Invitación a la lectura de Alfonso Reyes | Un ensayo de José Emilio Pacheco

Literatura

En enero de 1961, el autor de Las batallas en el desierto publicó en el suplemento México en la Cultura este texto sobre el Tomo XII de las Obras completas de Reyes.

Alfonso Reyes, 1889-1959. (Fototeca MILENIO)
José Emilio Pacheco
Ciudad de México /

A siete años del deceso de José Emilio Pacheco, recordamos al polígrafo con un rescate hemerográfico efectuado por Jesús Quintero (administrador de JEP. Textos a la deriva en Facebook), procedente del suplemento México en la Cultura, publicado el 22 de enero de 1961. Agradecemos a Cristina Pacheco su generosa anuencia para que, a seis décadas de su aparición original, esta reseña llegue de nuevo al papel.

Alfonso Reyes, Obras completas, Tomo XII: Grata compañía, Pasado inmediato, Letras de la Nueva España. Fondo de Cultura Económica, México, diciembre de 1960, 433 pp.

Un año después de la muerte de Alfonso Reyes apareció este tomo duodécimo de sus Obras completas. La misma variedad de sus asuntos hace que la simple descripción exceda el laconismo propio de estas reseñas. Las siguientes líneas informativas quieren señalar la belleza y oportunidad de este volumen y convidar quizá a un verdadero análisis de Reyes.

Grata compañía reúne alusiones y juicios críticos que van de 1912 a 1946. Se inicia con un estudio sobre los cuentos árabes de Stevenson, notables por su estilo sencillo y apropiado, fruto de la disciplina, que sigue al tema: “con la fidelidad de una sombra". Para Reyes la Ortodoxia de Chesterton es una autobiografía espiritual que guarda las experiencias, decepciones y meditaciones que llevaron al escritor inglés al límite del optimismo heroico: “Quien ama el mundo debe procurar reformarlo". La convencional Edad Media en que vivió Gilbert Keith Chesterton le permitió censurar lo que ocurría en su siglo. Escritor popular en el mejor sentido de este término, atacó con ímpetu de aventura las teorías heréticas en nombre de la conveniencia y el respeto a lo establecido. Reivindicó para sí el derecho de regocijarse ante las maravillas de la tierra. Bajo el brillo de la paradoja (“que tiene la virtud de recordarnos una verdad olvidada”), disimuló un sistema filosófico.

Buena parte de este libro está consagrada al autor de la Pequeña historia de Inglaterra. A Reyes —su traductor, su primer crítico— le debemos la difusión que en otro tiempo tuvo Chesterton en los países de lengua castellana. Las páginas escritas alrededor de Marcel Proust pierden el tono de alta divulgación sostenido en los trabajos anteriores. Reyes se interna en algunos aspectos de A la Recherche du temps perdu (el enlace entre la pintura de Vermeer y el arte del novelista francés, por ejemplo) para conducir a quienes ya han leído ese complejo ciclo narrativo, gran documento contra la sociedad y contra la época, o comunicar ciertos detalles de carácter más personal: el autor vivió en la casa número 44 de la Rue Hamelin donde pasó los últimos años de su vida, trabajando de noche en un cuarto forrado de corcho; enemigo del ruido como Lamartine, Flaubert o Juan Ramón Jiménez.

Después de un ensayo (“Goethe y América”) de nada leve erudición y del relato de una anécdota juvenil ocurrida a Rousseau, sigue un estudio En torno a la Estética de Descartes ("El arte de apretar en formas la materia”) y el prólogo a las Reflexiones sobre la historia universal de Jakob Burckhardt, clásico de la historia de la cultura que despejó nuevas perspectivas sobre las posibilidades de este género. En ese libro Burckhardt fundamentó su entusiasmo por la obra incansable de la libertad. Más allá de nuestra miseria, el espíritu humano sigue renovando su morada. La historia no es el camino de la dicha sino del infortunio. El bien total nunca se entrega y la verdadera, definitiva redención está en el conocimiento.

De Unamuno (alma en guerra civil, donde relampagueaban las tormentas de España) hace una nítida recordación, seguida de nueve dibujos suyos y un autógrafo, obsequiados por Unamuno a don Alfonso.

