Con solo seis largometrajes en su haber, la austriaca Jessica Hausner (1972) se ha afianzado como una de las portavoces más propositivas del cine contemporáneo. Hotel (2004), su segundo filme, entronca con esa especie de metafísica del terror planteada por directores como David Lynch, Roman Polanski y el Stanley Kubrick de The Shining (1980), olvidándose de clichés para internarse con paso firme y angustiante en un terreno familiar que acaba por volverse terra incognita o Unheimlich, para usar el término acuñado por Sigmund Freud en 1919.
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Así lo dice la propia Hausner: “La clásica película de horror representa un alivio para el público: el miedo y el lado sombrío de las cosas tienen un rostro. Lo que me interesó fue evitar justo algo por el estilo y abordar la esencia misma del miedo […] También me sedujo el reto de recrear la noción generalizada de lo enigmático. La trama de Hotel gira en torno de un misterio a todas luces peligroso que la gente intenta resolver empleando diversos métodos, pero que a fin de cuentas no se resuelve. Es un miedo básico: el pavor a la oscuridad, la soledad y lo incomprensible”.
La trama, abundemos, es de una sencillez engañosa: Irene (Franziska Weisz), una joven que ha dejado el hogar paterno, es contratada como recepcionista —y, se intuye, centinela del sótano— del Waldhaus, un hotel en los Alpes austriacos cuya pulcritud raya en la asepsia clínica y que gracias al ojo del cinefotógrafo Martin Gschlacht remite al Overlook, la entidad maléfica erguida en las montañas de Colorado donde se sitúa The Shining. Al contrario de la cinta de Kubrick, dominada por una cámara que acosa a los personajes como si fuera un cazador etéreo, Hotel se construye con base en extensas tomas fijas —los únicos paneos, dato simbólico, se reservan casi por entero para el plano onírico— que ayudan a generar una inquietud in crescendo que será acentuada por la ausencia casi total de música de fondo y por la presencia invisible de Eva, la recepcionista anterior desaparecida en circunstancias difusas, cuyo pelo oscuro captado en un retrato contrasta con la cabellera rubia de Irene. (La dualidad femenina tan cara a Alfred Hitchcock salta a la vista.)
A cargo de Frieder Glöckner, el diseño acústico de Hotel —ruidos que parecen venir de otra esfera, quizá la exteriorización de los demonios interiores de Irene; murmullos que cristalizan en el avemaría rezado obsesivamente por la esposa del conserje (Rosa Waissnix); melodías ambientales que se interrumpen de modo constante— facilita la irrupción de lo siniestro y obliga a pensar en Lost Highway (1996), en lo que David Lynch dice acerca de la morada de su protagonista escindido: “La casa es un sitio donde las cosas pueden ir mal, y los sonidos vienen de esa noción”; una noción que evoca a su vez el postulado del crítico y teórico estadunidense Fredric Jameson: “La tendencia más profunda de lo posmoderno a una separación y una coexistencia de niveles y subsistemas [ha hecho que el sonido] funcione como contrapunto de lo visual en lugar de simplemente subrayarlo”.
Pródigo pues en indicios sonoros que denotan una anomalía más psíquica que física, el filme de Hausner cuenta con otros elementos duales: los pasillos en tinieblas del hotel —uno se vuelve pesadilla recurrente— se prolongan en la floresta y sobre todo en la gruta regidas por el mito de la Señora del Bosque, una mujer acusada de brujería y llevada a la hoguera en 1591 que recuerda no solo los relatos de los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm —influencia que la cineasta admite— sino The Blair Witch Project (1999), y cuya efigie se conserva en una vitrina; la piscina limpia y tenebrosa donde nada Irene se desdobla en el estanque cubierto de lirio en que la policía descubre algo que puede o no ser el cuerpo de la recepcionista desaparecida. Estamos en el reino de la incertidumbre y la alienación, habitado por seres que se niegan a revelar el secreto que los une, cercado por una espesura donde un grito femenino se oye tres bíblicas veces —en la realidad y en el sueño—, controlado por una amenaza que convierte a los objetos en fetiches lúgubres como sucede en The Tenant (Polanski, 1976): las gafas de Eva, localizadas en un cajón, que Irene debe usar cuando las suyas se rompen; el amuleto de la suerte que se esfuma para ser hallado luego entre los árboles y que Irene presta poco antes del final de la película, sin notar su semejanza con el emblema que figura en el umbral de la cueva trocada en santuario de la Señora del Bosque. (“La única Señora del Bosque que conozco eres tú”, dice a Irene su novio Erik [Christopher Schärf] en algún momento).
