Del inmenso río de la poesía coloquial o conversacional hispanoamericana, un afluente entero corresponde sin duda a la obra de José Emilio Pacheco (Ciudad de México, 1939-2014). El fatídico accidente doméstico que le quitó la vida el 26 de enero de 2014 dejó, literalmente, a México en ascuas. Cientos acudieron a despedirlo a El Colegio Nacional. Desplegados con su fotografía en las primeras planas de los periódicos declaraban: “José Emilio, la patria te ama”. Para su propio asombro póstumo, nuestro último clásico —después de Alfonso Reyes y Octavio Paz— se había convertido en un autor popular, leído por miles de jóvenes en las páginas de su novela corta Las batallas en el desierto (1981) —inmortalizada además en una canción del grupo de rock Café Tacvba. Admirado también por la soltura de sus conferencias abiertas a todo público en El Colegio Nacional y venerado por lectores feligreses muy antiguos que siguieron durante 41 años su columna de periodismo cultural y literario, titulada Inventario, sin duda la más importante y longeva de la segunda mitad del siglo XX en habla hispana. Muy leído y buscado por expertos y amateurs también por sus incontables traducciones, en muchos casos versiones libres creativas o, como él las llamó, aproximaciones: de Becket, Oscar Wilde, Tennessee Williams, T. S. Eliot, Seferis, haikús de todo tipo, epigramas de la Antología griega, Nerval, Baudelaire, Rimbaud, Carl Sandburg, William Carlos Williams, W. H. Auden, Malcolm Lowry y un largo etcétera que ya está siendo recopilado.
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Sin embargo, es curioso que, con todas estas simpatías acumuladas, quien se acerque por primera vez a sus poemas encuentre, a primera vista, un mar de oscuridad y pesimismo. En cuántos versos de JEP el Dios del tiempo y su ejército de gusanos que carcomen la nada nos devuelven al trágico orden bíblico: polvo, como origen y destino. Pero ese aparente reino de la noche no es más que lucidez y constancia, perduración en la búsqueda poética a sabiendas de su naturaleza siempre fugaz, inexorable. Si el tópico del tempus fugit y la figura tutelar de Heráclito dominan toda la obra en verso de Pacheco, no es solo por plasmar en innumerables variaciones el carácter perecedero de toda residencia en la tierra. Al lector le esperan también grandes dotaciones de asombro que se concentran en un franco “elogio de la fugacidad”: las nubes pasan, y son hermosas por eso; la lluvia cae hasta que se apaga y apacigua al mundo. Ahí brota la conciencia, derivada de una ardua y concienzuda lectura y traducción de la obra de T. S. Eliot, de que todos los tiempos verbales son ilusorios salvo el eterno presente. Quizá una de las corrientes más claras de su poesía es el juego de variaciones con el tema del tiempo como estado de pérdida, paradoja de destrucción y construcción perpetua.
Desde Los elementos de la noche (1963) hasta su último libro en vida, Como la lluvia (2009), el caudal de sus versos se distingue, además, por su nitidez y su concisión expresivas, llena de imágenes sobrias y precisas; por una sincera voluntad por democratizar la poesía sin soslayar la erudición ni la saludable ironía; y una ética constante que considera a cualquier forma de otredad y se pone, exitosamente, en sus zapatos —así sean “los desairados” o los personajes de su Circo de noche. Pero lo consigue hacer también con la Naturaleza, y cualquier forma de vida no-humana: hay una fuerte denuncia ecológica en su poesía y una determinación no por humanizar a los animales, sino por invertir el discurso y hacer que nuestro trato hacia ellos nos refleje su condición incomprendida, su profunda dignidad, nuestra barbarie. “Los animales saben” se titula uno de los conjuntos que reúne sus bestiarios.
En este sentido, la ciudad como símbolo de progreso y civilización es para el poeta uno de los agentes destructores no solo de la ecología, sino de la historia y la memoria humanas. Son ellas las que pueden sembrar un “Malpaís”, tierra baldía en términos mexicanos, por todo el planeta. “La ciudad ya estaba herida de muerte. / El terremoto vino a consumar / cuatro siglos de eternas destrucciones”, escribe en Miro la tierra (1986), poemario sobre el terremoto que asoló México en 1985.