En dos artículos escritos a raíz de la muerte de Antonio Caso y en su conocida Evocación de Pedro Henríquez Ureña exalta la obra y la vida de sus compañeros y adelanta la reunión de sombras que dará tema a su libro siguiente: Pasado inmediato, iniciado con una nota necrológica sobre Genaro Estrada que presenta, contra el olvido, a este animador de nuestras letras, importante por su contribución al Derecho Internacional (autor de una Doctrina que, respetuosa de la soberanía de las naciones pide el reconocimiento automático de todo gobierno que un pueblo quiere darse). Su labor abarcó la historia, la economía, la crítica, la bibliografía, el libre ensayo, la narración y la poesía.

El ensayo que da nombre a este libro (que acaso sea lo mejor del volumen) es el examen del tiempo en que se formaron Reyes y su generación: la etapa del Centenario, cuando el país se esforzaba en llegar a algunas conclusiones y pasar a un nuevo capítulo de su historia. Al lado del espejismo de la celebración cundían los primeros latidos revolucionarios. El régimen de don Porfirio había durado más de lo que la naturaleza puede consentir y daba síntomas de absoluta caducidad. México había sido la Pax Augusta, entendida la paz como especie de la inmovilidad. Si los directores positivistas eran spencerianos, tenían, no obstante, miedo de la evolución, de la transformación. La paz envejecida reinaba en las calles y en las plazas, pero no en las conciencias, como exclamó Francisco Bulnes, contemporáneo de la crisis. Ante ese panorama se celebró en 1910 el Congreso Nacional de Estudiantes, revelador de la inquietud que invadía ya los gérmenes de nuestro ser cultural.

La joven generación del Centenario se distinguía de Los Modernistas por sus preocupaciones educativas y sociales. Gabino Barreda, discípulo de Augusto Comte, imbuido de positivismo francés, creó, congregando a los hombres de ciencia, la Escuela Nacional Preparatoria que dio una fisonomía nueva al país, con un programa enciclopédico que recorría la escala comtiana, desde la matemática abstracta y pura hasta las complejas lucubraciones sobre la sociedad. Su destino era preparar ciudadanos que, faltos de enseñanza humanística, perdían el sabor de las tradiciones y se iban desgastando sin saberlo; consideraban que había un cisma entre lo teórico y lo práctico. La sociedad había perdido su confianza en la cultura. Los antiguos positivistas, ahora reunidos en colegio político bajo el nombre de los “Científicos", eran dueños de la enseñanza superior. Contra ese linaje se alzó la rebeldía de una generación que no creía en sus mayores y que trataba de renovar las ideas petrificadas. La filosofía positivista mexicana, que recibió de Gómez Robelo los primeros ataques, había de desvanecerse bajo la palabra elocuente de Antonio Caso, quien difundiría por las aulas esas nuevas verdades. Pronto esa juventud dio señales de una conciencia pública emancipada del régimen. Los esfuerzos de Reyes, Henríquez Ureña ("el Sócrates del grupo"), Caso y Vasconcelos culminarían en la fundación de la Sociedad de Conferencias y el Ateneo de la Juventud. La pasión literaria y la afición de Grecia, el conocimiento de España, de las lenguas clásicas, de las letras europeas y la búsqueda del auténtico ser mexicano sacudían la atmósfera intelectual. Pronto se dejaría sentir en todas partes el gran sacudimiento político.

La campaña de esa generación proseguiría en la cátedra al abrirse de nuevo la Universidad, y en la fundación de otra Universidad, la Popular, que iba a ilustrar al pueblo en sus talleres y en sus centros, llevaba a quienes no podían costearse estudios superiores los conocimientos indispensables que no cabían en los programas de las primarias.

Ya el año del Centenario está muy lejos; ya se le recuerda con trabajos. Pero, entre sus vagidos y titubeos “abrió la salida al porvenir, puso en marcha el pensamiento, propuso interrogaciones y emprendió promesas que, atajadas por la discordia, habrá que reatar otra vez al carro del tiempo”.

Pasado inmediato se cierra con algunos trabajos evocativos e interpretativos acerca del Madrid literario que conoció en el exilio Alfonso Reyes; de Justo Sierra (para quien pensar y escribir fue una forma del bien social y la belleza una manera de educación para el pueblo); de Luis G. Urbina y otros poetas, hispanoamericanos —Darío, Silva, Martí, Lugones, Chocano, Valencia y González Martínez— que colaboraron a caracterizar el clima en que se formó el Ateneo de la Juventud, el grupo que dio a México los que hasta hoy son sus escritores más notables.

