Julio Ruelas: el genio absoluto de la plástica mexicana

Ensayo

Exploramos la obra de Julio Ruelas, revalorizada en los últimos años por quienes lo definen como el gran genio de la plástica mexicana. Pocos pueden igual sus temas siniestros, misteriosos y cargados de devoradora sexualidad

Julio Ruelas es el genio absoluto de la plástica mexicana. Obra:Julio Ruelas
Evodio Escalante
Ciudad de México /

Es hora de que se lo diga con todas sus letras: Julio Ruelas es el genio absoluto de la plástica mexicana. Ningún otro dibujante o pintor logra entrar con tal naturalidad en la categoría de lo siniestro, en la condición finita del hombre, en el carácter devorador de la sexualidad, en la misteriosa carnalidad que nos empareja con los animales o los faunos, en los inacabables abismos de la desesperación como lo hace Ruelas. Él tiene el diapasón más tenso, más doloroso, más cimbrado de angustia. Es un parteaguas definitivo y una cumbre que no ha vuelto a ser alcanzada. Nadie ha dialogado con nuestros mejores poetas como lo hizo él, dándole una dimensión plástica a lo que era insinuación de la letra, como en “Implacable”, de Nervo. Ruelas no solo se muestra a sí mismo crucificado como un Cristo y abrazado por una mujer–arácnida, fascinante y espantosa a la vez, sino que ilustra lo que a cualquiera parecería imposible, esos versos que Nervo coloca en la voz de una mujer que se atreve a decir: “Dios ha muerto. Lo matamos Nietzsche y yo/ En el azur y en las conciencias”. Estos versos demoniacos Ruelas los revierte en una imagen plástica escalofriante. ¿Ilustrar la famosa “muerte de Dios”? ¿Este quebradero de cabeza de los filósofos? ¿Será posible? Ruelas lo logra con una maestría que no tiene paralelo dentro de nuestra historia. Ahí está su dibujo para demostrarlo.

La historia produce coincidencias significativas. Ruelas y José Juan Tablada —nuestro gran decadentista que luego figurará como el primero de nuestros poetas de vanguardia— son amigos desde su época de escolapios, y comparten una pasión por el decadentismo: los dos están impregnados de Baudelaire, admiran a mujeres fatales y se intoxican con todo lo disponible (¿ajenjo, opio, cocaína?), sobre todo Tablada, quien alguna vez tuvo que someterse a una desintoxicación en algún hospital.


Algo muy singular en lo que me parece la crítica ha sido omisa. En una época afrancesada, como lo fue el porfirismo, Ruelas, que ama a París, se va a estudiar a Alemania. Son los años que pasa como estudiante en la Kunstakademie de Karlsruhe, en Baden, Alemania (1891–94), los que le dan las herramientas que lo singularizan. ¿Herramientas? Me quedo corto: esa estancia alemana contribuye de modo decisivo a forjar su sensibilidad enervada, además de que lo acerca a los modelos del último romanticismo donde destaca la influencia de su maestro Böcklin. Ceballos lo describe, antes de conocerlo, como un parroquiano habitual de una cierta cantina de la Ciudad de México. Revisaba algunas revistas germánicas y luego se quedaba pensativo, ensimismado. ¿Conocía Ruelas el alemán? Me parece inobjetable que sí, de otro modo no se explica que haya estado varios años como estudiante allá. Esto le da un temple especial a su naturaleza de artista, un temple que ya se anticipaba en México antes de partir al extranjero: su devoción por el Fausto de Goethe y por la música de Richard Wagner.

El nombre de Wagner, como todo mundo sabe, se asocia de modo inevitable con el de Nietzsche. Antonio Saborit ha señalado que varios óleos de Ruelas, Fauno y Fauno niño, por ejemplo, están inspirados en su lectura. Recojo su afirmación para sostener que Ruelas asimiló a Nietzsche de muchas maneras: su exacerbado nihilismo así como su actitud ante la mujer están reforzados por los textos del filósofo alemán. Hay un dibujo que me estremece: el “Sócrates”, donde vemos al pensador griego “caminando” a cuatro patas, domeñado por una suripanta desnuda y burlesca que además le hiere en el cráneo con un compás (símbolo de la mesura, de la medida pitagórica de todas las cosas). Esta obra, estoy seguro, no podría haberse concebido sin estar al tanto de los ataques que arrojó Nietzsche en El nacimiento de la tragedia en contra de Platón y su maestro Sócrates.

