Coetzee y las vidas animales

Escolios

Elizabeth Costello, fascinante personaje creado por Nobel, plantea preguntas sobre la justicia entre especies y el trance común de la finitud que todos afrontamos.

Dos elefantes caminan sobre la hierba. (Foto: AJ Robbie | Unsplash)
Armando González Torres
Ciudad de México /

Me gustan los animales y algunas de mis amistades más conmovedoras, o de mis experiencias más reveladoras, las he vivido con mis mascotas. Por lo demás, estoy convencido de la necesidad de erradicar la crueldad en la crianza y el trato a otras especies y de establecer una relación más armónica con la naturaleza. Sin embargo, desconfío del antihumanismo disfrazado de animalismo franciscano; me preocupa que se erija la organización social de las especies animales (ya sean los contraculturales bonobos o las industriosas y capitalistas abejas) como modelo humano y me aburre buena parte de la filosofía consagrada a reconstruir el contrato social poniendo en el centro a los animales y culpabilizando a los hombres. Por eso me impresiona Elizabeth Costello, el fascinante personaje concebido por J. M. Coetzee para, entre otras cosas, plantear sus preguntas sobre la justicia entre especies y sobre el trance común de la finitud que enfrentamos todos los seres vivos.

En Las vidas de los animales, Costello, la escritora de tesis feministas y extremismo animalista, viaja a su país natal a recibir un reconocimiento y dar conferencias. Ahí se encuentra con su hijo, John, a quien no ve hace años; con su nuera, a la que la unen relaciones tirantes, y con dos nietos que la ignoran. La novela es un resumen de sus argumentos y debates, de las tensas cenas académicas y de los sutiles desencuentros con su familia.

Los argumentos de Costello son deliberadamente desmesurados: la producción industrial de animales para consumo humano exhibe una crueldad equiparable a los campos de concentración nazis; cualquier forma de experimentación con los animales es condenable y el consumo de su carne constituye un crimen.

Un profesor la cuestiona: los movimientos de defensa de los animales se reputan portadores de un universal ético, pero son recientes y básicamente de origen anglosajón; la ciencia ha demostrado la inteligencia muy limitada de los animales, aun de las especies superiores, por lo que no cabe colocarlos en la esfera de los derechos humanos, y, finalmente, los animales no tienen conciencia de la muerte. Elizabeth responde que, en efecto, el movimiento político es reciente, sin embargo, las manifestaciones contra la crueldad hacia los animales se remontan a los griegos; que las mediciones de inteligencia exhiben un sesgo naturalmente antropomorfista el cual no reconoce otras formas de adaptación al ambiente y que quien diga que el animal no teme a la muerte nunca ha estado cerca de un ejemplar amenazado.

Los alegatos de Costello están llenos de ironía, tensión y asumidas contradicciones y sus descarnados ejemplos repugnan y estremecen. Por eso, este alegato amargamente humorístico conmueve y hace pensar, pues no se trata de la arenga académica en torno a un tema de moda, sino del testimonio de un espíritu misantrópico que se identifica con la misteriosa pulsión de vida de los animales y, también, con su desamparo ante la muerte.

ÁSS

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