En los años cincuenta, si Arreola me pareció la estampa viva del escritor, Carlos Valdés, más flaco, alto y narigudo, era el fantasma sin huesos del escritor joven provinciano, esperanzado y desesperado. Recuerdo que mientras ambulábamos la feria del libro de entonces que se celebraba bajo el Monumento a la Revolución, iba Carlos conversándome una filosofía de la vida melancólica y vagamente irónica, la vida de un demorado escritor adolescente, y desplegaba una agridulce filosofía según la cual los gordos odiaban a los flacos y viceversa, las rubias combatían a las morenas y viceversa, los actores de teatro maldecían a los de cine y viceversa, los poetas abominaban de los prosistas y viceversa… Y seguía un nutrido etcétera de viceversas a cuál más espeluznante. “Lo peor para los escritores —dijo como corolario— es conocerlos en carne y hueso; eso sirve para alimentar la desilusión y la amargura”. “Entonces —le dije— más vale que nosotros nunca nos encontráramos, salvo en nuestros libros, como el que publicaste y el que dentro de poco publicaré”.
Y él me respondió: “Eso es distinto porque empezamos a ser escritores, no sabemos de qué tenemos que estar envidiosos uno del otro y no somos célebres, pero si lo llegamos a ser, entonces sí quién sabe”.
Carlos Valdés, jalisciense y provinciano eterno, murió a los 63 años y sin celebridad. Al retorno de su entierro, consulté antologías, enciclopedias, diccionarios de autores mexicanos, y nada de Carlos Valdés: se diría que se le habían cumplido los títulos de dos de sus libros, Ausencias y El nombre es lo de menos.
Carlos, que durante tanto tiempo y tantos desvelos produjo millones de cuartillas, escribió incesantemente yendo del cuento a la novela, al ensayo y a la crítica de cine, y de libros, y de pintura, “y viceversa”, y el resultado final era casi siempre que no le publicaban. Él a veces parecía enorgullecerse de esto: “No a cualquiera —decía— le rechaza McMillan una obra”. Tanta pasión literaria para que su nombre fuera olvidado casi siempre, a pesar de que él enamoró a la esquiva y puta fama, cuya trompeta no sonaría para él. Sin embargo, él persistía en su filosofía: “La literatura es una profesión de desesperanza, el artista la aborrece, recorre la mitad del camino, pero que nadie afirme vanagloriosamente que está salvado, porque solo la caprichosa y esquiva gracia es capaz de salvarlo”.
Sin embargo, nos decía que él ya había encontrado el secreto para ser el gran escritor mexicano. “Oigan esto que voy a decirles, el chiste está en influirse de la vieja Faulkner y el viejo Woolf”. Alguien le respondió: “Confundiste los sexos, Carlangas, querrás decir la vieja Woolf y el viejo Faulkner”, y él se quedó tan tranquilo.
Escribió Los antepasados, extensa saga familiar que iba dando tumbos de generación en generaciones y, además de los dos mencionados al principio, una serie de ensayitos divagatorios que publicó en la Revista de la Universidad y que son lo mejor de él porque tienen la gracia que no hay en sus otras páginas y en donde lo mismo habla de papalotes danzantes que de la ridícula y trágica escena de los pavos al morir a cuchillo en los días celebratorios.