Somos los días que no se nombran | Por Rosa Beltrán

En portada

Presentamos el discurso que la autora de Radicales libres pronunció el 26 de marzo en la ciudad de Mérida durante la recepción del Premio a la Excelencia en las Letras José Emilio Pacheco, otorgado por la FILEY y UC-Mexicanistas.

"La aparente sencillez de la obra de JEP hizo que los lectores jóvenes aprendiéramos muchos de sus poemas". (Ilustración: Boligán)
Rosa Beltrán
Ciudad de México /

A Ernesto, siempre a Ernesto

Tenía 20 años cuando leí Las batallas en el desierto. Recuerdo el lugar (las islas de la UNAM, esa explanada inmensa con pasto semiseco por la que cualquiera transita y donde todo puede ocurrir), recuerdo la hora (por la tarde, antes de que comenzara la primera clase del turno vespertino), recuerdo no haber entrado a ninguna clase después de iniciar la lectura de ese libro. Todo lo recuerdo. Lo que estaba dentro y fuera de esas 68 páginas haciéndome un guiño: la escena y el momento que no iban a repetirse jamás.

Cuando un libro nos marca, el espacio y el tiempo que rodean la experiencia de lectura se fijan de forma simultánea para siempre. Recuerdo haberme quedado en el mundo en que los recuerdos de un hombre maduro recrean un juego de niños impregnado del lenguaje de la guerra del que no son conscientes; recuerdo haber estado habitando ese mundo cruel y ordenado —el México alemanista— donde un afán fiscalizador obligaba a todos a ser espías de todos y a castigar incluso el enamoramiento de un adolescente por una mujer mayor. Recuerdo el castigo que cae sobre la mamá del amigo de Carlitos, amante de un funcionario menor, y no sobre el funcionario; el castigo que cae sobre el propio Carlitos a quien su familia aleja de Mariana como de la peste y niega cualquier explicación posterior; recuerdo al aprendiz de gángster del hermano de Carlos, Héctor, que termina siendo el padre respetabilísimo de once hijos. Recuerdo el castigo que esa sociedad pacata y clasista hace pagar de distinta forma a cada uno de los personajes sin que siquiera lo sospechen, y el doble discurso del régimen de Miguel Alemán, el Cachorro de la Revolución, que tras el canto continuo a la estabilización y el progreso económico esconde al animal rapaz que ataca y contagia de odio a los habitantes de ese universo. Recuerdo la ilustración de la portada del libro que ERA conservó al paso de los años como un signo evidente de la juventud eterna de esta obra y la fuerza de la emoción que sigue produciendo al paso del tiempo.

¿Por qué hablando de la hipocresía de quienes inauguran carreteras que no se terminan de construir, del miedo que provocan los apagones como alarma de una supuesta guerra que no ocurre pero podría ocurrir, de la falta de futuro de Rosales, el amigo de Carlitos a quien éste invita muchos años después tres tortas y un refresco tras reconocerlo en el vendedor de chicles que acaba de subirse al camión, por qué todo esto sin hablar hablaba también de una violencia soterrada que ya existía en el país y que no haría sino crecer al paso del tiempo? ¿De qué modo la violencia del país está en la prosa más tersa, más irónica, y en la literatura que nos atrapa y no nos suelta?

Poco a poco y sin pausa

En las fotos de entonces nos van cercando los muertos/

Indetenibles avanzan

Contra la minoría oprimida

De los sobrevivientes

(¿Por cuánto tiempo?)


Cada vez son más

Y ahora nos miran como a extraños.

Reprochan el olvido y la ingratitud.

Son para siempre jóvenes. Se burlan

De la caricatura que ya somos.

Sienten alivio porque se salvaron

De todos los horrores que han pasado en su ausencia.


Para quienes seguimos todavía aquí

No hay esperanza:

Ellos siempre ganan la guerra.

(“De las guerras perdidas”).

La otra pregunta que rondaba y que desde la lectura de JEP me ronda siempre que escribo algo que no sé definir de modo exacto, algo que es demasiado novelesco para ser una crónica, o demasiado teórico para ser novela, o un ensayo que es al mismo tiempo una historia, es si Las batallas en el desierto es en verdad una novela corta, como Marcelo Uribe, su editor, dice que es, o si es cuento largo, como su publicación en el suplemento sábado de unomásuno supuso; si es memoria personal disfrazada de crónica o registro de costumbres y modos de sentir basados en la enumeración de productos, marcas, lugares, edificios. Nadie a ciencia cierta lo sabe, porque los datos que alberga esa memoria colectiva de una ciudad a la que José Emilio amaba, odiaba y temía de forma implacable siguen siendo sustento de quienes quieran hacer el recorrido histórico y emocional de aquellos días.

Tan hondo caló en mí Las batallas en el desierto que Radicales libres quiere tener —quiso tener aun sin proponérselo— un aire de familia que es en realidad el homenaje al autor de mi juventud y a uno de los más grandes poetas, ensayistas y narradores en nuestra lengua. La explanada de CU, los murales de O’Gorman en la Rectoría, el jardín de rosas que cuidaba Alcira, los exiliados españoles y los exiliados de las dictaduras sudamericanas que eran nuestros profesores en la UNAM y nos dijeron que el futuro estaba ahí, en los jóvenes que fuimos en los ochenta. La escena y el momento que no iban a repetirse jamás.

La aparente sencillez de la obra de José Emilio hizo que los lectores jóvenes que fuimos la adoptáramos y aprendiéramos muchos de sus poemas de memoria a manera de Mantra-manto protector:

En el silencio de la noche se oye

el discurso del polvo como un murmullo incesante.

Pues todo lo que abarca la mirada

está por deshacerse.

