En 1967 José Emilio Pacheco acepta el encargo de Gastón García Cantú, entonces director de Difusión Cultural de la UNAM, para investigar y levantar el primer estudio de mérito en torno de los modernistas mexicanos, tan presentes en la educación sentimental de varias generaciones, pero ¡oh paradoja de sátiros y ninfas!, tan empolvados y desenfocados en las lecturas de los nuevos poetas. El escritor de 28 años está al día en este tipo de indagaciones, lecturas y relecturas de autores que fueron autoridades en su época y cuyo fulgor devino, en el peor de los casos, en “lámparas en agonía” de una tienda de antigüedades. A todas luces es el candidato ideal para este tipo de empresa. En 1965 había entregado, a solicitud de Emmanuel Carballo, La poesía mexicana del siglo XIX, investigación que actualizará en 1979 en el primer volumen de Poesía mexicana 1810-1914. Por si le faltara práctica y teoría en las arenas movedizas de nuestra lírica, Pacheco fue convocado por Octavio Paz, a mediados de 1965, para discutir y armar la última antología canónica en nuestras letras: Poesía en movimiento (1967).
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Ese mismo año del encargo modernista, aparece su primera novela, Morirás lejos, que lo coloca de golpe entre los nuevos escritores latinoamericanos a los que hay que seguir con mucha atención. El mexicano se encuentra en otra órbita que no cruza con las parábolas de la narrativa del boom, no obstante su cercanía a Mario Vargas Llosa con quien tramó la traducción de Cómo es (1966) de Samuel Beckett y su amistad con Carlos Fuentes. También en 1967, en varias latitudes de la lengua castellana, se celebra el centenario del nacimiento de Rubén Darío, la figura estelar del modernismo hispanoamericano. Esta efeméride le vendrá de maravilla para situar su lectura desde el presente poético y no como una arqueología literaria. En su balance del legado dariano, me parece que Pacheco comparte puntos de vista con la posición mordaz de Enrique Lihn anotada en Escrito en Cuba (1969): “No acepto por razones difíciles y aburridas de explicar/ que hagamos un mito de Darío menos en una época/ que necesita urgentemente echar por/ tierra el 100 por ciento de sus mitos”.
La nueva edición en un solo tomo de la Antología del modernismo mexicano 1884-1921 que acaba de publicar Era, en colaboración con el Colegio Nacional, es un pretexto de lujo para comentar esta pieza ejemplar de la crítica literaria que tuvo su primera aparición, en dos volúmenes, en 1970 como parte de la Biblioteca del Estudiante Universitario. Leyendo ciertos epígrafes y poemas de No me preguntes cómo pasa el tiempo (1969) y de Irás y no volverás (1973) es dable localizar pistas, analogías, intuiciones y posiciones críticas respecto del objeto de estudio que abordará en la muestra modernista. En el epígrafe del primero de los libros, versos de Ernesto Cardenal, destacan estas líneas: “Y la belleza pasó rápida como el modelo de los autos/ y las canciones de los radios que pasaron de moda”. Bajo tal advertencia, Pacheco en su lectura del modernismo mexicano examina y selecciona los discursos poéticos que remontaron la contingencia retórica de su época. Importa en todo caso que en esas obras esté presente “la eterna circulación de las transformaciones” como él mismo dice en el poema “Escolio a Jorge Manrique”. En el apartado 5, “Una cartita rosa a Amado Nervo” del poema “Observaciones”, pieza del segundo libro referido, ironiza y vaticina: “Lo cursi es la elocuencia de lo que se gasta./ No te preocupes/ si sonreímos con tus versos dolientes/ y nos sentimos hoy por hoy superiores.// Tarde o temprano/ vamos a hacerte compañía”.
Con esas y otras claves, desarrolladas en la introducción, Pacheco profundiza en los perfiles y matices del modernismo mexicano, en las marcadas diferencias de sus exponentes, delimitando su contexto histórico ligado al Porfiriato y arrojando luces en torno de otros movimientos filosóficos y literarios que incidieron en sus poéticas. Por eso mismo va más allá de las fuentes bibliográficas inevitables —Max Henríquez Ureña, Federico de Onís et al—, que las conoce y las discute para traer al magma de la discusión a autores como Walter Benjamin y Cyril Connolly que amplían el espectro de ideas sobre el espíritu moderno, piedra de toque de las estéticas que circularon a finales del siglo XIX y principios del XX.
Además de ese prólogo magistral, propositivo y de gran calado, Pacheco escribe una monografía para cada uno de los poetas. Las de Gutiérrez Nájera, Díaz Mirón, Othón, Urbina, Nervo, Tablada, González Martínez y López Velarde son ensayos ejemplares, agudos y amenos en su exposición que incluyen, además del riguroso apunte biográfico, una lectura de su lírica enmarcada en su respectiva tradición. Otro deleite para el lector son las notas a pie de página que el crítico ha llevado a la dimensión de un nuevo género literario: información valiosa que rebasa lo trivial, apunte luminoso que explica y comparte una experiencia estética, contrapunto que amplía la intensidad de las interrogantes. Para esta nueva aparición, se invitó a David Huerta, Óscar de Pablo y Leopoldo Laurido para cotejar las versiones de los poemas incluidos con las publicadas en las obras completas de varios de los autores. Trabajo arduo y necesario. Asimismo, José Ramón Ruisánchez, encargado de la edición, actualizó la bibliografía. En el perfil de Alfredo R. Placencia, lamentablemente, hay datos y alusiones erróneas. El año de su nacimiento es 1875 y no 1873; la “R” no es de Román sino de Ramón, nombre que tomó el poeta del padre tras su muerte; uno de los pueblos donde fue párroco es Amatitán y no Amatitlán… El autor de El libro de Dios no “Habitó en una de las zonas más afectadas por la Revolución” como escribe Pacheco, quien luego cita versos del propio Placencia que aluden en realidad a la muerte de su hermano Higinio, soldado federal, ocurrida en Jerez. Por otra parte, el editor confunde a Francisco León González con el poeta Francisco González León, quien nunca escribió El gesto de la angustia. Aforismos que se le acredita. Fuera de esas minucias, enmendables, la circulación de esta obra es un obsequio de primer orden para los nuevos lectores.
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