La importancia de Jaime Humberto Hermosillo supera con mucho el tuit desangelado de Alejandra Frausto, los previsibles homenajes y la retahíla de adjetivos a su extensísima obra.
Maestro en sentido amplio, Hermosillo murió “campeón sin corona”, según se definió (en alusión a Galindo) en una entrevista que le hizo Cristina Pacheco en 2013. ¿Por qué sin corona?, preguntó ella. Él respondió: toda corona tiene su peso. El peso de la fama hubiese implicado la renuncia parcial a esa libertad que, ya se ha dicho, fue su más preciado bien.
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Ahora que ha muerto los investigadores tienen que darle su lugar; clasificar y estudiar su obra; sobre todo la gran cantidad de películas que dejó sin publicar en casi todos los formatos: antiguo celuloide de dieciséis, videocámaras caducas y celulares viejos. Vale la pena que estos trabajos vean la luz porque Hermosillo dio voz a deseos innombrables pero amorosos; escandalosos, pero siempre expresados con la despreocupación de quien tiene sentido del humor.
“¡Ay, amigo! ¡Me dejas de boca seca!”, dice una amiga al galán de Doña Herlinda y su hijo. Así nos va a dejar la obra completa de Hermosillo cuando se publique: de boca seca. Como nos dejan Astruc, Fassbinder y Jarman; Maya Deren y Kenneth Anger.
Como Astruc, Hermosillo consiguió que la cámara (cualquier cámara) fuese una suerte de lápiz con el que garabateó poemas de luz. Como Fassbinder, entró en la psique atribulada de personajes como el de la ardiente reprimida en La pasión según Berenice. En estos títulos resuena una suerte de evangelio apócrifo que anuncia que el deseo arde, sí, pero también purifica. Como Jarman, Hermosillo levantó proyectos con recursos mínimos, si bien nunca se negó a rodar con la comodidad de una producción tan buena como la de De noche vienes, Esmeralda o Naufragio. Aun así, supo trabajar al margen de los sindicatos y por ello Las apariencias engañan fue enlatada.
Hermosillo supo dirigir a profesionales como María Rojo, Alberto Estrella o Víctor Carpinteiro, pero no tuvo problemas para trabajar con no profesionales o incluso con amateurs. Supo hacer comedia convencional, pero incursionó en el virtuosismo formal con La tarea e Intimidades de un cuarto de baño. Se apropió de todos los géneros. Filmó Juventud, un bildungsroman nostálgico en el que se retrata angustiado por su ciudad natal.
Hizo también una obra minimalista y difícil como quería Lyotard: eXXXorcismos. Antes de que se pusieran de moda, tocó los temas candentes de la teoría de género y “confesó” su homosexualidad antes de que el eufemismo “gay” apareciera para temperar la violencia de la palabra joto. Trabajó con Gabriel García Márquez, con Elena Poniatowska, con Emilio Carballido, con José de la Colina, con Luis Zapata y Luis González de Alba.
Murió como vivió: fuera del centro, en la periferia. A veces hizo cine divertido, a veces frívolo. Las más de las veces, profundo.
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Atropellan a un motociclista. Los transeúntes graban cómo se desangra. Eso y no la sensualidad que propició la censura de obras como Escrito en el cuerpo de la noche es la verdadera pornografía. En estos años de videos virales resulta difícil imaginar, primero, lo que significó para los jóvenes de México la obra de Hermosillo y, segundo, lo que significó para el propio autor levantar de modo independiente sus proyectos fílmicos.
Fastidiado con tanto productor gazmoño en el cine nacional y animado por la grabación de La virgen de la lujuria de Ripstein, Hermosillo se lanzó a la aventura de hacerse independiente en el país del compadrazgo. En 1977 filmó su aventura de emancipación en clave simbólica. Amor libre cuenta la historia de dos mujeres que, por deseo, se transforman la una en la otra. En la metamorfosis ambas, como el director, se independizan, se liberan… y encuentran el mar. La homosexualidad latente en las protagonistas no es ya el tema. Es más bien una nota de carácter; la posible cicatriz de uno de tantos modos de amar.
Con Hermosillo el cine mexicano trascendió los clichés del cine de jotos y ficheras, la loquita que hacía reír al macho calado cuando aparecía en escena Alberto Rojas joteando. Esto que el experto en cine latinoamericano del Tecnológico de Virginia, Vinodh Venkatesh, llama “cine maricón” fue trascendido por completo gracias al cine de Jaime Humberto Hermosillo.
Los personajes homoeróticos abandonaron con él la vulgaridad de un cine de quinta y prepararon el camino para el gran despunte del cine nacional en estos años del siglo XXI. Y es que, más que el sexo, el protagonista de las películas de Hermosillo es la libido. Es ella quien ofrece dimensión a sus personajes. Es la libido quien devuelve burla por burla contra el machín como si fuese un búmeran: aquí el ridículo es el patético come-tortas que en La verdadera vocación de Magdalena termina casado con la mamá. ¿Y Magdalena? Libre. Como Hermosillo, que se liberó del patético star system nacional; como se liberan una a la otra los personajes de Alma Muriel y Julissa en Amor libre. Hay en esta película otras notas que atestiguan el cambio generacional. Roberto Cobo aparece en un autobús vestido como Pancho, el asesino de Manuela en El lugar sin límites de Arturo Ripstein. En un sofisticado juego de espejos, Cobo canta “En el mar”. Ya para entonces la vida era más sabrosa, más libre. “Mar” se vuelve analogía del deseo de July por Julia, ese deseo que la juventud de la década de 1970 experimentó por primera vez como posible.
