En 1952, Joan Didion (Sacramento, California, 1934) aspiraba a ser alumna de la Universidad de Stanford. En abril de ese año, sin embargo, recibió una carta que le quitó la ilusión: “el Comité no puede incluirte en el grupo de admitidos”. Todos sus amigos, en cambio, sí habían sido aceptados en la prestigiosa institución. Por eso ella se sintió humillada e, incluso, se planteó tragarse un frasco caducado de aspirinas con codeína. Su padre la vio muy triste, le preguntó qué le pasaba y ella le contó que la habían rechazado en Stanford. Él se limitó a encogerse de hombros y a ofrecerle una copa para que se sintiera mejor. Luego ella fue admitida en la Universidad de California en Berkeley y se conformó y se desempeñó como una gran estudiante y, con el paso del tiempo, se convirtió en escritora y en un icono cultural de su país.
Años más tarde, Didion encontró muy angustiada a su sobrina porque la universidad en la que solicitó una plaza tardaba demasiado en darle una respuesta. La escritora conversó con la chica con la intención de calmarla y concluyó que ella tuvo mucha suerte en no haber sido criada bajo muchas presiones. Los padres de ahora, pensó, “le exigen a sus hijos no sólo que triunfen para sí mismos, sino también para mayor gloria de ellos. Y, a los 17 años, ya es bastante difícil averiguar cuál es tu papel en la vida para que encima te den un guión ajeno”.
Esta mujer de cuerpo frágil y mirada aguda escribió la anécdota y la reflexión en un artículo para el periódico Saturday Evening Post, incluido en su nuevo libro (en español) titulado Lo que quiero decir (Literatura Random House), una recopilación de ensayos y crónicas publicados entre 1968 y el año 2000. Son textos de sus primeros pasos como periodista, conferencias sobre el oficio de escribir y perfiles de personajes de la cultura pop contemporánea. Hay un retrato de Nancy Reagan y otro, tan mordaz como certero, de Martha Stewart, la “perfecta ama de casa”, las crónicas de una reunión de ludópatas y de la visita a la mansión del magnate de la prensa estadunidense William Randolph Hearst o una entrañable evocación de Tony Richardson, cineasta y amigo íntimo de la autora. Pero entre todo el material de este libro (12 piezas) destacan sus reflexiones y lecciones sobre escritura.
En el origen de todo (y, más adelante, con cierta frecuencia) estuvo la inseguridad. Joan Didion estudiaba literatura inglesa en Berkeley y sentía que sus compañeros eran más mayores y más sabios y más experimentados y más independientes y más interesantes que ella. En consecuencia, creía, ellos podrían escribir sobre casi cualquier cosa y hacerlo bien. “Yo en cambio no tenía pasado y en las clases de escritura me quedaba claro que tampoco tenía futuro”, se decía así misma. No obstante, al salir de la universidad empezó a ganarse la vida escribiendo. Entró como redactora a la revista Vogue y se encargó de los pies de foto. Esa fue su gran escuela. Porque, en textos tan pequeños, cada palabra cuenta. Así que se volvió experta en sinónimos y en trucos gramaticales y en una coleccionista de verbos. Pero también en una perpetua practicante de la reescritura. Porque cada que entregaba algo, su jefa le salía con un “repásalo una vez más, cielo, todavía le falta un poco” o, si no, un “recórtalo, límpialo, ve al grano”. Se dio cuenta de que la fluidez y la precisión tenían que ser absolutas en una revista mensual que generaba ilusión entre el público femenino. “Ir a trabajar a Vogue, a finales de los 50, era como entrenarse en las Rockettes”, recordó varios años después.
Gracias a ese trabajo se sintió cómoda con las palabras y empezó a apuntar lo que veía, oía, recordaba e imaginaba. Así surgió su primera novela, Río revuelto. La publicó y… entonces empezó a sentir “un miedo común entre la gente que acaba de escribir su primera novela: el miedo a no escribir nunca otra”. Mientras conseguía un argumento sólido para una historia larga, se decantó por escribir relatos que su agente enviaba a varias revistas pero que, casi siempre, se los rechazaban. Y esos rechazos la empujaron a hacer a un lado los textos cortos y a centrarse en hacer novelas.
La ficción ha sido para ella un camino paralelo a sus crónicas, reportajes y ensayos (por los que es más conocida) y, cuando los profesores de escritura creativa le pedían que le diera una charla a sus alumnos, comenzó a reflexionar sobre su trabajo: “Escribo estrictamente para averiguar qué estoy pensando, qué estoy mirando, qué veo y qué significa. Para averiguar lo que quiero y lo que me da miedo. (…) La ordenación de las palabras importa y la ordenación que buscas la puedes encontrar en tu mente. Esa imagen te dice cómo has de ordenar las palabras y la ordenación de las palabras te dice, o me dice a mí, qué está pasando en la imagen. Nota bene: te lo dice ella a ti, no se lo dices tú a ella”.
De esta manera, explica, surgió su novela Una liturgia común. Buscó un espació y, con imaginación, lo llenó de personajes y acciones. Pero, ¿quiénes eran esos personajes y por qué quería contar esa historia? “Déjenme que les diga una cosa acerca de por qué escriben los escritores: si yo hubiera conocido la respuesta a cualquiera de esas preguntas, no me habría hecho falta escribir una novela”, asegura.
A reserva de lo anterior, las páginas de Lo que quiero decir valen, sobre todo, porque incluye la magistral disertación que Didion hizo en 1998 sobre Ernest Hemingway (“un escritor que renovó el idioma inglés y cambió los ritmos de la forma en que las siguientes generaciones escribirían”). Parte un exhaustivo análisis del primer párrafo de Adiós a las armas. Son “126 palabras que me siguen resultando igual de misteriosas y emocionantes que la primera vez que las leí”, afirma, y enseguida da cuenta del número de sílabas de cada una de esas palabras y se fija en la importancia de la colocación de las comas. Todo, sostiene, “proyecta exactamente lo que debe proyectar: una sensación de frío, una premonición, un vaticinio de la historia que está por venir, la conciencia de que el autor ya ha desplazado su atención desde finales de verano a una estación más oscura. El poder del párrafo, que ofrece la ilusión pero no la realidad de la especificidad, deriva precisamente de esa omisión deliberada, de la tensión que genera la información que no se da”.
Tal vez sea Hemingway la mayor influencia en toda la obra de Joan Didion (obsérvenlo en el cuidado y la precisión que tiene con las palabras, los signos de puntuación y hasta con el uso de las preposiciones que le dan un ritmo particular a sus textos). De él aprendió principalmente, según confiesa, “la capacidad para continuar cuando la cosa está peor y parece insalvable”. Fue lo que hizo ella con sus dos libros más conocidos, El año del pensamiento mágico y Noches Azules, sobre el dolor y el duelo por la muerte de su marido y de su hija, con los que ya ocupa un lugar privilegiado en la historia de la literatura anglosajona.
AQ