Vasconcelos: entre lo fugaz y lo perdurable

Historia

En esta entrevista de 1923, el autor de Ulises Criollo conversa ampliamente, entre otras cosas, sobre su deseo de renunciar a la SEP para dedicarse a escribir.

José Vasconcelos, autor de 'La raza cósmica'. (Foto: Archivo General de la Nación)
Gregorio Ortega
Ciudad de México /

En 1923, dos años después de haber creado la Secretaría de Educación Pública, José Vasconcelos, autor de Pitágoras, recibió en su despacho a un joven pero ya reconocido reportero con quien conversó ampliamente sobre diversos temas, entre otros de su deseo de renuncia a la SEP para dedicarse a escribir, del carácter universal de la filosofía y de la única forma “respetable de gobierno” que, para él, era “la democrática socialista”. 

Con autorización de su heredero, Gregorio Ortega Molina, publicamos este rescate acompañado de una presentación del filósofo José Manuel Cuéllar Moreno.

Una entrevista a José Vasconcelos

El periodista y editor Gregorio Ortega (1902-1981) cuenta entre sus hazañas el haber descubierto y defendido el valor literario de la novela Los de abajo de Mariano Azuela y el haber dirigido publicaciones tan variopintas como Molino verde (una revista mexicana de burlesque) y Jaque al crimen (nota roja en la época de Miguel Alemán). Ortega estuvo al mando de la célebre Revista de América durante más de treinta años, de 1945 a 1981. Esta publicación es pieza clave para entender las relaciones entre los intelectuales mexicanos y el Poder Ejecutivo. Es una lástima que la vida y la obra de este peculiar personaje no hayan sido objeto de mayor atención.

  Recuperamos aquí una entrevista que hizo al ministro José Vasconcelos en 1923. Se advierte una nota de hartazgo en la voz de Vasconcelos. Está ya listo para abandonar la Secretaría de Educación Pública y, de ser necesario, el país. No quiere hablar de política, prefiere hablar de la belleza y la divinidad. Sus mejores obras filosóficas estaban por ver la luz: La raza cósmica (1925), Indología (1926), Tratado de metafísica (1929), redactado este último en medio de su campaña como candidato a la Presidencia.

      Las entrevistas de “Orteguita”, como era conocido, para El Universal Ilustrado causaron sensación. No se trataba de interrogatorios impersonales sino de verdaderos retratos psicológicos. El Dr. Atl, Diego Rivera, Plutarco Elías Calles (por mencionar sólo unos nombres) se sometieron a su implacable escrutinio. El propio Vasconcelos consideraba los reportajes de este joven periodista como “documentos sumamente interesantes para la historia literaria de la época. Están escritos con verdad y con talento, penetrando en el espíritu de cada uno de los entrevistados, para encontrar lo mejor que poseen, sin descuidar la anotación de las debilidades y vanidades que a todos nos hacen un poco ridículos. El trabajo de Ortega representa un esfuerzo contra la trivialidad habitual del periodismo y seguramente ha de contribuir a que se eleve nuestro nivel intelectual”.


José Manuel Cuéllar Moreno

Maestro en Filosofía de la Cultura por la UNAM y en Filosofía Contemporánea por la Universidad de Barcelona. Autor, entre otros libros, de La revolución inconclusa. La filosofía de Emilio Uranga, artífice oculto del PRI (Ariel, 2018).


Para Alejandro Gómez Arias


Impresionable, nervioso. Sus antenas espirituales vibran inmediatamente con los menores mensajes. Es de estatura mediana y lo que más llama la atención en su rostro son los ojos, que parecen muy abiertos. Tiene la respuesta breve y seca cuando desea terminar con su interlocutor; pero también sabe prolongarla, haciéndola clara y simple.

