Maravillado por un concierto de Juventino Rosas en la primavera de 1894, un periodista de Trinidad, pequeña ciudad del centro de Cuba, de tradición aristocrática, lo describió así: “En sus composiciones dulcísimas y arrobadoras es la encarnación real de la ternura, del sentimentalismo más puro y elevado; es el corazón latino gimiendo y relatando sus penas y sus amores sobre las cuerdas de un violín vibrante, que parece romperse con la fuerza del dolor que les imprime el arco, al interpretar los pensamientos del maestro”. Las pinceladas del redactor G.C.E. de El Telégrafo dan forma a una de las muy escasas descripciones del músico en escena, una joya testimonial del martes 27 de marzo de 1894, publicada en un periódico intrascendente en la hemerografía cubana.
Rosas se fue sigiloso de este mundo el 9 de julio de 1894, a pesar de haber alcanzado la fama internacional con su vals “Sobre las olas”. Muy poco se sabe de sus seis meses en Cuba. La misma noticia de su muerte demoró 19 días en propalarse en la Ciudad de México, proveniente del remoto puerto de Batabanó, a unos 70 kilómetros al sur de La Habana. Sus pocos biógrafos han rearmado 26 años con retazos hallados por doquier, versiones especulativas, informaciones imprecisas e hipótesis de dudosa probabilidad, que han urdido una leyenda melodramática, de aparente conmiseración, repleta de lagunas sobre aquel hombre nacido en Santa Cruz de Galeana, Guanajuato, en 1868.
El mismo reporte de su deceso, publicado en El Noticioso de la Ciudad de México, repetía sin reparo los datos tomados de la prensa habanera. El diario político La Discusión de La Habana había dado la primicia el 13 de julio, informando que Rosas “ha sucumbido de miseria, socorrido por caridad, en un hospital, como un mendigo” y “abandonado por sus paisanos”.
El guanajuatense había llegado al Surgidero de Batabanó en una embarcación de cabotaje procedente del oriente de Santiago de Cuba, donde había concluido una gira artística por la isla, con presentaciones en teatros de La Habana, Matanzas, Cárdenas, Villa Clara, Cienfuegos, Trinidad, Casilda y Sancti Spiritus, así como innumerables tertulias en casas de gente acaudalada. La ruta fue reconstruida con insuficientes versiones de la prensa cubana por Hugo Barreiro, un musicólogo cubano que también halló una de las partituras escritas por Rosas en la isla.
Antes de ir a Cuba, Rosas estuvo en Tamaulipas y Texas con la Orquesta Típica Mexicana de Antonio García, que los condujo a la Exposición Colombina Universal de Chicago, de mayo a octubre de 1893. En su veloz carrera, había logrado en 1888 vender por 45 pesos su célebre vals a la casa editora Wagner y Lieven, de la Ciudad de México. Y cinco años antes, a sus 15, había conseguido un puesto de violinista en la orquesta de la cantante de ópera Ángela Peralta, muerta en Mazatlán, en 1883, por un contagio de fiebre amarilla, de la que se libró el guanajuatense.
La Típica tenía por representante a un empresario de espectáculos musicales llamado Eduardo González López, radicado en México, pero nacido en Cuba, aún bajo la jurisdicción del Reino de España. Ejecutaban valses y piezas bailables del gusto popular: polcas, mazurkas, chotises y jarabes. La programación incluía la “Marcha de Zacatecas” y el Himno Nacional Mexicano, pero el momento estelar pertenecía a Manuelita Rodríguez, una bailarina de 10 años.
Después de las audiciones en la Expo, Rosas y la Típica cursaron una ruta incierta hasta que el 3 de enero de 1894, en La Habana, el elitista Diario de la Marina anuncia un concierto en el más grande teatro de la ciudad, el Payret. Su denominación ha cambiado a Orquesta Italo-Mexicana y zarpan del puerto de Tampa, Florida, contradiciendo la versión de que Juventino desembarcó en Cuba procedente de Nueva York.
Una hipótesis sobre la transformación del conjunto es planteada por el musicólogo Barreiro. Mexicanos e italianos pudieron coincidir en auditorios de Chicago. El empresario González López habría pactado con su par Francesco Bianculli la unificación para realizar una gira internacional en ciudades estadunidenses, Cuba y Europa, combinando los temas mexicanos con zarzuelas. A partir de ahora, Rosas asume la batuta del ensamble integrado por 28 músicos, que tenía como segundo violín al hijo del administrador italiano, Pasqualino.
Cuba estaba inmersa en una crisis económica y próxima al estallido en 1895 de la guerra de independencia, pero en sus ciudades había regularmente ópera, zarzuela, drama y comedia, a cargo muchas veces de compañías extranjeras itinerantes. Ángela Peralta había aparecido en el prestigioso Teatro Tacón, lo que junto con la gira de Rosas revela antecedentes de la industria mexicana del espectáculo en el mundo.
