Jean-Luc Nancy en tiempos de apocalipsis

Filosofía

El pasado 23 de agosto murió el autor de Un virus demasiado humano, uno de los pensadores más importantes de la actualidad y quien hasta sus últimos días mantuvo su impresionante lucidez.

Jean-Luc Nancy, filósofo francés. (Wikimedia Commons)
Julieta Lomelí Balver
Ciudad de México /

En Eccezione virale, publicado en “Antinomie” (un recomendable blog italiano e interdisciplinario que unifica las humanidades con las narrativas visuales) Jean-Luc Nancy responde con severidad y lucidez a los desatinos de su colega filósofo Giorgio Agamben, quien un día anterior publicó un artículo sobrado en escepticismo, en argumentos conspiranóicos y que subestimaba la gravedad de la pandemia. Pandemia que apenas aparecía en nuestro horizonte. Agamben escribía que la pandemia era el pretexto perfecto para que los gobiernos impusieran estados de excepción y al fin poder tener el control total de las libertades de sus ciudadanos. Pero no seguiré homenajeando los desatinos de la filosofía (o de ciertas figuras de la filosofía), que veces carecen de ojo crítico para hablar de su actualidad, y no por estar faltos de capacidad para hacerlo, sino porque carecen de información, de documentación, pero sobre todo de una mirada panóptica más allá de su propia disciplina.

Vuelvo a la respuesta que Jean-Luc Nancy dio a Agamben, una que de modo muy general enfatizó que la pandemia no era un asunto menor, y sí era, por supuesto, más grave que una gripa. Nancy también señala que es imposible que dicha crisis sanitaria fuera una excusa para que los gobiernos impusieran un estado de excepción maquiavélico y prolongado de manera deliberada, porque pensarlo así era una respuesta simplista, que solo se desquitaba con “los gobiernos, respondiendo con una maniobra de distracción más que de reflexión política”. Respuesta agambeniana, por cierto, nada alejada de lo que sucede cotidianamente con el pensamiento mágico y conspiranóico de la ignorancia anticientífica.

Nancy objeta a su colega italiano que “no se da cuenta de que la excepción se convierte, en realidad, en la regla en un mundo en el que las interconexiones técnicas de todas las especies (movimientos, traslados de todo tipo, exposición o difusión de sustancias, etc.) alcanzan una intensidad hasta ahora desconocida y que crece con la población. La multiplicación de esta última también conduce en los países ricos a una prolongación de la vida y a un aumento del número de personas de avanzada edad y, en general, de personas en situación de riesgo”. Nancy entendió, antes de morir, que algo monstruoso se cocinaba en las entrañas del planeta. Él sentía que algo se había fracturado en la última mitad del siglo pasado, quizá la unidad y estabilidad de un mundo moderno que aún podía sostener a su población. Por ello, el estado de excepción maquiavélico y controlado por los gobiernos del mundo del cual hablaba Agamben —y muchos otros— no existe para Nancy, porque la excepción ya era la regla desde hace algunas décadas: “vivimos en una especie de excepción viral —biológica, informática, cultural— que nos pandemiza. Los gobiernos no son más que tristes ejecutores de la misma”. Solo eso, “tristes ejecutores del estado de excepción” inminente. Nunca alegres o empoderados planeadores del mismo. ¿A qué se refiere Nancy?

A finales del año pasado se publicó Un virus demasiado humano (Un trop humain virus), volumen que reúne las reflexiones que el filósofo francés había escrito a lo largo del 2020 sobre la pandemia. No hay que dejar de admirar, y para ello evoco las palabras de otro filósofo francés, Paul Ricoeur, que Jean-Luc Nancy estuvo “Vivant jusqu’à la mortsuivi” (“vivo hasta la muerte”), escribiendo hasta su muerte. En Un virus demasiado humano, como la voz del profeta que canta su adiós no sin antes prevenir a sus discípulos de lo que viene, Nancy considera que en el mundo estalla una serie de fenómenos desastrosos. El fin o el inicio de una época, algo monstruoso que aún nadie sabe bien hacia dónde se dirige, y que no podríamos entenderlo bajo el nombre de figuras o instituciones concretas, ni tampoco bajo la bandera de una nación o ideología: “No hay aquí ningún cálculo solapado de no se sabe qué conspiradores maquiavélicos. No hay un abuso particular de los Estados. No hay más que la ley general de las interconexiones, cuyo control es el desafío de los poderes tecnoeconómicos”.