Impresionable. Vive con las noticias diarias, con las opiniones diarias y con los mensajes divinos. Lo más fugaz y lo más perdurable. Religioso, de una religiosidad extraña tanto como su pensamiento. Es un occidental que logró ya escribir “Cristo, Amor. Budha, Conocimiento. Brahma, lo Absoluto”. Y que, a pesar de ello, está lleno de pasiones y de voluntades, de tristezas y de alegrías.

Díaz Mirón, en su orgulloso retiro de Veracruz, lo comprendió, casi lo admiró. Gabriela Mistral puso en mí el afán de conocerlo para comparar la persona humana y el alejado de las vanidades, vanidades que jamás han desaparecido por completo de él. (Es una vanidad el amor a la patria, y él habla en alguna parte de su “México ingrato donde no me dejan vivir”).

Es el que ha hecho habitar entre nosotros a “la ciega Esperanza”. En las ciudades como en los pueblos —Tonalá de los tulipanes y de los alfareros—, se espera de él, se confía en él. Ha logrado comunicar la fe que lo anima a nosotros, a los temblorosos, a los que dudamos. En la revolución es uno de los que significan y representan el pensamiento y, con sus defectos, uno de los más altos intelectuales de ella.

El poeta Jaime Torres Bodet me condujo a la sala ministerial. Y Vasconcelos me recibió media hora en su despacho, ese despacho enorme al que nunca llega, si bebió champaña, si antes no ha tomado “sen-sén”.

Salían Francisco Orozco Muñoz y Enrique González Rojo. Estuvo a punto de hacerse la soledad porque el mozo vigilante inclinábase hacia la calle estridente. Hubo una pausa en la que presentí las palpitaciones de los nombres inscritos en el muro y de las figuras pintadas por Roberto Montenegro y la gravedad de la estatuilla serena de Palas Athenea.

      —¿Qué es...?

La primera pregunta. Temí un momento que adoptase la actitud aburrida que utiliza en las ceremonias oficiales, en las que, según Francisco de Asís Monterde y García Icazbalceta, se “siente el discóbolo de su propia cabeza”.

      —Me han seducido —responde— en primer lugar la vida y después aquellos que han sabido interpretarla noble y altamente, como Esquilo y Platón, Plotino y Dante, Kant y Beethoven.

Aparecía el hombre subjetivo, no el ministro. Cálido, tropical.

      —Las únicas figuras que admiro son las que están limpias de sangre y de lucro, como Tagore y el Ghandi.

¿Y de sus libros? ¿Cuál es el que lo ha conturbado más, en el que puso más fe, en el que esperó más? Era preciso definirlo, porque a veces esa oscura e inexplicable predilección revela al escritor.

      —Mi libro Pitágoras, probablemente porque es el primero, pues a medida que pasa el tiempo se pierde interés en la propia obra y si uno sigue realizándola es solo por una especie de fatalidad.

Enseguida, su futuro, el futuro de él. Porque yo tengo mucho de antiguo, y numerosas veces me he inclinado a interpretar las señales:

      —Dejaré la Secretaría (de Educación Pública) el año entrante, porque ya siento necesidad de escribir y lo que tengo que decir no puede decirse en un puesto oficial; escribiré notas sobre mi último viaje a la América del Sur, memorias sobre la revolución mexicana, y después continuaré la serie de ensayos que principia con Monismo estético, terminando con la estética fundamental que desde muy joven tengo iniciada, y finalmente una síntesis de las religiones.

Concede la primacía artística a la palabra y a la música. Son los medios de que se vale la Divinidad —Aquél que no tiene nombre— para transmitir su mensaje a los hombres. Y el arte es para todos los hombres, esencialmente para los pobres, para los miserables, para los incrédulos. De ahí que una de sus constantes preocupaciones haya sido la de editar a los clásicos, fuentes de nobleza y de fuerza, y la de que el pueblo escuche a Beethoven.

