La balada de José Agustín y Margarita

Memoria

El escritor y su esposa se conocieron como estudiantes de la Prepa 7, se casaron en 1963, se divorciaron, se volvieron a casar otras dos veces y continúan enamorados a pesar de sus diferencias, manteniendo vivo su romance de leyenda.

José Agustín y Margarita, una pareja imbatible. (Archivo José Agustín)
José Agustín Ramírez
Ciudad de México /

Conocí a mis padres el 2 de agosto de 1975, el día en que nací. Mi madre me cuenta que fue un parto sin dolor, que se preparó con algún tipo de respiraciones y que vine al mundo sin hacerle mayor daño, pues no requirió de cesárea y mi alumbramiento fue rápido y liberador. Mi padre había estado dando vueltas en los jardines del hospital, esperando que mi jefa entrara en labor de parto. Allí, según me contó años después, experimentó el avistamiento de un objeto volador no identificado, lo cual consideró un buen augurio.

Alrededor de las diez de la noche, salí a respirar el mundo, y dejé de molestar a mi progenitora. Eran los tiempos en que el género del nonato aún era un misterio, de modo que fue hasta entonces que mis padres se llevaron la desagradable sorpresa de ver que yo era otro maldito varón, como mis hermanos, siendo que esperaban una hija desde la segunda vez que decidieron embarazarse. Así que, como digo yo, desde allá la vengo regando, decepcionando a mis jefes, como antes lo había hecho mi hermano Jesús. Nunca nos ocultaron que, desde el segundo embarazo, deseaban profundamente criar a una niña. Pero el destino se las negó y tuvieron que lidiar con tres tornillos (Andrés, Jesús y yo), como se dice vulgarmente por ahí, que nacimos uno tras otro, año tras año, en la convulsa década de los años setenta.

Fue por aquellos días cuando mi jefe entró y salió de la cárcel, y al verse libre decidió con mi mom que se convertirían en padres, para tratar de volverse una familia y combatir el gran trauma que el paso por el Palacio Negro de Lecumberri había dejado en el alma de mi papá, quien por algún tiempo tuvo incluso algún tipo de conversión religiosa. Esto ocurrió bajo la influencia de mi mamá, y diversos alucinógenos, desde luego. Fue ella quién lo convenció de procrear varias veces, a lo cual él accedió concienzudamente, y nos recibieron con amor del bueno, aun cuando después de su primogénito ambos hubieran preferido tener una niña que la acompañara a ella durante la vida, como sólo suelen acompañarse las mujeres, y tal vez alguien que cuidara de él en su vejez, pero como resultaron las cosas fui yo quien permaneció en la guarida de este castillo de letras abandonadas, sobre un barco flotante, enloquecido.

Como el más pequeño de los tres, como en la canción del grillo cantor, y en muchos de los memorables cuentos de hadas rescatados por los hermanos Grimm que mi padre solía leernos en las noches más antiguas de mi espíritu, y como en esas viejas historias, vueltas premonición y destino, soy el que queda para combatir al ogro y resolver el laberinto mutable. Soy el que queda para contar este relato, el pequeño merodeador que intercambia acertijos con el Dragón, acompañando al fantasma de un Rey y un templo en sus últimos años de locura. Recostados sobre un tesoro resplandeciente, pasamos las noches contándonos cuentos fantásticos y recordándonos los sueños que vivimos y perdimos juntos.

Pero esta no es la historia de mi relación con mi progenitor, ni de por qué llevo su nombre a cuestas. Pretendo rendir un pequeño homenaje, o un tributo roquero, a la historia de amor de mis padres: mi jefa, doña Margarita, la señora bonita, como él la llama a veces, cuando recuerda cuánto la ama, y don José Agustín, el gran escritor mexicano y también un gran hombre, en muchos otros sentidos. A veces ella aún alcanza a verlo así, con los ojos enamorados de siempre, aquellos ojos verdes que lo deslumbraron por primera vez en un estanque transparente donde se refleja el ser humano malherido que es hoy en día, detrás de la amnesia de los años recientes y la hidrocefalia que ataca su mente, otrora tan brillante y luminosa, cálida y especial. Pero la enfermedad y los años nos invaden como la Nada sobre el mundo de Fantasía en La historia interminable, de Michael Ende, otro de los libros favoritos de mi padre.