Somos nosotros mismos, la especie humana, los autores de nuestra propia tragedia. La tragedia no es el rompimiento con la modernidad, sino la secuela de la sobre industrialización humana que, sobrevalorada y confiada en la idea de progreso, en la técnica y los bienes materiales, intentó superarse siempre a sí misma. Pero que por el contrario, como piensa Nancy, la humanidad misma quedó superada por las condiciones materiales que quiso conseguir para legitimar su superioridad. Se ha superado demasiado, “lo que era divino se ha vuelto humano, demasiado humano (…) La modernidad estuvo largo tiempo bajo el signo de la frase de Pascal: ‘el hombre supera infinitamente al hombre’. Pero se supera ‘demasiado’ —es decir, sin elevarse ya a lo divino pascaliano—, así que no se supera en absoluto”.

Eso que es divino, no es otra cosa más que lo que no produce el hombre: la vida, la comunidad abierta por la naturaleza, la complejidad de los cuerpos, la comunidad originaria comprendida desde el desobramiento, más allá de la obra humana, desde lo que no puede ser creado por los hombres. Porque la comunidad (y esto lo dirá muchos años antes), “nos es dada con el ser y como el ser, bastante más acá de todos nuestros proyectos, voluntades y empresas. En el fondo nos es imposible perderla”. Esta comunidad humana, ahora, más bien se enreda “en una humanidad superada por los acontecimientos y las situaciones que produjo”. Con la pandemia nos percatamos de ello, con el virus “descubrimos incluso hasta qué punto lo viviente es más complejo y menos comprensible de como lo representábamos”. Y también entendimos que no hay medio que valga para extinguir esa virulencia de lo divino. No hay modo posible de contrarrestar esa monstruosidad que la naturaleza desata ante los excesos de una humanidad demasiado confiada en su infalibilidad.

Solo así, aceptando los abusos cometidos por nosotros, seres arrogantes, y ante la amenaza de un futuro empobrecido en términos vitales, “comprenderemos mejor hasta qué punto el término ‘biopolítica’ es irrisorio en estas condiciones: la vida y la política nos desafían juntos”. No hay, hasta ahora, solución certera a la crisis sanitaria, pero tampoco parece haberla para el calentamiento global. ¿Qué cosa podría evocar un límite? Tal vez justamente la evidencia de muerte que el virus nos evoca (…) La virulencia de la crisis, sus efectos inmediatos y todavía más previsibles de agravamiento de las condiciones de los más pobres permiten decir que reúne de manera impactante los rasgos del mal”. Del mal como una existencia volcada al infortunio, al sufrimiento, al hambre, a la muerte.

Jean-Luc Nancy, sí, el gran filósofo que posiblemente comprendió bien el fin de una época, murió hace algunos días a causa de uno de esos berrinches de lo divino, de esa naturaleza imponente que no perdona, una peccatata minuta de la vida humana: que mentes como las de Nancy sean finitas. Solo queda atender en lo posible a esa preocupación que nos heredó en tinta antes de su huída a la nada, que la crisis sanitaria actual es más que una pandemia mundial, es una “enfermedad más grave que alcanza a la humanidad en su respiración esencial, en su capacidad de hablar y de pensar más allá de la información y el cálculo”, podemos buscar un paliativo a ello, o una solución más profunda, o quizá, dada la metástasis del padecimiento, podría ser posible que a este síntoma “le sucedan otros hasta la inflamación y extinción de los órganos vitales. Esto significaría que la vida humana, como toda vida, llega a su término”.

​AQ

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