      —Como Ministro de Educación Pública no tengo derecho a tener preferencias entre los pintores y los escultores. Me limito a procurar ofrecer a todos elementos para que trabajen, sin preocuparme mucho del trabajo mismo. En lo individual me confieso responsable de juzgar a la pintura como un arte servil, cuando no caricaturesco. En muy pocos clásicos hallo mensaje; me seduce momentáneamente el color, pero no tengo ojos para ver el detalle; sin embargo, siento la impresión general y que un edificio se ennoblece con el ensueño de los pinceles. Se ha pintado mucho en los últimos tres años. A todos los que estaban en Europa conseguí atraerlos y creo que se han desafrancesado y ahora pintan como se pintaba en la Colonia, bien o mal, pero en grande. Una de las primeras observaciones que les hice fue la de que debíamos liquidar la época del cuadro de salón para restablecer la pintura mural y el lienzo en grande. El cuadro de salón, les dije, constituye un arte burgués, un arte servil que el Estado no debe patrocinar, porque está destinado al adorno de la casa rica y no al deleite público. Un verdadero artista no debe sacrificar su talento a la vanidad de un necio o a la pedantería de un connoisseur. El verdadero artista debe trabajar para el arte y para la religión, y la religión moderna, el moderno fetiche, es el Estado socialista, organizado para el bien común; por eso nosotros no hemos hecho exposiciones para vender cuadritos, sino obras decorativas en las escuelas y edificios del Estado. Después les he dicho que toda mi estética pictórica se reduce a dos términos: velocidad y superficie, es decir, que pinten pronto y que llenen muchos muros. Como sé que tienen talento, con eso basta. En realidad estimo a los pintores, y creo que si tuviéramos una generación de músicos, comparable a la de los pintores, en producción autóctona y abundante, el nombre de México correría por el mundo. En cuanto obra perdurable, ¿qué cosa es obra perdurable?

¿Iba a temblar su fe? Releí mentalmente los párrafos de Monismo estético en que asegura la supervivencia del pensamiento humano a las más completas catástrofes. ¿Y acaso la pintura no es expresión del pensamiento? Él continuaba, tranquila, firmemente:

      —De los escultores tengo que decir algo semejante: soy inconmoviblemente clásico y solo me gusta lo griego de la época de Fidias, pero creo que hasta los malos ensayos sirven para depurar el gusto. En el edificio del Ministerio y en el Estadio se está haciendo obra escultórica de importancia para nuestro medio. Desgraciadamente la escultura cuesta más que la pintura, y ¿qué cosa seria se puede intentar en un país en que el ejército y los políticos consumen la mitad del presupuesto? Siquiera nosotros no hemos tirado casas, las hemos construido.

No parecía cansado. Atendía mis indicaciones, mis sugerencias para ampliar una contestación. Terminó:

      —De los escritores debo abstenerme de hablar en concreto, pero en general creo que todavía no se produce un grupo cuya obra sea comparable a la de los poetas que llevaron el nombre de México por todo el Continente, en la generación que termina con Díaz Mirón y González Martínez.

No quiso hablar de política. Escuchó mis opiniones, que quedaron sin respuesta. Solo una: ¿Revolución? No; él espera que no la haya. Opina que no debe haberla. Pero está listo para el destierro, “porque en nuestro país siempre hay que estar preparado para eso”.

      —Creo que el libro fundamental de la conducta humana es el Evangelio, pero a fin de aplicar su enseñanza a la organización social, sería menester complementarlo con el manifiesto socialista de Carlos Liebknecht, que define la enseñanza evangélica en el sentido económico. Aparte de esto que es todavía un ideal, creo que el espíritu de occidente se caracteriza por el ordenamiento riguroso de conceptos, que se encuentra por ejemplo en Kant, y por la ciencia aplicada al aprovechamiento de las fuerzas naturales para el beneficio común.

