Los muertos prematuros suelen dejar una huella más profunda en la memoria. John Keats es un claro ejemplo de ello, con una biografía prácticamente predestinada a la romantización debido a sus orígenes humildes, su enfermedad mortal, sus ambiciones frustradas, su amor no correspondido y su extraordinario talento. Sólo tenía veinticinco años cuando murió en Roma, el 23 de febrero de 1821.
Allí, en contra de su buen juicio, acurrucado en un suave clima mediterráneo, había esperado recuperarse. Médico de formación —atendió primero a su madre y luego a su hermano menor en la última fase de su enfermedad tuberculosa—, Keats descubrió su estado de salud un año antes de su muerte, al ver una mancha de sangre, roja y brillante, sobre su almohada. De su entonces compañero de habitación y amigo íntimo Charles Brown ha llegado hasta nosotros una de las innumerables anécdotas sobre la vida de Keats, como decir tranquilamente que conocía el color de esa sangre: “Sangre arterial, no puedo dejarme engañar por ese color. Esa gota de sangre es mi sentencia de muerte. Voy a morir”.
De esa época data una carta a su amante Fanny Brawne, en la que teme no dejar alguna obra inmortal, “algo que haga que mis amigos se sientan orgullosos de mi memoria —he amado el principio de la belleza en todas las cosas y, si hubiera tenido más tiempo, habría dejado una impresión duradera”. Esta incertidumbre sobre su legado literario se contrapone a la convicción expresa de que, tras su muerte, figuraría entre los poetas ingleses. Sabiéndose inscrito entre los grandes autores nacionales, el joven de veinte años reaccionó a la recepción de su poema épico “Endymion”, calificado por dos revistas conservadoras como “efusiones groseras e infantiles”, con una autoconfianza extraordinariamente serena. La cáustica condescendencia hacia el hijo de un mozo de cuadra que presumía de ser poeta se yergue en el polarizado clima posrevolucionario y se explica, entre otras razones, a partir de la proximidad de Keats con el escritor liberal radical Leigh Hunt.
Escarnio para el poeta de fina piel
La muerte de Keats no fue menospreciada, contrario a la leyenda del genio no reconocido que comenzó con la inscripción grabada en su tumba sin nombre: “Este sepulcro contiene los restos mortales de un joven poeta inglés que en su lecho de muerte, en la amargura de su corazón y ante el poder malicioso de sus enemigos, deseó que se grabaran estas palabras: ‘Aquí yace alguien cuyo nombre fue escrito sobre el agua’”. Tal querella tuvo un impacto significativo en el posterior acogimiento del poeta.
Shelley fomentó este mito con “Adonais”, su efusiva elegía a Keats; al igual que Byron, con la insinuación burlona de que el poeta de fina piel había sido destruido por una crítica desagradable. Los que vinieron después de él siguen y siguen lamiendo esta imagen. El hecho de que Keats, y un poco más tarde Shelley, encontraran su última morada lejos de casa, en un cementerio no católico, refuerza la patética imagen del profeta carente de honor en su propia tierra. Otro ejemplo, el neorromántico Rupert Brooke, quien poco antes de su repentina muerte, acaecida en el tiempo de la Primera Guerra Mundial, se refirió a su epitafio en el sentido de que cuando muriera habría un rincón en algún campo extranjero para que fuese su Inglaterra en la eternidad.
No fue un niño prodigio
Andrew Motion, uno de los varios biógrafos recientes que intenta rescatar a Keats de la imagen sentimentalizada de un alma tierna y débil, afirma que ningún otro escritor “logró tanto en tan poco tiempo” como este poeta del Romanticismo inglés. Aunque se dice que Keats, en cuanto aprendió a hablar, fue capaz de elaborar una rima con la última palabra de una pregunta que se le hizo, no fue un niño prodigio del orden de Mozart.
Keats empezó a escribir poesía hasta los dieciocho años. Toda su obra, que lo encumbró hasta convertirlo junto con sus héroes Shakespeare y Milton en una de las tres panteras de la poesía inglesa, fue compuesta en menos de siete años. Años inquietos e intensos en los que Keats, con una aguda conciencia de la finitud, se esforzó por conseguir esa imperecedera belleza en el arte y en la naturaleza, y que, fascinado, encontraba en el eterno canto del ruiseñor, en la estática de una estrella brillante o en un jarrón antiguo cuya permanencia parece tanto más incisiva cuanto que fija para siempre un momento fugaz. El arte puede otorgar la eterna juventud a los amantes en la urna griega, pero les priva de la realización de la felicidad sensual porque se congelan en el tiempo antes de poder intercambiar sus besos.
La importancia esencial que Keats concedía a la percepción sensual para la realización de sus ideales poéticos queda ilustrada por una anécdota, probablemente apócrifa, según la cual se puso pimienta de Cayena en la lengua para sentir más intensamente el placer de un vaso de vino tinto frío. El corazón tuvo que sufrir de mil maneras diferentes, experimentar el dolor y el trabajo para formar el alma y ser capaz de encerrar líricamente las enigmáticas incertidumbres de la humanidad. Por eso se lanzó de lleno a la vida, como lo demuestran sus cartas chispeantes y comunicativas, consideradas por T.S. Eliot las más notables e importantes jamás escritas por un poeta inglés. Entre tanto, los investigadores han llegado a la conclusión de que su correspondencia casi iguala a su poesía a razón de que proporciona una visión directa del desarrollo artístico.
Un mero silbido
Cada época crea un Keats a su imagen y semejanza. Los victorianos se empeñaron en ennoblecer al tierno y caprichosamente sensible mártir de su arte, que luchaba por la belleza y la verdad. En su biografía escrita hace más de 20 años, Andrew Motion lo ubica en el contexto de las dramáticas convulsiones políticas de su tiempo y traza la influencia de su educación sobre la tradición disidente, con la que Keats configura su visión del mundo liberal y de libre pensamiento. Nicholas Roe, en su biografía publicada en 2012, va un paso más allá al retratar a Keats no solo como un poeta que encarnaba las incertidumbres de una época, sino también como un sifilítico drogadicto.
Entre las nuevas interpretaciones disponibles, ahora para conmemorar el bicentenario de su muerte, destaca la sorprendente yuxtaposición que hace Jonathan Bate entre Keats y F. Scott Fitzgerald. Aunque con paralelismos a veces un poco forzados, arroja más luz sobre el novelista de la era del jazz que sobre el poeta romántico. El título Bright Start, Green Light: The Beautiful Works and Dammed Lives of John Keats and F. Scott Fitzgerald (HarperCollins) hace referencia al soneto de Keats “Bright Star” y a la luz verde del embarcadero de la mansión de Daisy Buchanan, que simboliza la luz de la esperanza para el gran Gatsby. Tomando como modelo las biografías comparadas de Plutarco, Bate ilustra sobre todo lo profundo que la prosa y el pensamiento de Fitzgerald están en deuda con el Keats que veneraba. Poco antes de su muerte, Fitzgerald escribió a su hija que si se llegase a abandonar a Keats, toda la demás poesía parecería un mero silbido, un tarareo.
Traducción del alemán:Andrea Rivera
Frankfurter Allgemeine. Febrero 23, 2021.
ÁSS