A principios de 1947 llegó a la Librería Francesa de la Ciudad de México (Reforma 12) un cargamento de novedades. Destacaban dos libros del ya afamado y vituperado filósofo Jean-Paul Sartre: L’être et le néant (1943) y L’existentialisme est un humanisme (1945). Muy pronto las candentes tesis de Sartre (“la existencia precede a la esencia”, “lo esencial es la contingencia”, “el hombre es una pasión inútil”) circularon de boca en boca y de corrillo en corrillo por los cafés de Bucareli. Se alternaba la fascinación con el escándalo y el repudio. Los jóvenes filósofos del Grupo Hiperión (Emilio Uranga, Jorge Portilla, Luis Villoro…) se tomaron muy en serio el estudio del “existencialismo francés” (una enorme bocanada de oxígeno frente a las sofocantes nieblas germanas de Martin Heidegger), pero eran poquísimos los que podían transitar por estos caminos escabrosos de la fenomenología y la ontología. Casi nadie pasaba del primer capítulo de L’être et le néant. Sartre, por fortuna, además de escritor de densos tratados filosóficos, era un literato divertido y competente. La traducción al castellano de su novela La náusea (Editorial Losada de Buenos Aires) llegó a México a inicios de 1948. Por esas fechas también hizo su arribo el teatro existencialista.
El 20 de febrero a las 8:30 de la noche, en el salón de actos del Sindicato Nacional de Telefonistas (calle Villalongín 50), se estrenó la obra teatral La pícara puritana (La putain respectueuse). Era el debut del grupo de Teatro de Arte Moderno que capitaneaba Jebert Darién. “Antes de la representación, Xavier Villaurrutia dijo unas palabras sobre el teatro y la filosofía existencialista de Sartre y se refirió también al esfuerzo de los grupos experimentales de teatro… El pequeño local de los Telefonistas estaba pletórico, y era de veras estimulante ver tantas caras nuevas, tantos muchachos y muchachas atentos a una escena en que sus amigos vivían las violentas situaciones de esta obra cuyo antiyanquismo era recibido con sintomáticos aplausos”.* Nunca antes en toda Hispanoamérica se había representado una obra de Sartre.
Álvaro Arauz Pallardó (1911-1970) tradujo, casi enseguida, Morts sans sépulture (Muertos sin sepultura, 1946) y Huis clos (A puerta cerrada, 1944). Esta última se estrenó el 2 de septiembre de 1948, de nueva cuenta en el Sindicato Nacional de Telefonistas y a cargo del grupo de Teatro de Arte Moderno. “El salón estaba absolutamente repleto, y todo el mundo fumaba hasta hacer intolerable la atmósfera”.** Entre jirones de humo, los mexicanos escucharon por vez primera la rimbombante frase: “¿A quién hace falta el fuego eterno? El infierno son los Otros”. “Las familias estaban verdaderamente sorprendidas e incómodas, y se dieron prisa en salir en cuanto terminó la representación bien actuada y bien dirigida”.
Cosa rara: Les mouches (Las moscas, obra de teatro estrenada en París el 3 de junio de 1943) pasó más o menos desapercibida. Sartre rehabilita allí el mito griego de Orestes: luego de quince años de ausencia, el hijo del rey Agamenón acude a Argos, una ciudad sumida en la culpabilidad y la desesperación, para vengar el magnicidio de su padre a manos de Egisto y Clitemnestra. El Orestes de Sartre no es víctima ignorante de ningún fatalismo. Lo vemos titubear en las primeras escenas y lamentarse, una y a otra vez, de su condición de exiliado. No sabe cómo actuar. ¿Tendría que hacer caso a su furiosa hermana Electra y blandir su espada en contra de los reyes impostores? ¿O tendría que atender a los consejos del dios Júpiter y dar marcha atrás, dejando que Argos se pudra y fermente en su propia culpa?