Mis papás se conocieron en 1963, en las cercanías del Zócalo de la gran Ciudad de México, por aquel entonces la Ciudad de los Palacios, o “La región más transparente”, una magnífica metrópolis entre moderna y colonial, erguida sobre la antigua Tenochtitlan. Allí, en la Prepa 7, mi padre vio a mi mamá y se decidió a enamorarla; ella también lo observó y pensó: “¿Quién es este tipo tan diferente?”, pero lo hizo sufrir un rato antes de decirle que sí. Desde aquel entonces, compartían el gusto por el rocanrol antiguo, las clásicas oldies: de Buddy Holly, Chuck Berry, Jerry Lee Lewis y las Supremes o los Platers… Dieron paseos inolvidables por las calles en el mero centro de la capital, y se citaban en el Café Moneda, un pequeño local en la calle del mismo nombre. Allí comenzó una historia que duraría muchos años, y que continúa hasta nuestros días, pues al parecer ya no puede detenerse hasta que la muerte los separe. Dentro de esa vida que escribieron juntos se encuentra la mía también, con los 45 que tengo de dar guerra en este planeta, además de los treintaitantos que ellos ya portaban en su haber cuando se decidieron a traer otra alma al mundo, en este caso yo, su inesperado narrador.

Pocos meses después, según cuenta en su libro autobiográfico El rock de la cárcel, mi papá se robó a mi mamá, o casi casi: se la llevó a vivir con él a un departamento modesto, por no decir sórdido y ruinoso, en la colonia “Álvaro Braguetas”. Poco después se pusieron truchas para mudarse a una habitación más aireada, en el mismo edificio pero unos pisos más arriba, donde entraba la luz del sol. Como resultado de esta osadía, mi futuro abuelo, el suegro involuntario de José Agustín, le prohibió pisar la casa materna, aunque finalmente los dejaron hacer su santa voluntad. Este fue uno de los trances más difíciles de mis padres, pero no necesito entrevistarlos sobre cuáles son sus recuerdos más traumáticos como pareja para afirmar que, a parte de la muerte de sus respectivos padres, y mis tíos Guti y La Yuyi, por el lado paternal, fue el paso de mi páter por la cárcel lo que más los marcó como un dúo inseparable. Antes habían tenido todo el rollo de su divorcio, los viajes de jipi de mi mom y las aventuras amorosas y cinematográficas de mi father con Angélica María, que devinieron en su separación.

No demasiado tiempo después, al cabo de un par de años, regresarían para jamás dividirse otra vez. Han soportado pruebas que pocas parejas soportarían, especialmente lo del bote, que a mi jefe le dejó tremenda marca en la psique. De ahí todo lo que escribió al respecto, en Círculo vicioso o El rey se acerca a su templo, su guión para El apando, y algunos cuentos, como el pesadillesco “Me encanta el infierno”. En estos tiempos en que su mente ha perdido esa memoria privilegiada de antaño, y se ve inmersa en cortos circuitos y falsos contactos, de repente se le cruzan los cables y me dice: “Esa rola me pega muy duro, porque el día en que entré en Lecumberri, en el radio de las secretarias estaba sonando”, o algo por el estilo. Mi madre lo acompañó como soldadera en aquellos malos días, e incluso le llevaba comida vegetariana, que mi padre engullía para mantener sus fuerzas y seguir escribiendo. Durante esos siete meses que mi padre estuvo en un limbo entre la cárcel y la libertad, en los separos del Palacio Negro pero sin pasar a la población de reos sentenciados, Margarita lo visitó diariamente. Mientras tanto, ella sobrevivía a tal desgracia con la ayuda que halló en cursos de budismo para sobrellevar la tensión. Yo supongo que de ahí le nació el gusto por la cultura oriental (incluido el yoga que le enseñó a José Agustín al salir de la cárcel, y que él practicó por varios años en la alfombra de su sala, frente a mí y mis broders, mientras yo era un escuincle que miraba los Thundercats a todo volumen) que hoy la mantiene saludable. Pero durante esos días en la Prisión de Hierro Negro, en la que de alguna manera todos nos encontramos aún encarcelados, diría Philip K. Dick, ninguno de los dos, Margarita y Agustín, se rindió ante los embates del demonio ni se vino abajo. Mantuvieron viva la llama de su amor, a pesar de lo duro que les soplaron los Lobos del Invierno.