Ante la rapiña de los recursos naturales y la ambición del dinero, el poeta se vuelve un testigo, solemne y realista, pero también irónico y ácido, de los acontecimientos. No por nada su pluma periodística y poética convivieron siempre en la misma mesa de trabajo, entrecruzando la lírica con la obsesión diaria del reseñista y reporter cultural. Si queremos que la poesía no sea barbarie, nadie puede escribir de espaldas a su siglo después de Auschwitz, o tal vez porque es demasiado aguda la conciencia de que, como apuntó Auden, todo es posible después de Stalin y Hitler. Pero para enfrentarse a su tiempo, a las guerras y al asfalto inhabitable, José Emilio no es una simple voz testimonial; es un reescritor siempre didáctico, de moral constante y congruente, que se parapeta en la historia. Por eso, al escribir sobre la masacre estudiantil de Tlatelolco por órdenes del gobierno mexicano el 2 de octubre de 1968, acude a las crónicas de Indias, actualiza la Historia y la asimila en sus versos para concluir con los antiguos mexicas que “es toda nuestra herencia una red de agujeros”. Quizá sólo mediante esa distancia reflexiva y esa mirada que hace espejear las épocas se puede relativizar, redimir el dolor y la impotencia del desastre presente.
Otra corriente con la que JEP democratizó la poesía fue la escritura sobre la literatura misma. Como asume directamente en “Carta a George B. Moore en defensa del anonimato” —uno de sus “credos poéticos y humanos más conmovedores”, según Elena Poniatowska— su poesía defiende una y otra vez al lector como creador y a los demás escritores como contribuyentes activos en la obra. Los escritores de la tradición no son un obstáculo ni una meta por superar, sino un grupo de colaboradores a los que hay que saquear con respeto, y a quienes debemos reciprocidad absoluta, pues toda la literatura es saqueo y creación colectiva. Con esto, Pacheco no busca glorificar el saqueo de la piratería, sino expresar que el poeta debe asimilar la tradición y transformarla, sin entenderla jamás como línea estática progresiva ni como monumento en piedra. Esto se vuelve patente, entre otros ejemplos, en el brevísimo “Escolio a Jorge Manrique”: “La mar no es el morir / sino la eterna / circulación de las transformaciones”. La mayor aspiración del artista es, entonces, que el arte se vuelva anónimo y colectivo y circule libremente por los pueblos y los mares, sin la interferencia ególatra del autor y su cortejo de flashes (hoy selfis).
La autocrítica y la conciencia del lugar irrisorio del poeta en el mundo son, por eso, marcas de la casa de este poeta. En un “Autoanálisis” nos admite contrariado: “He cometido un error fatal / —y lo peor de todo / es que no sé cuál”. Y en este rumbo podemos leer los títulos de sus libros como artes poéticas juguetonas. Tarde o temprano es una ironía admonitoria para todo poeta: tarde o temprano los poemarios acaban en el sarcófago de las obras completas, es decir que pierden su movimiento natural, su posibilidad de reescribirse y de ser reconducidas, mientras viva su autor, hacia el camino de la perfección al igual que la piedra que empuja Sísifo, como dicta el epígrafe en clave de su obra poética reunida. Tarde o temprano también los poetas que son pasto de la moda y la admiración acaban olvidados, cubiertos por el polvo en los anaqueles del tiempo. Islas a la deriva son, por ejemplo, los poemas enviados como botellas al mar para que un lector —el creador verdadero— los recupere si el azar de las mareas es propicio.
Último pero no menor acierto que recorre toda la poesía de JEP: la riqueza y la variedad de temas y formas, que indican una maestría de orfebre y una memoria enciclopédica (hoy de motor de búsqueda). El ready-made, el found poem, el poema de circunstancia, el poema-crónica, la epístola y la fábula, el monólogo-dramático, el uso creativo de heterónimos y apócrifos, el collage o la eckphrasis —recreación poética de alguna obra pictórica— son solo algunas de las formas que encontrará el lector en el recorrido de su obra completa. A esto hay que sumar sin duda el manejo de metros y versificaciones más clásicas y asentadas, por referirnos de alguna manera a las distintas tradiciones antiguas y modernas de las que abreva: epigrama, haikú, soneto, lira, casida, égloga, escolio, versículo, silva libre impar y un largo etcétera.
¿Hace falta decir más? Tal vez que el lector irá, entre el murmullo de los versos de Pacheco, al encuentro también de Vallejo, Cernuda, Darío, Alberti, Amado Nervo, López Velarde, Bécquer, Efraín Huerta, Rulfo, “siempre” Heráclito, Ovidio, Catulo, Ronsard, Goethe, Rilke, Onetti, Ortega y Gasset, Flaubert, Baudelaire, D. H. Lawrence, El Bosco, Whistler, Turner, Frida Kahlo y hasta Bill Gates. La lista podría seguir pero los versos no esperan, porque ellos también se acaban, como la lluvia.
AQ