Alfonso Reyes consideró a José Vasconcelos como el solo pensador capaz de provocar un movimiento filosófico mexicano. En ninguna página deja el autor de Divagaciones literarias de manifestar su fuerza, aun en aquellas de simple elegancia, de recuerdos, de visiones. Pero él:

      —No diría yo que existe o que puede existir filosofía mexicana, porque la filosofía es universal y no provinciana, pero sí creo que las características especiales de la raza iberoamericana llegarán a manifestarse en un pensamiento peculiar a nuestra índole y a nuestra época. Creo, pues, en una filosofía iberoamericana en su base, pero universal en sus finalidades y conclusiones.

Señaló, al hablar del arte mexicano, las piezas de Tonalá que tiene como ornato de sus libreros. ¡Oh, los admirables alfareros!, y las voces de los “corridos” que en las saudades de las tardes ponen “un nudo en la garganta”, como dice el pueblo.

     —El camino del arte mexicano, como el de todo arte auténtico, es el de su propia fuerza y sinceridad. El arte es una revelación de lo divino; pero no basta poseer la inspiración, es indispensable también la técnica, es decir, una preparación larga, tenaz, un conocimiento claro de todo lo que se ha hecho antes de nosotros. El arte es improvisación; pero se necesita mucha ciencia para improvisar bien, para no caer en la extravagancia o en la puerilidad de los ignorantes.

Íbamos acercándonos a las preguntas más hondas y sin querer había que recordar a Tiresias. Para Vasconcelos la juventud está llena de promesas, y me puso el ejemplo de Mariscal, un indio, autor del formidable Allegro oído por él días antes.

      —No hay otra forma respetable de gobierno que la democrática socialista; con todos sus inconvenientes es la única que puede aceptar un hombre digno; la tiranía, aun fundada en el supuesto fracaso de la democracia, es una infamia digna de serviles natos o de bribones. La democracia es mala, pero las otras formas de gobierno son peores.

No hay un solo hombre iberoamericano que deje de pensar en el futuro de sus naciones. Es que al norte hay una inmensa sombra de águila. Y que anhelamos la persistencia de nuestro espíritu. Los directores —Vasconcelos uno de ellos— están obligados a manifestar su pensamiento.

      —Si nuestros países perduran llegarán a unirse y constituirán la gran patria hispanoamericana. El patriotismo nacional en que ahora vivimos es simplemente ridículo. El sentimiento de raza tiene algún fundamento en una especie de intuición mística que tiende a realizar una expresión peculiar de vida; pero lo único realmente noble es el universalismo.

¿Y la humanidad? ¿Qué veremos? Hay quien siente ya los signos del Apocalipsis:

      —Siempre que se trata de investigar el porvenir tiene uno que contestarse con las palabras de Juliano el Apóstata en el drama de Ibsen: “Los signos son contrarios”. En Europa no se ve sino el triunfo de la reacción. Rusia está deshonrada por una dictadura de espionaje y brutalidad sin precedente. En Estados Unidos no hay libertad ni para beber un vaso de cerveza, y en los principales países de la América Latina hay libertad y hasta libertinaje de expresión, pero mandan y siguen mandando los terratenientes. El problema agrario degenera en tonterías sobre ejidos, pero no llega a cristalizar en una ley de impuesto progresivo; la libertad mezquina impide la administración, y en general, por todas partes nos rodea el fracaso. De todos los grupos actualmente organizados en el mundo, quizás los laboristas ingleses ofrecen mayores esperanzas, porque luchan por resolver el problema económico sin caer en el crimen de la dictadura.

En fin. ¿Llegaremos? En Prometeo vencedor parece anunciarse la era estética. Pero he aquí que debe ser también la era del bien:

      —Creo que el desarrollo del espíritu humano llegará a hacer predominar el sentimiento de la belleza sobre los demás, siempre que no se busque en la degeneración y el vicio, como a veces lo hacen algunos artistas, sino hallándola como los místicos, en la expresión más alta del espíritu divino.

El fin. Durante media hora hemos olvidado, él y yo, todas nuestras miserias, todas nuestras preocupaciones.

ÁSS

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