Por lo demás, hay señales que sugieren que Julio Ruelas es el responsable de haber introducido a Nietzsche en México. Es cierto que dos o tres de los libros del pensador germano ya se habían traducido en España hacia finales del siglo XIX, y que muchos intelectuales franceses, ni se diga, le profesaban culto y admiración. Pero en México Julio Ruelas aporta varios “granitos de arena” al dedicarle páginas en distintos números de la Revista Moderna, de la que era el principal ilustrador. Antes que en cualquier otro lugar, cuando menos aquí en México, es esta revista la que da a conocer varios textos no solo de sino también acerca de Nietzsche. La revista reproduce en dos ocasiones fragmentos del segundo libro del autor, Humano, demasiado humano (1878), y aparecen ahí mismo, además, diversos artículos sobre su pensamiento. El número 8 de la revista, correspondiente a la segunda quincena de abril de 1900, publica un texto de Enrique Lichtenberger titulado “La literatura de Nietzsche”. En el número 9, de la primera quincena de mayo, otro de Pierre Lasserre, “Nietzsche y la literatura francesa”. Los números 15 y 16 de la Revista Moderna dan a conocer en dos partes un texto de Julio de Gaultier titulado “De Kant a Nietzsche”. En otro número aparecería también un texto de André Gide, “De la influencia en la literatura”, donde el autor francés se ocupa de Goethe y un poco de paso de Federico Nietzsche. Mil novecientos es pues el año en que la Revista Moderna aporta costales de simpatía en favor del conocimiento mexicano del autor alemán. La joya de la corona, sin duda, la encontramos en el número 2 de la revista, correspondiente a la segunda quincena de ese mismo año de 1900, con dos aportaciones notables: dibujo de la efigie de Nietzsche en retrato de Julio Ruelas y que ocupa la portada de la revista; y texto explicativo en el que la revista señala la importancia de Nietzsche como crítico de la democracia y ofrece dedicar otros textos a este héroe del pensamiento que, asegura la nota, nos seduce con “un ideal sobrehumano que es un verdadero tipo de perfección”. Clara alusión al concepto de superhombre de Nietzsche.

Lo que Ruelas destila en esa portada es una devoción infinita hacia el escritor alemán. El humor amargo, la ironía desencajada, la desesperación nihilista que recorre gran número de sus dibujos, desaparece aquí como por arte de magia. Se diría que Ruelas (como antes los poetas alemanes del círculo de Stefan George) cae postrado ante esta figura del genio.

Me parece imposible que Ruelas y Ramón López Velarde se hubieran conocido, a pesar de ser ambos zacatecanos: coincidieron un poco en el tiempo pero no en el espacio. En cierto sentido, la poesía de López Velarde, sobre todo en su primera época, es una reacción en contra del furioso decadentismo que había propalado la Revista Moderna. Una reacción que se vuelve hacia lo positivo, hacia lo “recuperable” de la vida en provincia y de las esencias de la nación. Su amigo y su gemelo espiritual no es Ruelas sino Saturnino Herrán. El toque folclorista, el rescate de los modelos nacionales y de la provincia que realiza el pintor Herrán, es afín por completo a la sensibilidad de La sangre devota (1916) e incluso de la Suave patria (1921), el poema emblemático de López Velarde. “La prima Águeda”, las “jerezanas” de su corazón, el “edén subvertido”, todo ello se coloca en las antípodas del nihilista Ruelas. Pero… pero… el último López Velarde, acaso sin saberlo, se aproxima a las posiciones del dibujante genial. Quiero decir que un soplo de decadencia y de nihilismo atraviesa algunas de las últimas composiciones del jerezano. Pienso, de modo especial, en “El sueño de los guantes negros”, estupenda epifanía mortuoria, verdadera ensoñación macabra de un deseo erótico irreprimido. Si López Velarde hubiera concluido este poema, y si lo hubiera publicado, y si para entonces Ruelas estuviera vivo, sin duda él sería el ilustrador idóneo de esta fantasía macabra que no tiene antecedentes en nuestra literatura.

Más allá de que la obra de Ruelas haya sido a menudo mal valorada, como sucede con el texto que le dedica la fallecida crítica de arte Teresa del Conde, quien le advierte “defectos” en su arte del dibujo y hasta le achaca recaídas culpígenas, al señalar que el famoso aguafuerte La crítica es en realidad una autocrítica, hay que decir que Ruelas mereció el reconocimiento incluso de muchos de sus contemporáneos. El escritor José López–Portillo y Rojas, por ejemplo, escribió: “para mí Ruelas es un dibujante de genio. Nada le falta para ello: ni el estro, ni el arrebato, ni el éxtasis, ni la intuición de lo bello, ni la sensualidad exquisita, ni la ejecución maravillosa”.

En su función de crítico de arte, su gran amigo José Juan Tablada nos dejó esta visión (publicada en Historia del arte en México, 1927) que a mí me parece testamentaria, y con la que concluyo: “Julio Ruelas inauguró la era del arte moderno entre nosotros. Fue un romántico a la manera de los alemanes […] y un verdadero poeta por su rica fantasía imaginativa”.


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