Nos hace falta una filosofía planetaria, afirma el filósofo español Juan Arnau. Una filosofía que sea cordial con todo el planeta y que asuma mediante la ironía la contingencia de los propios deseos; que sea políticamente terrícola; es decir, comprometida con el planeta y convencida de que no es asumible ninguna alternativa a la vida en la Tierra. Una filosofía de tono presocrático que establezca que todas las cosas tienen inteligencia y sensibilidad, que todo está lleno de dioses, como dicen que dijo Tales de Mileto.
En su nuevo libro, La meditación soleada. Propuestas para una cultura mental (Galaxia Gutenberg), Arnau plantea una serie de ideas, reflexiones y actuaciones que pueden servir de base a esa nueva filosofía, una filosofía que frente al oscurantismo de las abstracciones o del modo germánico de estar en el mundo, ofrece una estrategia mediterránea que se apoya en la noción de una “mente extendida”, de la que cada mente particular participa, y diseña una técnica y una actitud que exige la presencialidad de las cosas, testigos del origen, “ilusión fecunda de lo creado (o mejor, de lo emanado). Del calor del fuego, la frescura del agua, el ímpetu del viento y la hospitalidad de la tierra”.
La visión de Arnau (Valencia, 1968) en este magnífico ensayo, filtra un collage de sabios de diversas tradiciones de pensamiento, indias y europeas, que tiene como guías el budismo de Nagarjuna, el samkhya y las upanisad por la parte oriental, así como Leibniz, Berkeley, William James, Bergson y Alfred North Whitehead por el lado occidental, más algunos filósofos de la ciencia como Kuhn, Fayerabend, Skolimowski y Latour, quienes orientan su discurso en aquellos pasajes donde es necesario rebatir el dogmatismo mecanicista que, de entrada, es uno de los puntos centrales sobre los que Arnau nos hace reflexionar, pues su propuesta filosófica parte de la necesidad de superar la idea de que las abstracciones físico-matemáticas constituyen el meollo de la realidad, en lugar de fundarse en la percepción y el deseo, criticando el “materialismo ramplón”, fisicalista y mecánico que no nos permite comprender que la materia es una experiencia mental que se puede percibir como viva y que respira luz, pues en el fondo, como indica el autor, es importante asumir un universo pulsante, magnético, en constante evolución.
El planteamiento de La meditación soleada es, desde un primer momento, dejar de reconocer la materia como algo inerte o exterior al yo que percibe o siente e incorporarla a la experiencia de la mente, a la experiencia del deseo y la percepción, una verdadera revolución para la física actual, que se inició, recuerda Arnau, a comienzos del siglo XX con la teoría cuántica, pero que aún no ha sido asimilada y que nos dice que la realidad es mutante, un conjunto de experiencias en transformación y un proceso continuo de ser otra cosa, donde lo que la filosofía ha llamado Ser es en realidad un proceso, “un metabolismo incesante de ideas, deseos, alimentos y percepciones”.
En este ensayo, el autor de obras como La fuga de dios o Materia que respira luz, entre más de una veintena de libros, nos propone un “empirismo radical” que conduce a una idea que tuvo auge en los círculos filosóficos de la India antigua, donde el conocimiento es lo único real: “Solo el conocimiento tiene luz propia, mientras sujeto y objeto brillan con luz reflejada”, escribe, apuntando a la visión védica que concibe la evolución cósmica como un proceso mediante el cual el conocimiento se conoce a sí mismo, edificando así un pensamiento que es “una filosofía de lo vivo, de lo que crece y se transforma, de lo que asciende a la plenitud del fruto”.
Dividido en cinco capítulos, un epílogo y una “meditación soleada sobre los elementos”, esta obra se teje mediante una escritura elaborada a base de poderosos fogonazos reflexivos que construyen párrafos en los que se condensa una gran sabiduría plasmada con un lenguaje iluminado por una brillante inteligencia y lucidez. Se puede decir que el autor resume y rezuma un conocimiento y un estudio profundo de las ideas que aborda evitando en todo momento el discurso erudito para decantarse más bien por un lenguaje claro y muy conciso que en ciertos momentos alcanza un nivel poético que busca ante todo penetrar en el lector mediante una eficaz belleza y elegancia narrativa cuyo tono es siempre el del ensayo filosófico, lo que vacuna por completo el texto de ampulosidad.