Llega entonces el momento de la anagnórisis: Orestes descubre el secreto que tanto dioses como reyes guardan celosamente: la “dolorosa verdad” de que el hombre es libre. Orestes elige matar a Egisto y Clitemnestra. “Ya no hubo nada en el cielo, ni Bien, ni Mal, ni nadie que me diera órdenes… No soy ni el amo ni el esclavo. ¡Soy mi libertad!” Asumiendo la total responsabilidad de su elección es que Orestes consigue sacudirse de encima a esas criaturas viscosas, zumbonas y de muchos ojos condenatorios que son los remordimientos.
En uno de los momentos más emocionantes de la obra, Orestes-Sartre le planta cara a Júpiter y le espeta la siguiente tesis existencialista: “(Actúo) fuera de la naturaleza, contra la naturaleza, sin excusa, sin otro recurso que en mí. Pero no volveré bajo tu ley; estoy condenado a no tener otra ley que la mía. No volveré a tu naturaleza; en ella hay mil caminos que conducen a ti, pero sólo puedo seguir mi camino. Porque soy un hombre, Júpiter, y cada hombre debe inventar su camino”.
Una representación de Las moscas hubiese causado revuelo en México (como más tarde lo causaría en Berlín o en Praga). Los mexicanos no nos concebíamos como un pueblo de victimarios que se flagela “del alba a la noche y de la noche al alba” (nos concebíamos, en todo caso, como víctimas), pero digamos que era una obra que casaba muy bien (mucho mejor que La pícara puritana) con nuestra tradición teatral. La comparación con la Ifigenia cruel (1923) de Alfonso Reyes hubiese sido inevitable, no sólo por la aparición de Orestes, hermano de Ifigenia, sino por la exaltación (muy poco helenística) de la libertad individual. El recurso era básicamente el mismo: reactualizar los mitos clásicos y hacerlos hablar en un lenguaje entendible del siglo XX.
La Ifigenia de Reyes es presa de dos sucesivas angustias: la de no recordar su origen y la de no aceptar como suyo el destino de su estirpe maldita (los Atridas). Orestes reclama a Ifigenia para su familia: “Me seguirás y ceñirás la vida/ a que las altas normas te condenan./ …/ ¿Quieres romper con la Necesidad/ vuelta contra el latido que llevas en el vientre?/ ¿Y qué harás, insensata,/ para quebrar las sílabas del nombre que padeces?”.
Ifigenia, sobreponiéndose a la fatalidad, responde con dos palabras: “¡No quiero!”. Las lamentaciones finales del coro resultan impotentes: “llámate a ti misma como quieras:/ ya abriste pausa en los destinos, donde/ brinca la fuente de tu libertad”. “¡Oh mar que bebiste la tarde/ hasta descubrir sus estrellas:/ no lo sabías, y ya sabes/ que los hombres se libran de ellas”.
En ambas piezas dramáticas (la de Reyes y la de Sartre) la moraleja es parecida: el ser humano no está en el mundo para cumplir con mansedumbre los planes de algún dios tiránico ni para acoplarse al canto, reglado y mineral, de las estrellas. Con Las moscas, el panteón francés ganaba a Orestes como héroe existencialista. En México teníamos algo mejor: teníamos una heroína existencialista: nuestra Ifigenia cruel. Es una pena que se nos haya olvidado.
Podemos estirar un poco más la liga y afirmar que otros leitmotivs del existencialismo, como la “autenticidad”, la relativización de la verdad, la simulación o el fingimiento, la vocación crítica y moralizante, ya estaban presentes en nuestro teatro, desde La verdad sospechosa de Juan Ruiz de Alarcón (de 1624) hasta El gesticulador de Rodolfo Usigli (1938).
* Salvador Novo, La vida en México en el período presidencial de Miguel Alemán, México, Empresas Editoriales, S.A., 1967, p. 142.
** Ibíd., p. 234.
José Manuel Cuéllar Moreno es maestro en Filosofía de la Cultura por la UNAM y en Filosofía Contemporánea por la Universidad de Barcelona. Autor, entre otros libros, de La revolución inconclusa. La filosofía de Emilio Uranga, artífice oculto del PRI (Ariel, 2018).
ÁSS