Letras de la Nueva España presenta los cuatro siglos de literatura que comienzan con la expresión indígena anterior al desembarco de los conquistadores y finalizan con la era crítica, al término del siglo XVII, y principio de la ilustración antecedente ideológico de la lucha por la independencia nacional.

Obra didáctica no excluye la amenidad; valoración definitiva y guía segura para iniciarse en la literatura mexicana, resume las investigaciones de Reyes acerca del periodo menos comprendido de nuestra evolución.

Reyes, tan dotado para la creación, empleó sus dones expresivos, la inagotable variedad de su sabiduría en dar forma a la trama sobre la cual deberá sustentarse nuestra cultura nacional. Redescubrir, dilucidar, actualizar, sugerir, incitar, iluminar fueron verbos gratos a la pluma del hombre que nos enseñó la conciencia del trabajo literario, el gusto por el método y el fervor cotidiano de la evocación. Yo creo —con monótona y necesaria insistencia— que de ningún otro mexicano podemos aprender tanto como de Reyes. Con su obra nos dejó, ante todo, un camino, un futuro que necesariamente debemos transitar.

Alfonso Reyes cerró la última puerta y su voz y sus consejos pertenecen al reino de lo que hemos perdido para siempre. Hace ya un año que no está entre nosotros. Hoy nos consuela de la privación de ese diálogo el trato con sus libros.

JEP: “Hay otro México posible”

“He dado siempre la batalla por Reyes y me propongo no ceder en nada”, le dijo José Emilio Pacheco a Octavio Paz en una carta el 17 de agosto de 1966, mientras con Alí Chumacero y Homero Aridjis como compañeros de empresa y con Arnaldo Orfila Reynal como paciente y diestro árbitro, daban forma a Poesía en movimiento, antología que aparecería en noviembre de aquel año bajo el sello de Siglo XXI Editores.

Durante más de 50 años Pacheco se ocupó de la obra de Reyes en todo tipo de espacios: desde una encuesta en el suplemento más importante de la época —“Es el maestro absoluto” (Beatriz Reyes Nevares: “Los jóvenes enjuician a los viejos escritores / II”, México en la Cultura No. 595, 7 de agosto de 1960)— hasta sus conferencias en El Colegio Nacional, pasando por prólogos, inventarios y estudios epistolares.

De ese amplio acervo de apreciaciones seleccionamos algunas de las vigentes palabras que el autor de Irás y no volverás (1973) pronunció el 10 de septiembre de 2009 al recibir el Doctorado Honoris Causa en el área de Humanidades por la Universidad Autónoma de Nuevo León.

Sé que es injusto, brutal y cruel pedir que las letras tengan el poder de enfrentarse a las armas, decir que nada pueden las Obras completas de Reyes ni las de nadie contra el estruendo de las ametralladoras, la sangre derramada todos los días, el terror que nos cerca por todas partes y se extiende como mancha de aceite.
Pero también sé que ceder a la tentación de la desesperación y declarar inútiles los trabajos de Reyes […], significa perder de antemano la batalla. La batalla de pensar que hay otro México posible y puede haber un mañana sin esta pesadilla de la historia, de nuestra historia que ha sustituido al sueño de un México justo, ordenado y en paz.

[...]

No sé cómo podemos salir de nuestro laberinto. Ignoro la fórmula mágica. No encuentro soluciones ni siquiera para mi propia angustia. Lo único que puedo hacer aquí y ahora es confiar una vez más en Alfonso Reyes. Unas semanas antes de su muerte le decía a Elena Poniatowska que para salvar a México hay un camino al alcance de cada una y cada uno de nosotros. No suena contundente ni grandioso, pero sin él todo estará y seguirá perdido.

La fórmula de Reyes es muy simple: consiste en que cada persona haga lo que hace de la mejor manera posible. Esta acción es la más sencilla y eficaz de las exhortaciones. Además nos compromete a todas y a todos.

[…]

Dirán ustedes que es muy poco […]. Sin duda tendrán razón, pero con algo tan frágil como esta página damos un paso que nos aleja cuando menos un poco de las tinieblas y de la hoguera. En la medida de nuestra pequeñez estamos, en efecto, contribuyendo a que el porvenir no quede librado ni a la desesperación ni a la violencia.

Fuente: Revista Interfolia, Publicación de la Capilla Alfonsina / Biblioteca Universitaria No. 5, enero-mayo 2010.

AQ

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