De esta forma, Juan Arnau nos sumerge en su propuesta de meditación soleada, donde conciencia no es mente ni proceso. En su hipótesis de trabajo, “la conciencia no cambia ni puede cambiar (de hecho, es lo único que se está quieto). No lo hace porque está vacía. Lo que sí cambia (y evoluciona) es su contenido. Ahí tenemos ese proceso que somos (y que no somos, pues participamos de esa conciencia inmutable”. Su modelo es el de una “mente extendida”, que define como una participación donde ocurre una relación magnética entre conciencia y naturaleza o la forma como la conciencia experimenta la materia a través de la naturaleza y en la que cada individuo participa. Esa “mente extendida” es un modelo que, como dice Arnau, “va contra la idea mojigata de la materia (el sueño del mecanicismo) como algo inerte, a merced de fuerzas externas”. Así, el modelo que propone la meditación soleada es el de un universo multicéntrico, cuyo centro está en cada ser que percibe y siente.
Para Arnau, pues, ser es percibir y todo percibe y siente. Ese es el punto de partida de la meditación soleada. Lo que se percibe es un universo único con diferentes devenires, y la práctica misma de percibir es un acto de gratitud y correspondencia, “una manera de decir que percibimos para otro (el Uno), no para nosotros mismos”. A eso, agrega, “se añade que todo lo que miramos nos está percibiendo”, lo cual crea una red que nos une con las cosas. Nada es ajeno a nadie ni nadie es ajeno a nada.
Arnau aprecia cuatro posiciones desde las cuales la mente percibe el mundo. Una lo percibe como un mecanismo ciego, frío e indiferente, cuyo destino está escrito; otra ve el mundo como “un festival colorido de sorpresas, una fuente inagotable de creatividad, pulsante, palpitante, sin orden ni concierto, imprevisible y sorprendente”; desde un tercer lugar de la mente, señala Arnau, “el mundo manifiesto es símbolo de una verdad no manifiesta, un símbolo de la belleza, la bondad y la verdad del Uno primordial, como dirían los platónicos”; finalmente, desde un cuarto lugar, que es el que más le interesa al autor y donde situaría su filosofía, “la verdadera naturaleza del mundo no es lo eterno, y tampoco lo pasajero y fugaz. No es lo inmutable ni la transformación continua, sino el magnetismo entre lo que no se mueve y lo que se mueve, entre espíritu y naturaleza (...) El juego amoroso que se traen estos dos”. Y el predominio de una u otra forma de ver, además de real, pues reales son los seres que las viven y experimentan, traza el destino de cada cual y condiciona su itinerario mental.
Lo relevante de la posición desde la que Arnau propone mirar, es que nos sugiere la meditación soleada para superar nuestro ego, para no hundirnos en el propio yo y “sentir constantemente la presencia de lo divino”, esa relación magnética entre contemplación y acción, entre observación y creación, entre purusa y prakrti, eso que para Dante, recuerda el filósofo, movía las estrellas: el amor. Porque lo divino, dice Arnau, “no es lo inmutable ni tampoco el cambio. Es la relación amorosa entre ambos. Una relación que cada uno de nosotros puede, según su capacidad, ‘reproducir’. Así es como participamos y nos hacemos uno con lo divino. Ese hacerse uno con lo divino siempre es más o menos precario, fugaz, pasajero. Pero es en esos momentos cuando podemos experimentar que todo está en orden, que el amor es lo que ha hecho posible el mundo, el que lo ha puesto en marcha y lo detiene”.
La meditación soleada es una forma de cultivar la mente, pues como entiende la tradición del yoga y del budismo antiguo, la mente es como un elefante salvaje al que hay que domar si no queremos que nos acabe destruyendo. Para ello, hay que meditar y trabajar la mente, serenarla y abrazar el silencio, experimentar de un modo indirecto la luz de la conciencia. Y la forma más eficaz de trabajar la mente, como observa Arnau, es la meditación, ya sea con los ojos cerrados o “soleada”. Liberarse del ego, de la persona, que como establece la filosofía india no es la mente, ni el ego, ni el cuerpo, ni el inconsciente, sino “el diálogo de todo ello con la conciencia, de la que participa” y donde es posible percibir la luz del Uno que es cada cual, pues “la persona es emanación del Uno. Lleva el Uno en sí”. Esa es la esencia del ser que, como nos recuerda Arnau, es un cuerpo de dicha, una luz interior enterrada por las funciones biológicas y las diversas experiencias e itinerarios psíquicos con los que carga la mente. Nuestra tarea, sostiene el filósofo, “es dar salida y liberar la propia luz interior”. Y la atención a esa luz, “que es tanto la luz de la percepción como del intelecto”, es lo que Arnau llama meditación soleada, un hábito y un ejercicio de la atención “que nos aparta de absurdas preocupaciones sobre el pasado y el futuro, y nos ayuda a liberar la mente de los hábitos negativos del pensamiento (en su mayoría ruido) y del sentimiento (en su mayoría confusión)”.
