A un par de siglos del Edicto de Milán la Iglesia comenzó a ofrecer lo que el Imperio Romano ya no podía: una estructura transfronteriza que le diera cohesión e identidad a los nacientes poderes políticos en Europa y el Mediterráneo. De ser ciudadanos romanos los habitantes de esas tierras pasaron a ser fieles cristianos, y los gobernantes locales, urgidos de legitimidad, se convirtieron en cómplices, cuando no en subordinados —voluntarios o no—, de la creciente hegemonía de una Iglesia que golosamente maridó los asuntos del César y los de Dios: las incipientes ciudades-estado, los dominios feudales y los reinos convulsos, sobre todo a partir de las dinastías merovingias y carolingias que servirían de modelo para las subsecuentes monarquías europeas, pusieron sus ejércitos al servicio de los obispos y abades a cambio del reconocimiento y beneplácito a su derecho divino de reinar. En las coronas y escudos de armas se esbozaron cruces, las cancillerías se llenaron de canónigos, los delitos y los pecados se volvieron indistintos y las ceremonias religiosas se asumieron como parte integral del quehacer político.
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La figura de Prester Juan dibuja de manera ejemplar el prototipo del caballero europeo, medieval y cristiano, conquistador y protector de cuerpos y de almas que en una mano llevaba la Biblia y en la otra la espada. No es coincidencia que al mismo tiempo surgiera la orden que consagraría hasta nuestros días al sacerdote-guerrero: los Pobres Soldados de Cristo y del Templo de Salomón, también conocidos como los caballeros Templarios. Prester Juan es un mito de su época: rey y sacerdote, los cruzados acogotados en una y otra batalla contra los moros —y los reyes y papas que los fondeaban— miraban hacia Oriente esperando a sus ejércitos. Europa vivía entonces bajo la doble amenaza de una sucesión de califatos y del embate de los ejércitos mongoles; los primeros retaban a Europa en una guerra que enfrentaba mundos ideológicos ferozmente exclusionistas, mientras que los segundos, budistas o chamanistas, se ocupaban poco de a quién le rezaban sus vasallos, interesados en la conquista pura y simple. Quizá por eso su imperio se desvaneció en unos cuantos siglos, mientras que el encono entre la cruz y la media luna goza de cabal salud hasta nuestros días.
La leyenda del Presbítero Juan nace en los albores del siglo 12 AD, cuando las tribus de los kitán o kitai, conocidas en la cima de su poder como la dinastía Liao, huyeron del norte de China y de la estepa originaria perseguidas por la dinastía Song. Peregrinaron hasta Asia Central, aniquilando en su camino a los hasta entonces invencibles ejércitos musulmanes en Korasán, Persia y el Levante. El 9 de septiembre de 1141 AD, cerca de la ciudad de Samarcanda, en el llano de Qatwan, se enfrentaron el sultán selyúcida Ahmad Sanjar y Yelu Dashi, el líder de los Liao en el exilio e inminente príncipe del imperio kara kitai. El cronista árabe Ibn al-Athir escribiría que “en la historia del Islam jamás hubo una batalla más grandiosa … los cadáveres de los guerreros de Alá formaban montes en las calles”. Las noticias de la derrota de uno de los generales más renombrados del mundo islámico resonó hasta los confines de Europa; el sultán a duras penas escapó con vida. Sus generales, sus esposas y sus hijos no corrieron con tan buena suerte.
¿Qué tiene que ver la victoria sobre los moros de un príncipe de la estepa con la gesta de Prester Juan? Pues que, además de budistas, entre los soldados, nobles y generales bajo el mando de Yelu Dashi venían no pocos nestorianos; herejes, pero al fin y al cabo cristianos, cuyos primeros evangelizadores viajaron de Europa hacia Persia y luego a China tras su excomunión en el siglo V, decretada en los concilios de Éfeso y Calcedonia por fruslerías alrededor de la naturaleza humana y divina de Cristo. De China fueron expulsados por el nacionalismo hermético de los Song —los mismos que derrocaron a los kitai—, pasando a evangelizar las tribus de la vecina estepa donde encontraron no pocos adeptos entre quienes luego conquistarían el mundo conocido. Los primeros europeos en tener contacto con estos conversos fueron sin duda los cristianos residentes, voluntariamente o no, en tierras musulmanas. Su condición de hermanos en la fe de una parte sustantiva de los vencedores les otorgaba un trato privilegiado, siendo inmediatamente liberados y acogidos por los patriarcas nestorianos que acompañaban a sus guerreros. Los reportes mutilados que llegaban a cuentagotas ante las cortes europeas de esos feroces combatientes cristianos no hizo sino alimentar al mito del castigo de los infieles, ungido con el poder purificador y balsámico del Dios de los ejércitos que fue bautizado como Prester Juan. La fantasía albergada desde que los bárbaros, turcos y sasánidos comenzaron a asolar Constantinopla en los estertores del Imperio Romano adquirió un dejo de realidad, llegando a su punto álgido cuando, lanzados por el papa Urbano II durante el concilio de Claremont en 1095, los cruzados apenas lograron establecer algunas colonias en el Levante. La gran Jerusalén fue sometida, pero solo hasta 1187, cuando la reconquistó Saladino para no soltarla más.