(“El arte de la sombra”).

Y esa simple y directa forma que lo es solo en apariencia, urdida desde el golpe de rabia y de emoción, hace que las jóvenes y los jóvenes que parecen ser los mismos siempre la sigan adoptando hoy como amuleto.

No amo mi patria


Su fulgor abstracto


es inasible


Pero (aunque suene mal)


daría la vida


por diez lugares suyos,


cierta gente,


puertos, bosques de pinos,


fortalezas,


una ciudad deshecha,


gris, monstruosa,


varias figuras de su historia,


montañas


—y tres o cuatro ríos.

(“Alta traición”).

Rosa Beltrán (Foto: Araceli López).

No hay nada más difícil que alcanzar ese grado de complejidad que hace que cualquier lector encuentre un punto de significación en que crea que la obra lo llama solo a él o a ella, y que es diáfano ese llamado, y sin mediación. Lo mismo en sus novelas y cuentos que en esos pequeños ensayos publicados en la revista Proceso que mi generación acumuló y guardó por años en forma de polvosas revistas, su Inventario me enseñó el valor de la Historia grande atrapada en un gesto; el sentido del hallazgo, el rigor y la síntesis que se conjuga en primera persona del plural y que siendo autoexamen puede llamarse también memoria colectiva.

José Emilio tuvo la rara virtud de escribir obras muy valiosas en distintos géneros. No es fácil transitar de la narrativa a la poesía, la crónica o el ensayo con la misma potencia. Sin embargo, su obra completa es un libro de texto en el que mi generación transitó con la naturalidad con que vamos ahora de un soneto a un bolero y de un género a otro sin blancos ni fronteras.

Premonición latente, la gran literatura que abreva en todas las voces debe oír solo su voz. Debe ser una elegía de su propia lucidez a cada paso y abrirse a las formas que obedecen a su propia intuición. Fundirse con la moda que ella misma instaura a base de pérdida de control y conjetura, sin que importe que el crítico acostumbrado a su propia rumia la tilde de ser esto o aquello o incluso de ser literatura escrita por mujeres. En esencia, hombres y mujeres somos sobrevivientes y apenas un poco más que fabulistas. Nos movemos con base en la intuición y es esto quizá lo que da un verdadero sentido al drama de nuestros días. Saber que podemos reflexionar sobre todo: los objetos, las personas, los animales, las plantas y el entorno social y doméstico y convertirlos en ese catálogo de la memoria al que llamamos identidad y a veces, también, sentido, nos provee una cierta paz, una certeza. Aunque al final sepamos, como supo José Emilio, que somos subproductos de una fuerza mayor: la Historia con hache mayúscula, que determina nuestros días. Somos el testimonio de eso que juraríamos que fue tal y como lo hemos nombrado, aunque lo nombremos de forma distinta en cada etapa de nuestras vidas. Pero somos también lo que no podremos decir y por tanto estamos condenados a esa despersonificación. A tener que aceptar que más que de los días consignados somos la sustancia misma de “los días que no se nombran”. Eso sobre todo somos. La certeza de que siempre seremos algo más. No importa cuánto escribamos o cuánto escribiéramos y aun si fuésemos eternos, lo no dicho es lo que encierra el centro de nuestra discusión interna.

Somos, pues, una corazonada.

Todo lo que le preocupaba a José Emilio ya era el anticipo de un futuro que no iba a estar mejor. Siempre se disculpaba por la falta de eficacia de las palabras, sus palabras, para cambiar la realidad del país que se desmoronaba, del paso del tiempo donde algo que había hasta hace poco no existía más; de un pasado que aun siendo injusto se había llevado también lo bueno y lo inocente, y se dolía de la falta de solidaridad, de la indiferencia de unos con otros. Hoy el país no es mejor y si un país es sus habitantes nosotros tampoco somos mejores. En tantos sentidos albergamos las mismas dudas, la misma impotencia, y aunado a esto cargamos con lo que nos dejó la pandemia: una desesperanza grande al enfrentar día a día las narrativas de la enfermedad y la muerte pero sobre todo la narrativa de la violencia que nos atraviesa. Una forma de definirnos como país que parece ser solo una confrontación. Una imposibilidad de encontrar un diálogo y una falta de conciliación que nos llena de desesperanza.

La excelencia en las letras no se alcanza nunca, no mientras se está vivo pues lo que alimenta y anima a escribir la siguiente obra, siempre defectuosa, siempre endemoniadamente difícil, sobre todo al inicio, siempre conjetural y aterrorizante en algún punto en que creemos que la trama no es más que un pálido reflejo de aquella que nos formamos en la imaginación, es la certeza de que hay mucho por mejorar. Pero el Premio Excelencia en las Letras José Emilio Pacheco, tan solo por llevar el nombre de ese autor, por sumar en sus recipiendarios a quienes me precedieron, por haber tenido en el jurado a críticos y escritores notabilísimos, y por ser otorgado en la Universidad Autónoma de Yucatán, en la FILEY y en Mérida, sitio del primer congreso feminista, es justamente el permiso para pensar que se puede ir más allá, que se puede alcanzar un nivel mayor de comprensión del mundo y una maestría literaria que supere lo que antes se ha escrito.

Así que cómo no va a ser un honor muy especial recibir el Premio a la Excelencia en las Letras José Emilio Pacheco si ese nombre me lleva al autor del México que fuimos y que ya no podremos ser, a una vida dedicada a la literatura y a mis años de juventud, esa juventud tan lejana y tan cercana al mismo tiempo.


* Título de la Redacción, que proviene del libro de JEP Los días que no se nombran, selección de poemas 1985/ 2009.

AQ

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