexicano' (El Colegio de México), en coautoría con Daniel Kent Carrasco.


AQ

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