Estamos en una atmósfera en que prevalecen las miradas oblicuas, los corredores sojuzgados por sombras ancestrales y las cortinas que ocultan un desasosiego similar al de Blue Velvet (Lynch, 1986), los empleados-robots y los huéspedes inadvertidos. Estamos en una de las grandes herencias góticas: el espacio hechizado, ahí donde el inconsciente libera sus hordas de fantasmas.
Esos fantasmas cobran una presencia sustancialmente diferente en Amour fou (2014), el cuarto largometraje de Hausner, que se concibe como un prodigio formal para reconstruir el controvertido pacto suicida entre el poeta y dramaturgo romántico alemán Heinrich von Kleist y Henriette Vogel, la mujer casada a quien este llevaba tres años y a la que sedujo —y manipuló— con la promesa de la inmortalidad. Con un ascetismo cercano tanto a Ingmar Bergman como a su compatriota Michael Haneke, cuya influencia es notoria por el rigor visual y la ausencia de una banda sonora, Hausner explora el acuerdo autodestructivo que se selló en el lago Kleiner Wannsee de Berlín el 21 de noviembre de 1811. Son innumerables los hallazgos de Amour fou, que renuncia a las convenciones de la biopic para centrarse en el estado psíquico de los dos personajes que se mataron para llevar a una cima extrema y mórbida los principios del romanticismo, y entre esos hallazgos destaca el retrato de los trastornos mentales, específicamente la depresión, como reflejo de las tinieblas en que la medicina naufragaba aún a inicios del siglo XIX, antes de la llegada de Sigmund Freud, una época en que la ciencia era ciega a la mente. Más allá del fascinante sustrato histórico que le da sostén, Amour fou expone sin miramientos el modo en que las alteraciones anímicas suelen pasar desapercibidas para quienes se niegan a admitir su existencia. Es esta una obra esencial para comprender la importancia de la salud mental, que, como sabemos ahora, muchas veces termina por repercutir fatalmente en la salud física.
Merced a Martin Gschlacht, cinefotógrafo de cabecera de Hausner desde su debut (Lovely Rita, 2001), Little Joe (2019), el quinto largometraje de la austriaca, consolida su rigurosa propuesta estética. El entusiasmo que me habían generado Hotel, Lourdes (2009) —el tercer largometraje de la cineasta— y Amour fou creció con esta arriesgada cinta que parte de una interrogante perturbadora: ¿qué ocurriría si la creación de plantas y la búsqueda de la felicidad se conjuntaran en una mezcla mortal para la raza humana? Con este postulado singular, Hausner y su coguionista Géraldine Bajard —una mancuerna creativa que nació a partir de Amour fou— tejen una historia que oscila entre la ciencia ficción y el horror y es protagonizada por Alice (la admirable Emily Beecham), una ingeniera genética que acaba de entrar a trabajar en una empresa de biotecnología para la que produce la flor que bautiza el filme y que contra todo pronóstico comienza a desarrollar una malévola inteligencia propia, mitigando la esterilidad asignada por Alice con una capacidad de infectar —¿de preñar?— el cerebro de las personas que tienen contacto directo con su polen. Con una tensión bien sostenida en la que acumula elementos freudianamente siniestros, empezando por la transformación de quienes aspiran la simiente de la planta en seres que se asumen jubilosos aunque en realidad no parecen experimentar transformación alguna, Hausner hace que sus personajes transiten por espacios asépticos y vagamente futuristas que se tornan macabros gracias en parte al diseño de sonido de Erik Mischijew y Matz Müller y en los que no deja de dar la impresión de que la angustia y la paranoia son en el fondo otros materiales manipulados por una industria científica que ha perdido el control. Novedosa exploración de los senderos torcidos por los que puede correr la maternidad, lo que queda claro con el eficaz golpe final que otorga una capa más densa de significado a la trama, Little Joe es una obra que esquiva hábilmente todos los tópicos de los géneros a los que acude para lanzar una advertencia punzante: en estos tiempos desquiciados que vivimos, aun la felicidad o el concepto mismo de felicidad es capaz de resultar aterrador.