Volvamos a pensar lo distinto de aquella generación. Un adolescente en aquellos tiempos solo podía ver a Hermosillo en los cines del Pecime o en el CUC de Ciudad Universitaria. Si no compraba su abono para la Muestra Internacional de Cine o no se paraba a las seis de la mañana para hacer cola en la Cineteca no iba a ver nunca ni a Hermosillo ni a Ettore Scola ni a Scorsese ni a Truffaut. Los sindicatos de taquilleros, de dulceros, de distribuidores, de acomodadores, lo dominaban todo. Televisa dictaba el qué se dice y qué se piensa, Zabludovsky era vocero del dueño de México, un hombre al que llamaban Tigre. Hacer un chiste sobre el presidente costaba la carrera al comunicador mejor plantado; ser joven era un crimen y con la policía no se transaba, se daba mordida. En ese México, que aún algunos recuerdan con nostalgia, Hermosillo normalizó la sexualidad. Eso fue arte. Si hubiese quien quisiera volver a hacer “hermosillos” sería un youtuber vulgar en el peor de los casos. En el mejor, tan solo un pornógrafo sin ton ni son.
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Según su propio testimonio, Jaime Humberto Hermosillo admiraba a tres creadores: a los cineastas George Cukor y John Ford y al dramaturgo Eugene O’Neill.
Con el primero la única coincidencia parece ser que ambos eran abiertamente homosexuales. El de Cukor es un cine preciosista que tiene poco que ver con la idea de Hermosillo de que la perfección técnica es inferior al aliento de un filme. ¿Qué tienen que ver las visiones oscuras de la existencia humana en obras como El malogrado amor de Sebastián, El Edén o Dos auroras con la elegancia cándida del David Copperfield de Cukor? Nada.
En cuanto a asumirse heredero de John Ford, la declaración resulta un poco superflua. Es como si un pianista manifestara su incondicional filiación con Chopin. En cambio, la relación con Eugene O’Neill es tan auténtica que no deja lugar a dudas. No se trata solo de que Hermosillo haya dicho que fue la versión fílmica de Largo viaje hacia la noche la que lo inspiró a dejar la contabilidad para dedicarse al cine. Un análisis somero de las búsquedas de O’Neill arroja auténtica luz sobre el espíritu de los personajes de Jaime Humberto Hermosillo. Tanto el dramaturgo estadunidense como el director mexicano comparten la suspicacia por la familia perfecta, el amor filial por las mujeres enloquecidas y ese secreto perfectamente guardado en una casa burguesa que va a estallar irremediable, repentino y cruel en el peor momento.
La obra de Hermosillo es, en efecto, como un largo e inteligente comentario al teatro de O’Neill; es una reflexión a veces lírica y a veces trágica. Se trata de una suerte de meditación que va más allá de la transgresión de la que todos hablan ahora que ha muerto. La cavilación constante en torno a la familia de Largo viaje hacia la noche condujo al cineasta al interior de sí mismo, hacia lo que adivinamos que fue motor de su existencia: esa necesidad de luchar ferozmente contra el padre para poder sobrevivir.
Como el mismo O’Neill, como el hijo mayor en la obra del dramaturgo estadunidense. El aparente cinismo de Hermosillo es en realidad la fuerza vital de Jamie Tyrone, un joven que a pesar de su sensibilidad no va a permitir que lo arrastre ni la imbecilidad del padre ni la locura de la madre ni la enfermedad del hermano. O’Neill era este hombre. Hermosillo también. Y ni uno ni otro se dejaron aplastar ni por la farándula ni por el sexo ni por la droga. No se dejaron aplastar por su generación adormilada y, al contrario, despertaron a sus espectadores.
De la familia de Largo viaje hacia la noche emanan los variopintos personajes de Hermosillo. Las mujeres encantadoras y enloquecidas. La señora Tyrone, en efecto, revive en Magdalena y en Berenice; es la Silvia que interpreta Diana Bracho en El cumpleaños del perro y es María encerrada en un manicomio en María de mi corazón. Al otro lado del espejo, el amor filial en esta familia tiene la ambigüedad homoerótica de todos esos personajes que en la filmografía de Hermosillo se atreven a soñar su deseo. En cuanto al padre, James Tyrone es en muchos sentidos el machismo y la intolerancia contra los que ambos creadores tuvieron que luchar. Es este padre (este patriarcado, dirían las feministas) quien provoca la mentira porque no puede soportar la verdad. Socialmente, muchas otras cosas unen a O’Neill con Hermosillo. Ambos disfrutaron y sufrieron una arraigada cultura católica y fueron, a un tiempo, amantes de los placeres de Dios y de los vicios del diablo.
ÁSS