De Prester Juan se decía que descendía de los Reyes Magos —sin especificar de cuál—; que había sido convertido e instruido por Santo Tomás en India, donde estaría su reino; que guiaba a su pueblo con un cetro mágico, hecho de una sola pieza de la más pura esmeralda; que curaba cualquier enfermedad con las aguas de un río que manaba desde el mismísimo jardín del Edén y que su tierra era un paraíso de abundancia, carente de criaturas ponzoñosas, donde los mentirosos e impuros caían fulminados y donde los diamantes y otras piedras preciosas se daban como guijarros.
Cuentos del presbítero comenzaron a llegar cada vez más frecuentemente a Europa, luego de la batalla de Qatwan, en boca de los europeos repatriados desde las ciudades arrasadas en Asia Central, o de uno y otro canónigo venido de tierras orientales que a su regreso buscaba impresionar al papa, o a los monarcas que le había patrocinado el periplo. Posterior a estas semillas, un acontecimiento que puede ser descrito como el mayor fraude histórico del medioevo detonó de lleno la fiebre de Prester Juan, que desde entonces y por siglos atraparía la imaginación de reyes, papas, cortesanos y nobles, y que no cesaría hasta muchos siglos después: cerca del 1165 AD una carta llegaría a la corte del emperador de Bizancio, Manuel Comnenus. Venía firmada nada menos que por el mismísmo Prester, y en ella el autor detallaba las grandezas de su reino, su inmenso poderío y los prodigios que realizaba, excepto el de llegar a Jerusalén porque, se excusaba, en el camino a Tierra Santa se le atravesó el Tigris y no pudo cruzarlo. Estaría escrita quizá en árabe, aunque el original no se conservó ni reprodujo, sino solo la versión latina, traducida para beneficio del papa y del emperador Barbarroja.
No pocos viajeros fueron despachados a buscar al personaje y a su corte de maravillas; en septiembre de 1177 el papa Alejandro III le habría escrito a Prester Juan una larga misiva conminándolo a rechazar la herejía nestoriana, aceptando en vez la ortodoxia y la supremacía romana. La carta fue enviada, con dirección indistinta hacia el este, en las alforjas del médico particular del Santo Padre, un alquímico de nombre Master Felipe, pero no puede saberse si el hecho es enteramente real o parte del previo engaño, ya que del portador y de la misiva nada más se supo.
Sobra decir que el arribo triunfal de Prester Juan, mil veces anunciado como inminente por los ciudadanos cercados por el enemigo infiel en ciudades como Edessa, Antioquía o Tripoli, nunca se materializó. A pesar de esto se le siguió figurando y esperando, quizá porque el contexto que lo gestó continuó inmutable: además de los constantes embates de las fuerzas islámicas, los ejércitos de Hulegu, nieto de Genghis Khan, conquistarían Baghdad en 1258 para proceder a comerse media Austria, Polonia y Hungría, de donde se retiraron no porque alguien los parara, sino por la muerte de su hermano Mongke, entonces emperador en el palacio de Karakorum, acontecimiento que los llamó con todo y sus ejércitos de vuelta a la estepa, a pelear la sucesión.
La versión de Prester Juan que se formaría con el imperio de Genghis es distinta a la original: en ésta el rey y sacerdote viviría en algún sitio cercano a lo que hoy es Mongolia, y Genghis sería su vasallo. Con el tiempo el vasallo se levantaría contra su señor, uno desprovisto ya de su aura de santidad para ser dibujado como un rey terreno, uno quizá magnífico, pero plagado de las fragilidades, arrogancias y ambiciones tan propias de la naturaleza humana; enfurecido con Genghis por haber osado pedirle a su hija en matrimonio, Prester Juan se habría lanzado a matarlo, sucumbiendo en la batalla. Ghengis se convertiría así en el héroe de la historia, versión que recoge Marco Polo, describiendo con detalle la derrota y muerte del “gran príncipe … a quien llamamos Prester Juan, ese del cual todo el mundo habla”.
Con la dispersión y asimilación del imperio mongol, y con las incursiones portuguesas en África en el siglo XV y XVI AD, Prester Juan terminaría como un rey negro o negroide, radicado en Axum, hoy Etiopía. Esa iteración sería su última, marcando el ocaso de una ilusión que atrapó a occidente por más de 500 años. El reino que a partir del siglo XV sustituiría al del Prester en la imaginación del Viejo Mundo se llamaría América; es curioso que Cristóbal Colón haya encontrado esas tierras mientras buscaba a la India, la morada original del Presbítero Juan.
ÁSS