José de la Colina: un artista del trapecio

José de la Colina (1934-2109)

"En José de la Colina, una dicción, un argumento y un discurso brincaban alegremente de la liviandad periodística a la autoridad del especialista".

"Mi amigo José de la Colina fue una figura representativa de una especie en vías de extinción". (Foto: Jesús Quintanar)
Danubio Torres Fierro
Ciudad de México /

El amigo José de la Colina —mi amigo José de la Colina— fue una figura representativa de una especie en vías de extinción: la especie que hermana al lector y el escritor, al crítico y al notero, al profesional y al amateur. Él reunía esas categorías con una considerable dosis de tensión creadora y, mezclándolas, las ejercía con perseverancia laboriosa, eficacia de estilo y don de palabras. Cada una de sus innumerables piezas se carga con alguna vertiente particular de tal alianza y, al así hacerlo, arma un sistema de vasos comunicantes que disuelve las fronteras y propicia unos mestizajes que, lejos de lastimar, estimulan la adhesión empática y generan el reconocimiento agradecido de unos lectores situados ante una muestra de talento singular. Un cuento se afilaba con el ojo crítico, una crónica mordía con su garra escritural, un ensayo asediaba lo coyuntural y volvía a sus orígenes graves —o, dicho todo lo anterior de otra forma, si así se prefiere: una dicción, un argumento y un discurso brincaban alegremente de la liviandad periodística a la autoridad del especialista y de ahí a la sensibilidad que, a flor de piel, permeaba a la atmósfera del conjunto—. ¿Quién, ahora, es capaz de atreverse, desde las alturas y sin red, a desarrollar tales contorsiones acrobáticas propias, sí, cómo no, de un artista del trapecio?

Mi amigo José de la Colina fue, también, una figura representativa de otra especie en vías de extinción, una especie que aparece más o menos en la mitad del siglo pasado y que se acaba en los primeros pasos de este que corre: la de la persona que se forma y conforma en la literatura y en el cine, que se apodera de la literatura y que hace suyo el cine y que, desde una y otro, se forja una manera propia de expresión que busca integrar los mundos distantes pero afines para así contaminarlos y enriquecerlos y para serles fiel con una lealtad que no sacrifica las diferencias sino que privilegia las cercanías porque es consciente de que, en sus momentos mayores y más inspirados, y cada uno en su órbita de reverberación, esos mundos son un único mundo que se desdobla, se recicla y se fusiona. Hablar del mundo agobiado por lo pánico de Joseph Conrad, por caso, y hablar del mundo minado por lo onírico de Luis Buñuel era, en el personal código que se construía en torno a tales creadores, hablar de unos mundos íntimamente solidarios. Nunca vidas paralelas sino vidas para leerlas y verlas —y por supuesto vidas para escribirlas—. Vidas que De la Colina, con visión voraz y curiosidad bienhumorada, hizo suyas y nos las regaló transformadas por sus interpretaciones.

Pepe (antes de que se acabe el espacio es hora de llamar así, como se lo conocía, a mi amigo José de la Colina) no tenía, o no pudo llegar a tener, y dicho sea esto sin ninguna intención de menoscabar, una vocación de permanencia, la que cava con ambición un destino fuera de lo común —esa que, de acuerdo con los grotescos criterios postmodernos, en su deriva ha acabado por establecer que los triunfos montados en tamaño objetivo son los únicos que merecen ser aplaudidos—. No, no era este el espejo (moral, estético) en el que se reconocía mi amigo Pepe.

Desinteresado hijo cordial del arte, perspicaz hijo sensible capaz de separar con un golpe de vista lo noble de lo espurio, obediente hijo esforzado que esta mañana y esta tarde, y también esta misma noche, habrá de quemar sus pestañas en trabajos de amor ganados que mucho recompensan con secreta exaltación a quien los acomete, él echó a andar desde temprano en su trayectoria un continuum narrativo que, seguro de sí mismo, y ávido de inquisiciones, crecía desde los márgenes y se satisfacía más con los recorridos que las metas. De ahí que rehuyera las jerarquías, desquiciara los cánones y aborreciera los íconos y que, con porfía, apostara por la vigencia de un sentido literario vinculante, a la vez envolvente y unificador, que sólo el mythos o la fábula o el discernimiento crítico bien entendidos y mejor aplicados son capaces de garantizar. De ahí, además, y en consecuencia, que José de la Colina fuera antojadizamente José de la Colina en todos y cada uno de sus malabarismos de inconfundible artista del trapecio.

​ÁSS

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