El peor lugar común que un escritor puede escuchar o leer en un periódico o en una esquela, es ese truismo recalcitrante sobre el óbito de un colega. Algo más o menos así: “X ha muerto pero sigue entre nosotros. Renacerá con la lectura de su obra”. Y no por fastidioso, cursi o patético el cliché sino porque es irreal, una falsa cortesía, pocos escritores son leídos, ya no digamos releídos, al marcharse de este mundo.
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Sí, están los clásicos, los monstruos literarios y uno que otro afortunado, pero la posibilidad de perdurar en las páginas propias es prácticamente nula, es imposible, si ponemos atención a la idea inicial de uno de mis ensayos favoritos, solo uno de tantos que escribió José de la Colina, “De libros fantasmas”, que empieza reflexionando sobre la inaudita, incontrolable explosión demográfica de libros, contrastando y discurriendo las ideas de Thomas Robert Malthus, de Séneca, de Lichtenberg, de Pérez Galdós, de Gabriel Zaid, de Augusto Monterroso, de Ray Bradbury, y en el que aduce que “acaso porque en el horror a la expansión numérica de los libros en el espacio, que seguramente ocurre en proporción inversa a su expansión espiritual en las mentes, hay, como en cualquier clase de horror, una parte de fascinación. Ítem más: cualquier escritor que se precie de su profesión seguirá produciendo libros sin remordimientos, porque seguramente sabe que los libros sobrantes en el mundo son los de los otros, no los de uno, y ¿no es verdad, lúcido autor, mi semejante, mi hermano, que después de cada noble e implacable ejercicio de autocrítica de los que con ánimo estoico acostumbramos realizar antes de sentarnos a escribir, no podemos evitar la conclusión estrictamente objetiva y justa de que la cultura nacional, y aun universal, no pueden prescindir de nuestras obras?”, dicho lo cual, ante la inabarcable, inmensa plenitud de papel impreso por siglos, por décadas, por años, meses, días, respondamos: ¿cuántos inmortales hay entre nosotros? ¿Cuántos espíritus reviven porque sus lectores los invocan a través de poemas, cuentos, novelas, al momento de pasar las hojas de lo que legaron?
Lo más odioso para un escritor es escuchar o leer o que le digan que, gracias a sus libros, el destino le reserva una metafórica resurrección como la de Lázaro de Betania. Eso es absurdo, un disparate, a propósito de “De libros fantasmas”, que se ocupa de las obras inexistentes, inventadas, apócrifas pero que, a la vez, se tornan reales por la connivencia o el despiste o la audacia de los fanáticos que les dan vida (el Quijote de Cide Hamete Benengeli, el Necronomicón de Lovecraft o El acercamiento a Almotásim, de Mir Bahadur Alí que reseñó Borges, entre otros títulos inmateriales) y no de los fantasmas y sus libros, el gran José de la Colina formula esta pregunta: “¿acaso no son también fantasmas autor y lector situados ya sea enfrente o ya detrás de la página que se lee o se escribe, y ninguno de los dos visible para el otro?”
Polígrafo, cinéfilo irredento, lector insobornable, gran conversador y amigo generoso, José de la Colina sería ya un nonagenario de no ser porque en noviembre de 2019 decidió levantarse de la mesa de trabajo, abandonar el frente y el reverso de su paisaje favorito, la página escrita o por escribir, y emprender el viaje. Lo recuerdo memorioso. Perspicaz, atento, puntual en datos nebulosos o autores escurridizos pero, sobre todo, como un fabulador perenne (“Uno es el primero e inmediato lector de uno mismo y, por cierto, el primer personaje que uno inventa”, dijo de sí en una autoentrevista), aunque tal vez me equivoco y no dejó la mesa de trabajo y sigue aquí, entre nosotros, solo que como le sucedió a Samuel Taylor Coleridge, cuando una persona de Porlock tocó a la puerta de su cabaña, interrumpió la inspiración y dejó trunco su poema Kubla Kahn, alguien también llamó a la portezuela de José de la Colina y lo apartó del escritorio.
AQ