La cuestión para Arnau no es conocer la verdad, sino experimentarla. Vivir la experiencia directa de lo real apartándonos de la ilusión que crea el lenguaje cuando nos separa del resto del mundo en esa dualidad sujeto-objeto, más allá de la dominación del dato, ese ídolo moderno cuya absolutización hoy prepara, como bien advierte Arnau, la llegada del control algorítmico que creará las nuevas formas de totalitarismo que se apoyarán en el tecnoliberalismo en el que vivimos, donde el gran prejuicio es que la información es conocimiento.
Por otra parte, Arnau asume que la propia filosofía tiene sus mitos, el principal de ellos consistente en creer que el orden del pensamiento coincide con el orden de lo real, mito erigido en una mágica palabra: logos, que “implica la suposición de que la realidad se ajusta a algún tipo de discurso, razonamiento o lenguaje simbólico”. Frente a ello, el autor plantea la meditación soleada como un “paliativo contra la verborrea del logos, contra la idea de que un lenguaje, precocinado en el laboratorio filosófico, puede dar cuenta de lo real”. ¿Cómo? Mediante una mirada sin memoria ni deseo; sentirse canal de la conciencia original; sentir que la conciencia lo atraviesa a uno y ve a través de uno. “Las estrellas, de las que venimos, miran a través de nosotros”, escribe. “La contemplación del cielo estrellado nos permite sintonizar con la melodía del universo profundo. La armonía universal permite esa concordancia, esa participación, ese saberse parte del todo. La mente no está en nosotros, nosotros estamos en ella”.
Al final, Arnau establece su decantación por la filosofía presocrática, “que apuesta por un cosmos vivo, hilozoísta” (hay alguna especie de animación en la materia, incluso sensibilidad y espontaneidad en sus actuaciones y respuestas). Pero subraya que no renuncia a la ciencia moderna, sino a la visión que proyectan las corrientes dominantes sobre el cosmos de un universo mecánico e indiferente, y a la matematización del mismo como única vía para conocerlo. Porque la naturaleza, observa Arnau, habla el lenguaje de las matemáticas, sí, “pero también habla muchos otros lenguajes ricos en matices, realistas y comprometidos, más inspiradores y paradójicos que las abstracciones algorítmicas”.
Para Arnau “todo, de alguna manera más o menos torpe o afiliada, percibe y siente. Una mente extendida que opera en continuidad con el cuerpo. Mente y cuerpo forman un continuo”, destaca. Pero no es un monismo de doble aspecto, como podría entenderse, sino una versión donde se diferencia la mente del cerebro y la mente de la conciencia (“el cerebro está dentro de la mente, no la mente dentro del cerebro”), y donde mente y conciencia son irreductibles una a la otra, conviviendo y evolucionando “erotizadas, cocreando el mundo, híbridos naturaleza-cultura, y haciendo del universo lo que es”. En el sistema propuesto por Arnau, resumido en la frase de Nicolás de Cusa “El uno no es un número. El uno es aquello que hace posible todos los números”, el uno está representado por la conciencia, y los números representan el continuo mente-cuerpo. Dos polos cuya relación no es de opuestos, sino de algo que tiene una relación magnética y, por extensión, precisa el autor, “de erótica cósmica”.
Las estrategias de la meditación soleada, meditación no cognitiva, que contempla y siente más allá de sí misma frente a la meditación ensimismada, buscan un saber paradójico. “Algo en mí crea”, cita Arnau a Mozart; “alguien percibe a través mío”, pensaba Cortázar. Porque la personalidad más profunda es transpersonal. “Mutua reciprocidad” donde comienza un posible encuentro con la libertad y un modo en efecto eficaz si se quiere seguir con los ojos abiertos a la belleza del mundo. Para ello, Arnau nos pide que tengamos confianza en el universo, considerándolo como un producto del amor, de un magnetismo erótico, para perderse y reencontrarse en él. Porque “el universo”, sugiere, “no es una broma de mal gusto, tampoco un drama de dimensiones trágicas. El universo es un acto de amorosa creación del que cada uno, a su manera, participa y recrea. No hace falta un tiempo perpetuo. La idea de la inmortalidad nace de nuestra incapacidad de vivir el presente. La inmortalidad es una degradación de la idea del retorno al origen. Pero la eternidad está enamorada de las producciones del tiempo. Lo roza a cada instante. Solo hace falta verlo y sentirlo, con los ojos bien abiertos y la mente serena". Meditando soleadamente.
AQ