La gira de la Italo-Mexicana arrancó con escasa pero significativa audiencia en La Habana. Andrés Clemente Vázquez, cónsul de México, envió al influyente diario El País una “carta abierta” dando a conocer con aires de lírica modernista sus apreciaciones de Juventino, “mexicano de pura raza”, en La Habana, el día 18: “Su violín es un espejo de confidencias íntimas, una flor que él mismo besa de vez en cuando, una cítara muzárabe o una especie de guzla que pareciera soñar en los riscos del Atlas, en los ajineces de Fez o en los palmerales de Tafilete”.
Con esas recomendaciones, la aristocracia habanera no escatimó invitaciones para Rosas. En la mansión de una familia terrateniente, Mercedes Trouzet de Crusellas se dio el lujo de acompañarlo al piano, según confidencia de El Fígaro, prestigiosa revista cultural de la época.
Camino al centro de la isla, en Matanzas, la orquesta fue sorprendida por un incidente político en la audición del 24 de enero. “Tres pardos y dos morenos” se acomodaron en la platea, a la que tenían derecho, según nota del matancero El Correo. La repulsa discriminatoria brotó de inmediato. La intervención policial fue infructuosa, unos secundaron las rechiflas y otros abandonaron sus asientos, pero los músicos no pararon de tañer sus instrumentos.
Para marzo, la Italo-Mexicana ya había atravesado la isla en su delgada franja de norte a sur. Se desconoce cómo y por qué el programa del día 10 en el Teatro Terry de Cienfuegos se ofreció como “función lírico-dramática”, intercalando con la Asociación Artística Dramático-Española, de doce actores. Pero el hecho es que juntos avanzan hacia el sureste y tienden su tinglado en Sancti Spiritus. Rosas, que ya había compuesto a la finquera independentista Marta Abreu el vals “Marta” y el “Ángel de la caridad”, dedica el chotís “El espirituano” a José Rodríguez Rincón, otro de los filántropos pudientes que acogió al guanajuatense, quien era la atracción de la troupe itinerante, que obtenía ingresos notables por 2578.55 pesos y gastos por 722.80, según el diario local El Fénix.
De Santiago de Cuba no hay evidencia de presentaciones, pero sí hay un testimonio sobre la presencia de Rosas en Guantánamo, en el extremo oriental. Regino E. Boti, poeta guantanamero que en su adolescencia trabajaba en un típico tendajón donde había de todo, cuenta en sus memorias haberlo conocido un día en que pidió “un trago” en el mostrador. Cuenta que en la bohemia escribió con el músico una de dos versiones líricas de “Sobre las olas” compuestas por cubanos; la otra es de José González Chacón y Pedro Infante fue su intérprete. Es posible que Juventino ya presentara graves síntomas de la mielitis que lo mató porque, una mañana, Boti lo encontró delirando en la cama de una posada, aunque supuso que Juventino estaba alcoholizado.
Sin dejar señales certeras del recorrido de oriente a occidente, el artista desembarcó el 27 de junio en Batabanó, donde fue bien recibido por personalidades locales, sabedoras de su talento. A ciencia cierta, nadie sabe si llegó solo o acompañado ni a dónde fueron a parar italianos, españoles y mexicanos.
En la fantástica colección de mitos, uno dice que, por caridad, a Rosas le asignaron “un camastro” y otro sostiene que, en sus doce días de convalecencia, desde su cama tenía vista al mar. La verdad es que el sitio donde estuvo el sanatorio queda lejos de la playa y que la atención estuvo a cargo del médico José Campos, dueño de la Casa Quinta de Salud Nuestra Señora del Rosario. A unos pasos de ahí, hay ahora una plazoleta en su memoria, con una efigie y su característico sombrero jarano, sin datos biográficos; todo a la libre imaginación.
Cada 25 de enero se rinde homenaje a Rosas en el hoy municipio de Surgidero de Batabanó, porque, cuenta Ernesto Ernesto, escritor y promotor cultural local, Juventino es uno de los suyos. Les es indistinto que su fecha de nacimiento sea el 24, constatada en su fe de bautismo por Juan Álvarez Coral, autor de una biografía publicada por la Sociedad de Autores y Compositores de Música, en 1972.
A Rosas le han rendido culto propios y extraños. Los lugareños acompañaron su corte fúnebre. Federico Urbach, periodista de El Fígaro, alentó la leyenda: el violinista, escribió, le había expresado su “anhelo” de morir en la isla. Una rubia anónima, se ha dicho, vino a llorar ante su tumba al mes de muerto. Un incógnito prometió en su epitafio preservar “su sueño en tierra cubana”. Un funcionario batabanense responsable del funeral guardó su violín por casi medio siglo hasta que lo entregó al gobierno de México. Un conocido cronista habanero, Eduardo Robreño, divulgó la especie de que la partitura para piano de “Sobre las olas” fue impresa por primera vez en Nueva York, en 1887, a instancias de un cubano acaudalado de apellido Pons. El poeta Boti relató, sin fuente, que sus despojos fueron identificables para su exhumación en 1909, tan solo por sus botas vaqueras y restos del sombrero y el saco charros. Así la vida y la muerte sobre las olas.
AQ