Cocteau y Aschenbach

Los paisajes invisibles | Nuestros columnistas

En 'El libro blanco', el poeta y dramaturgo francés retrató cómo la homosexualidad, rechazada en el mundo real, encontraba refugio en el arte.

Jean Cocteau en 1934. (Archivo)
Iván Ríos Gascón
Ciudad de México /

A Gustavo Aschenbach lo atormentaba una ambigüedad: el deseo y la contrición. Una mezcla explosiva que lo encabalgaba en la métrica irregular de su poética personal, porque para ese hombre que esperó a la muerte en la soledad de los canales venecianos, la redención floreció de su agonía, al comprender que los últimos días que pasaría en la tierra los iba a consagrar al amor platónico y al deseo incumplido porque “el deseo se engendra por el conocimiento defectuoso”.

Jean Cocteau entendía muy bien el martirio que iba a aquejar al Gustavo Aschenbach de La muerte en Venecia de Thomas Mann. Lo exorcizó a través de un texto irónico, ridículo y demasiado dieciochesco: El libro blanco, escrito en el Hotel de la Estrella de Chablis en 1927, donde pasó la navidad al lado de Jean Desbordes, el compañero con quien creía recuperar lo que había vivido con Raymond Radiguet.

Relato del uranismo (concepto que André Gide acuñó en Corydon, sus diálogos socráticos sobre la homosexualidad), El libro blanco abre con una sospecha extravagante del narrador: su padre, probablemente, era homosexual. Con esa intuición, Cocteau da vida a un protagonista idéntico a sí mismo, inspirado en las Confesiones de Rousseau.

En las primeras páginas de El libro blanco, Cocteau anota: “El pederasta reconoce al pederasta como el judío al judío. Lo adivina bajo la máscara, y yo me encargo de descubrirlo entre las líneas de los libros más inocentes. Esa pasión es menos sencilla de lo que suponen los moralistas. Porque, así como existen mujeres pederastas, mujeres con aspecto de lesbianas, pero que buscan a los hombres de la manera especial en que los hombres las buscan a ellas, también existen pederastas que se ignoran a sí mismos y viven hasta el fin en un malestar que le achacan a una salud débil o a un carácter sombrío”.

Viaje a través de un universo no angustioso sino burlesco, el protagonista marcha a lo largo de breves puestas en escena de su educación sentimental, infancia, pubertad, adolescencia y juventud, entre atmósferas de esperma, amores peregrinos y descarrilamientos del destino y la fortuna.

El Cocteau de El libro blanco se acompaña de gitanos desnudos y compañeros de escuela que despiertan sus instintos básicos (ahí aparece Dargelos, que también es parte de Les enfants terribles de 1929), mantiene un triángulo amoroso con una puta y su proxeneta, provoca desamores trágicos y se aficiona a marineros rudos y cursis, mientras se hunde en un tórrido romance con un sujeto de nombre H., personaje híbrido de Raymond Radiguet y Jean Desbordes.

Comedia y drama, sátira y tragedia. El narrador de El libro blanco no se toma en serio nada. No aspira al heroísmo. No filosofa sobre “el amor que no puede decir su nombre” ni aspira a una redención (“admiraba la falta de éxito de Dios; es la falta de éxito de las obras maestras”) pero confirma los defectos de la experiencia verdadera: “En vez de adoptar el evangelio de Arthur Rimbaud: Éste es el tiempo de los asesinos, la juventud mejor hubiera retenido la frase: Hay que reinventar el amor. Las experiencias peligrosas el mundo las acepta en el campo del arte, porque no toma el arte en serio, pero las condena en la vida”.

Cocteau hizo ilustraciones ex profeso para la primera edición, líneas trémulas que conforman cuerpos, rostros, falos y torsos para acompañar la voz del narrador, un ser que aunque lo mismo admira que recela de los privilegios de la belleza, sabe que su influencia es engañosa porque, como años después dirá Gustavo Aschenbach a través de la pluma de Thomas Mann, “el deseo se engendra por el conocimiento defectuoso”.

AQ

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