Acá, en la casa que canta, en la casa de mi Padre, donde tienen su residencia segura todos los hombres y mujeres de buena voluntad, don José se rehúsa a comer pero pide otra cerveza y escucha a los Beatles, cortesía de un servidor, su dj improvisado en piloto automático. Acá, donde un pedazo del jardín del Edén se preserva en una burbuja para el deleite de posibles visitantes extraterrestres o el simple estudio de razas superiores del futuro, la canción que brota de las bocinas reza “Nowhere Man”, y mientras mi mamá pinta un gran cuadro de un río, mi padre corea la melodía de memoria, con voz cansada y triste, y se puede ver que se siente precisamente así, como un hombre de ninguna parte, el Hombre de la Nada:


He's as blind as he can be


Just sees what he wants to see


Nowhere man, can you see me at all?


Nowhere man, don't worry


Take your time, don't hurry


Leave it all 'til somebody else


Lends you a handAh, la, la, la, la!


Se han casado tres veces. La primera boda fue por lo civil, en 1963 pero, como les decía, se divorciaron en el 68, en pleno Summer of Love, de modo que cuando se volvieron a emparentar, tras sobrevivir a lo de Angélica María y Lecumberri, decidieron procrear a sus tres hijos en fila india, como marimba chiapaneca, y fue así como mis hermanos, y un servidor, vinimos a aparecer en esta historia. Así que cuando yo apenas tenía un par de meses de nacido, decidieron irse a vivir a Cuautla, donde residimos ahora, pero sólo para emprender poco después la búsqueda del sueño americano, cuando mi jefe recibió varias becas del extranjero y nos fuimos tras él, para que se convirtiera en profesor de universidades gabachas.

Tres viajes realizamos a Estados Unidos durante mi infancia, entre Iowa, Albuquerque, Denver e Irvine, California, donde José Agustín fue maestro en la prestigiosa universidad que alberga esa ciudad. Allí llevábamos una vida de primer mundo, pero luego, después de estar entre puras güeras y güeritos, en guarderías gringas de mucho lujo, entre cojines con dibujos de Disney y alfombras rojas, alimentados con espagueti y ensalada, volvimos de regreso a Cuautla, y entré a un kínder rural donde los niños eran muy morenos, hablaban más náhuatl que español y comían galletas saladas con salsa Valentina o pan Bimbo con mayonesa. Aquello fue para mí como una aventura de Indiana Jones, si me permiten tan osada comparación, pero no había escasez de tarántulas, escorpiones, víboras y demás alimañas en ese templo del saber, que en realidad era una edificación de los tiempos de mi general Zapata, por lo que el reparto fantástico, les juro, no necesitaba de efectos especiales para resultar mucho más fascinante que las cursilerías pegadas en la pared de la escuelita “americana”. Y yo, como el intento de niño salvaje que ya era, me sentí mucho más en mi elemento, como si hubiera vuelto a mi hogar, a mis raíces. Pero antes de eso, en el 73 o 74, cuando yo apenas tenía un par de abriles en la cartera, nuestros papás (hablo por Andrés y Jesús) se casaron otra vez por lo civil, pero ahora bajo las leyes del tío Sam, en Denver. No conformes con eso, se volvieron a enlazar de regreso a Cuautla, allá por el año de 1980, esta vez bajo el testimonio de la iglesia católica, en la capilla de la Medalla Milagrosa. Este templo, ni humilde ni fastuoso, está junto a un mercado tradicional, un pedazo de mi México profundo donde transcurren muchos de mis más arcanos recuerdos infantiles.

Mis padres volvieron a Estados Unidos un par de veces sin nosotros, durante sus bodas de plata y así, entre el 94 y 95, regresaron a Irvine y estuvieron allá por periodos de medio año. No se puede decir que hayan tenido una mala vida, como una pareja ya casi legendaria, con casi 60 años de casados, pues durante este tiempo visitaron Europa tres veces juntos, y un par por separado también, mi padre por trabajo, mi mamá paseándose con mis sobrinas. Estuvieron juntos en Praga, la antigua capital del Reino de Bohemia, y en Brujas, en la provincia española de Gijón. Fueron a Suiza, estuvieron en Alemania. Cuatro veces visitaron la ciudad de la luz, su región favorita del mundo. Sólo les faltó Italia (China e India supongo), que sé que les hubiera encantado, pues ambos adoraron el cine italiano, su arte milenario, tanto como el francés, siendo Fellini y Truffaut una especie de mentores de su juventud. Fue así como nos crió mi padre, en una casa sin fronteras, llenando nuestras noches con lecturas insólitas y dejando nuestras mentes abiertas al tiempo y a todos los milagros del mundo, salidos de los siete mares y todos los rincones del planeta.