Igualmente aterrador, además de deslumbrantemente perverso, es Club Zero (2023), el sexto largometraje de Hausner, una especie de manjar envenenado que surte su efecto despacio, una crítica feroz a la llamada alimentación consciente que ha sido cocinada como una delicatessen letal. En una época caracterizada por los múltiples trastornos alimenticios que cunden entre la población juvenil —anorexia y bulimia, por mencionar los dos más comunes—, Club Zero cae con la potencia de una bomba al idear una secta creada en el núcleo de un exclusivo colegio privado que poco a poco se precipita al abismo del ayuno. Miss Novak, la nutrióloga vuelta líder o más bien sacerdotisa del culto imaginado por Jessica Hausner y su coguionista Géraldine Bajard, se guía por los preceptos de la autofagia y la privación y es interpretada con maestría gélida por Mia Wasikowska, que entrega el papel de su carrera hasta ahora. Gracias a la labor del infalible cinefotógrafo Martin Gschlacht, Club Zero apela de nueva cuenta a una elegancia visual en medio de la que la ponzoña anecdótica queda aún más patente para provocar un espeluznante goce estético. En verdad son muy pocas las cineastas actuales que apuestan por historias polémicas, provocadoras, y Hausner es una de ellas; Club Zero es la muestra más reciente de su talento iconoclasta, que no comulga con las tendencias narrativas en boga.
Soy fiel al trabajo de Hausner desde Hotel, que me dejó asombrado con su propuesta radicalmente distinta de cine de horror, y Club Zero reafirma ese asombro con la astucia maliciosa de su argumento. Completamente ajena a la corrección política, Hausner cierra su cruel fábula alimentaria con una parodia llamémosle escolar de La última cena de Leonardo da Vinci, y se ciñe a solo cinco apóstoles que siguen a su propio Jesucristo femenino hasta el paisaje espectral representado en el único cuadro que cuelga en la oficina de Miss Novak (“Es mi lugar favorito”, dice la maestra en algún instante como si se refiriera a su nirvana particular).
La premisa radical de esta película, su retrato tanto de los mecanismos de control diseñados mediante la alimentación como de las maneras insidiosas en que el fanatismo echa raíces en espíritus maleables, son de una originalidad extraordinaria y plantean un modo innovador de abordar las religiones que promueven el hambre como vehículo para la purificación y el ascenso a un estadio superior de conciencia y/o existencia y de exhibir las secuelas nocivas de la manipulación psicológica, analizadas desde otro ángulo en Amour fou. La fe, última palabra formulada en Club Zero, había sido abordada en Lourdes a través del periplo de Christine (Sylvie Testud), una chica discapacitada que acude al célebre santuario francés en pos de un milagro, así que es curioso descubrir el mismo tema contrastado en dos cintas de la misma directora. La fe, de igual forma, impregna uno de los mayores misterios de Club Zero: el extraño icono al que Miss Novak se dirige como “Madre” —¿eco lejano de la matriarca electrónica de Alien (1979) de Ridley Scott?— en plegarias que invocan una suerte de energía telúrica y que remite a la Señora del Bosque de Hotel. Jessica Hausner es experta en sembrar acertijos que eluden las soluciones obvias y corroboran que el mundo es más enigmático de lo que alcanzamos a percibir a simple vista.
AQ