José Agustín ha muerto, algunos de sus lectores y amigos no lo esperábamos, quizá más por el cariño y admiración que por el inminente agravamiento de su enfermedad. La familia Ramírez Bermúdez emitió un hermoso comunicado del adiós, los periódicos y las redes sociales se desbordaron; algunos escritores confesaron que comenzaron a escribir después de haber leído alguna de sus famosas novelas, han contado anécdotas, valorado sus libros; innumerables lectores recordaron La tumba o De perfil, novelas que leyeron los amigos de la generación, los cuates de la escuela, los primos, los vecinos.
Una de las grandes virtudes de la literatura agustiniana, cuando emergió en el panorama de la literatura mexicana, fue emplear un lenguaje vital, cercano a los jóvenes (que por primera vez eran visibilizados), atmósferas vibrantes, tramas llenas de un dinamismo festivo que enarboló las mejores banderas de los chavos de los sesentas y setentas, retratando sus problemáticas amorosas, políticas, sexuales y rocanroleras; drogas felices y viajes psicodélicos; por supuesto que los críticos de entonces no pensaron que trascendería el tiempo; sin embargo, su literatura fue ganando numerosos lectores hasta la fecha.
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Era yo muy joven cuando empecé a impartir clases en el Centro de Educación Artística Diego Rivera del INBA, mis alumnos de bachillerato eran cuatro o cinco años más jóvenes que yo; un día ingresó un estudiante con el perfil de los cedartianos, José Agustín Ramírez Tino; entonces yo estaba organizando con la maestra Gloriana González un Encuentro de Literatura con los papás o abuelitos escritores de los alumnos: invitamos a Otto Raúl González, a José Vicente Anaya y a José Agustín. La tumba estaba en los planes de trabajo de la escuela, por lo que los chavos ya lo habían leído, cuando él llegó el auditorio de la escuela se desbordó.
A partir de entonces las colaboraciones con Tino se multiplicaron; hicimos un taller literario en las cantinas del Centro Histórico con los poetas del salón de clases, un día a la semana por la tarde, nos pedían credenciales para ver nuestra edad; de ahí surgió la idea de hacer una editorial independiente; con el artista plástico Nacho Alfonso y el músico Benja Anaya, que se concretó como Ediciones La Cuadrilla de la Langosta. Tino, además de dibujar la langosta del logo, hizo ilustraciones para libros que fuimos editando y varios performances para las presentaciones, con Andrea Peláez y María Alatorre; una muy célebre fue cuando nos apadrinaron la editorial don Germán List Arzubide, Carlos Martínez Rentería y Sergio González Rodríguez, con un dragón chino de varios metros de longitud.
Dentro de las primeras cuatro publicaciones estuvieron Neozapatismo y rock mexicano (prólogo de José Agustín, 2000), de Benjamín Anaya, y Sueños de la muerte, de José Agustín Ramírez Bermúdez (que presentamos en el bar Las Hormigas, de la Casa del poeta); recuerdo a su papá y a su mamá, la bella Margarita Bermúdez, sentados en el piso junto a los asistentes, deleitándose con la lectura de su hijo, acompañado por la guitarra eléctrica de Anaya.
Más tarde, Jaime García Leyva, el Jaguar, tenía también apalabrado el prólogo con José Agustín para su libro Radiografía del rock en Guerrero (2005); posteriormente, el maestro nos dio otro prólogo para El camino triste de una música. El blues en México y otros textos de blues, de Jorge García Ledesma (2008). Años de música y literatura, de sabernos cerca de él y de su portentosa inteligencia, su inmensidad como persona, su jovialidad y su charla siempre amena y vibrante.
José Agustín era una estrella del rock literario, admirado por jipitecas, chavos roladores, chicas destrampadas, escritores y académicos, indígenas buenos rocanroleros y por mucha fauna artística que no comulgó con el establishment de entonces. Las chavas y chavos de las subculturas juveniles lo hicieron su ídolo, los literatos lo celebraron, los amigos cercanos lo amamos. Yo leía con mis alumnos del ahora INBAL, sus libros. Uno bastante célebre para los que bailaban El Cascanueces, era La panza del Tepozteco, que montábamos los días de muertos, vestidos de dioses del panteón azteca.
Otra época de convivencia fue cuando empecé a impartir clases en la Escuela de Escritores de la SOGEM, invitada por Gerardo de la Torre. Yolanda de la Torre; Tino y yo coincidíamos con los tíos escritores en sus casas.
Una vez me llamaron del Encuentro Hispanoamericano de Escritores Horas de junio, querían dedicarlo a José Agustín, nos fuimos a Hermosillo, Sonora, Tino y sus papás, allá nos esperaban Rosina Conde, Fidelia Caballero, Carlos Martínez Rentería, entre otros. Entramos a una mesa de poesía y José Agustín le hacía comentarios acertados sobre los versos que se estaban leyendo a Margarita. A José Agustín le gustaba la poesía, tenía entrañables amigos poetas, como Elsa Cross y Efraín Bartolomé; compartimos sueños frente al fuego, con Margarita, y su hijo Agustín.
Como escribe Hermann Bellinghausen: “todos tenemos un José Agustín que agradecer a la vida”. Todos tenemos una foto, una anécdota, un libro con un autógrafo de él; fuimos a las presentaciones de sus libros, a la entrega de sus premios, hicimos la peregrinación a Cuautla para verlo (era tan místico este viaje como ir a Huautla), y escuchar el mejor rock del planeta en su casa; llevarle nuestros propios libros, y entonces ver que él nos trataba como a sus colegas, ¡era increíble!
Todos vimos sus programas de televisión, comentábamos la última entrevista que le hicieron, nos enterábamos de los famosos que lo visitaban; vivíamos como sus personajes, gozábamos de sus charlas. Compartimos la música, conocimos a su familia, y hoy todos los que tenemos una anécdota, una fotografía junto a él, también tenemos un agujero en el pecho, una nube, un río en los ojos... José Agustín ha muerto, y las llamadas telefónicas, los mensajes del adiós en las redes sociales, las fotografías no bastan para reflejar la enorme persona que fue, aunque es de agradecerlo. Seguirá siendo el inmenso escritor que está en sus libros.
ÁSS