La historia de mis padres no es perfecta ni mucho menos, han tenido sus altibajos y varias veces estuvieron a punto de separarse en nuestras narices, mía y de mis hermanos, estupefactos, mirando los trastes volar de la sala a la cocina y viceversa. Pero sobrevivieron a todas esas turbulencias y maremotos, y siguieron adelante a pesar de que son como agua y aceite, como una película de la clásica pareja dispareja. Por ejemplo, porque él es un carnívoro y alcohólico irredento y ella quiere ser vegetariana y siempre ha sido abstemia. A Margarita le gusta Enya, Bach y la religión católica, y a él Bob Dylan, los Rolling Stones, The Who o los Sisters of Mercy. Creo que es medio ateo, con rastros casi imperceptibles de budismo, o quizá cristiano bajo protesta. Pero ambos aman con locura el rock y la música clásica en sus muy amplios espectros. Adoran a los Beatles, a Neil Young, Donovan y Elvis Presley, uno de sus cantantes favoritos desde que se conocieron casi 60 años atrás. Sin embargo, la lista de sus disimilitudes es tan larga como la de sus sincronías, empezando porque él escribía y leía muchísimo, y ella no podía seguirle el paso en todas sus polifacéticas lecturas y demás aventuras literarias. Esto ocurrió, argumentarían ellos, debido a que sus signos zodiacales (ella es Capricornio y él Leo) no son del todo concurrentes, como se los advirtieron muchos años atrás.

Las suyas no son personalidades muy compatibles, pero hicieron caso omiso de los oráculos y pitonisas, a pesar de ser ambos fieles devotos de la astrología, y siguieron adelante. Mi father enfrentó el canto de la sirena, Angélica María, y superó las tentaciones de una vida televisada. Sobrevivieron al paso de mi padre por los calabozos de la dictadura perfecta, por un lío de unos tristes kilos de mariguana, que ni eran suyos, y a la fecha este maldito sistema no le ofrece ni una disculpa. Mis padres sobrevivieron a sí mismos, a las drogas y al amor libre, a la gran revolución cultural de la que fueron protagonistas, a los cambios radicales en la política mexicana, desde aquellos días de amor y paz hasta nuestros tiempos oscuros, hartos de crímenes de odio y guerras perdidas contra el narcotráfico y la cordura.

Creo que son irrompibles, a prueba de todo. Y me parece especialmente valioso haber tenido la suerte de atestiguar la resistencia de esta unión que, al parecer, ni la muerte podrá separar, pues eso es algo digno de admirarse, tanto o más que los libros escritos por mi padre, sobre todo en estos momentos, cuando la idea de una dualidad romántica entre el hombre y la mujer parece estar en entredicho. Como si el viejo mito de los amantes se tambaleara en su pedestal, como una antigua escultura griega o romana de la diosa Venus-Afrodita, que se desploma desde el cielo durante un temblor cósmico. Durante todo este tiempo, mantuvieron vivo su romance de leyenda, acá en Cuautla, Mugrelos, en esta su Casa que Canta.

Estos días, a pesar de todo, don José Agustín continúa de buen humor, cantando y recitando poesía al viento, con la irreverencia que le caracterizó siempre. Sin falta, diariamente nos pide unas cervezas a mi madre, a las chicas que nos ayudan y a mí, o un vino tinto cuando finge que va a comer, fumando casi sin interrupción, mientras escuchamos el Harvest Moon de Neil Young, específicamente la rola que da nombre al disco, y “Such a woman”. Y luego lo ayudamos a caminar desde su bello jardín hasta la recámara.

Antes de salir alcanzo a ver, con un rincón de la mirada, una pequeña nota que mi madre ha escrito, de su puño y letra, para tratar de contraatacar la amnesia de lo reciente que invade a mi papá desde hace ya diez años, los años más difíciles para ellos como equipo desde el accidente en Puebla, en 2009. Ha escrito esta nota en un papel amarillo fosforescente, de esos con goma, para pegarse en donde queden a la vista, para recordar cosas importantes. Lo ha colocado en el buró de mi padre, el gran escritor, don José Agustín. La nota dice: “No olvides que te quiero mucho. Beso. Confía en mí”.


ÁSS











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